ZIPERARTE
Domingo

El consenso del 33%

Está faltando una discusión sobre qué tamaño del Estado queremos. Propongo un intermedio entre el 25% histórico y el récord kirchnerista, de 41% del PBI.

Quitando a los kirchneristas más recalcitrantes, la discusión pública sobre macroeconomía ha avanzado mucho en la Argentina en los últimos años. No sólo la inmensa mayoría de la profesión económica coincide en que el equilibrio fiscal es indispensable para bajar la inflación y estabilizar la macro. También lo dice la mayoría de los políticos, incluidos muchos peronistas y también algunos oficialistas, aunque en voz baja y sobre todo fuera de la temporada electoral, cuando sigue cundiendo entre los compañeros aquello de “poner plata en el bolsillo de la gente”. Al mismo tiempo, mejoró la discusión sobre el diagnóstico de cuál es la causa de nuestro estancamiento: la hipótesis kirchnerista de que a la Argentina le va mal porque cada tanto tiene gobiernos neoliberales está cada vez más aislada, reemplazada por la certeza casi generalizada de que tenemos problemas estructurales, profundos, difíciles de resolver.

Este proceso, además, creo, está acompañado (o impulsado) por un sector creciente de la sociedad, que parece estar pidiendo el fin de un modelo económico y su reemplazo por otro (no sé si tiene claro cuál), que ofrezca mejores resultados. Por eso creo que el próximo presidente, del partido que sea, recibirá un mandato y una exigencia de cambio económico que no existía en 2015, cuando los tres candidatos principales (Scioli, Massa y Macri) le decían a la sociedad que se podía salir del pantano sin demasiado dolor. Y que ese próximo presidente intentará estabilizar la economía “por derecha”, por decirlo de una manera un poco brutal, acercándose dentro de lo que le sea políticamente posible al manual de la macroeconomía convencional: equilibrio en las cuentas, aumento de tarifas, apagar la maquinita, volver a los mercados internacionales, alivio o eliminación del cepo.

Por eso creo que el próximo presidente, del partido que sea, recibirá un mandato y una exigencia de cambio económico que no existía en 2015.

De esto se habla cada vez más abiertamente y el clima de época, aunque incipiente, me hace acordar al de fines de los ‘80, mis primeros años como observador de la política, apenas adolescente, cuando el liberalismo económico se transformó en una especie de “sentido común”, atizado desde la televisión por Bernardo Neustadt y otros, pero también reflejado en las candidaturas presidenciales de Eduardo Angeloz, que prometía pasar el lápiz rojo, y de Carlos Menem, que finalmente implementó el cambio de régimen propuesto en campaña por su rival. Hace muchos años yo trabajaba en El Cronista cuando el diario, después de ser comprado por un grupo español, se mudó desde Palermo a su redacción actual de San Telmo. En un momento de la mudanza quedaron apilados a nuestros costados los viejos cuadernos históricos con el archivo del diario. Justo atrás mío dejaron el de 1989. Un día me puse a hojearlo –esto debe haber sido a fines de 2001– y busqué la edición del 15 de mayo de 1989, para ver cómo había cubierto El Cronista el triunfo de Menem. Me sorprendieron menos los titulares y los análisis que un aviso a página entera de Telefónica de España, que decía algo así como “lo mejor está por llegar” o “pronto estaremos muy cerca”. Es decir que Telefónica había pautado ese aviso antes de conocer el resultado porque sabía que, ganara quien ganara, Entel iba a ser privatizada e iba a tener una chance de quedarse con una parte de ella, como finalmente ocurrió. Pocas cosas me parecen más elocuentes sobre el clima de época pro-liberalización de la economía de fines de los ‘80, mientras el país se espiralaba hacia la hiperinflación, que aquel aviso de Telefónica. 

Fuente: Sebastián Galiani.

Por eso quiero llamar la atención sobre una parte de la discusión que, en mi opinión, está pasando inadvertida: qué tamaño del Estado queremos y, del otro lado de la misma moneda, qué nivel de impuestos necesitamos para iniciar un proceso de crecimiento sostenido. En otros países esta discusión se da sobre números microscópicos (un punto más para acá, un punto más para allá), pero en Argentina la disrupción que supusieron los gobiernos kirchneristas (incluido éste) sobre el tamaño del Estado es algo de lo que se habla poco y merece más atención. Néstor Kirchner heredó un Estado que gastaba alrededor del 25% del PBI, una cifra similar al promedio del medio siglo anterior. Habíamos tenido gobiernos más estatistas y más ajustadores, radicales y peronistas, abiertos y proteccionistas, constitucionales y militares, pero ninguno de ellos se había desviado demasiado de ese promedio del 25% del gasto público sobre el total de la economía (eso quería decir que el otro 75% era actividad privada).

Después de 12 años de aumento casi ininterrumpido, Cristina Kirchner entregó en 2015 un Estado que representaba el 41% de la economía, 16 puntos más que cuando asumió su marido.

Después de 12 años de aumento casi ininterrumpido, Cristina Kirchner entregó en 2015 un Estado que representaba el 41% de la economía, 16 puntos más que cuando asumió su marido. Este salto no implicaba un cambio gradual, una sutileza distribucionista sobre el mismo modelo: era un cambio de régimen esencial en la economía, un experimento pocas veces visto en el mundo a esta velocidad y que todavía estamos asimilando, infructuosamente. El gobierno de Cambiemos logró bajar el gasto consolidado cinco puntos, al 36% del PBI, con mucho sufrimiento, al punto de que ese ajuste probablemente le costó la reelección a Mauricio Macri, y en 2020 y 2021 hemos vuelto a arañar los 40 puntos, en parte por la pandemia, en parte por la cuarentena y en parte porque en el ADN del kirchnerismo la única manera de ir hacia adelante es con más gasto y más presión tributaria.

Un problema de este nivel de gasto es que obliga a una presión impositiva que hace casi imposible ya no sólo la inversión y el crecimiento de cualquier empresa, sino que incluso pone en riesgo la propia supervivencia o la formalización de muchos emprendimientos, sobre todo los más pequeños. Otro problema es que el Estado nunca logró recaudar por impuestos más del 31% o 32% del PBI, ni siquiera en los momentos más asfixiantes del kirchnerismo, por lo que un gasto en la vecindad del 40% siempre va a ser difícil de financiar. (El Estado tiene otro 5% del PBI por ingresos no tributarios, que van desde lo que pagamos por los pasaportes a las regalías petroleras.) Por lo tanto, reducir el tamaño del Estado no sólo es indispensable para bajar impuestos, sino también para conseguir los objetivos de equilibrio fiscal, porque con este nivel de productividad e informalidad no parece posible, me dice gente que sabe más de esto que yo, financiar este Estado a través solamente de la recaudación de impuestos. 

¿Qué hacemos entonces con esto? Siento que la conversación para volver a hacer crecer la economía, o por lo menos para normalizarla, no puede terminar en el equilibrio fiscal, la salida del cepo y la baja de la inflación o, pasando a cuestiones más micro, la adecuación de la energía o la modernización del sistema laboral. Cosas que tienen ocurrir, en mayor o menor medida, más rápido o más despacio, y que pueden tener éxito durante un tiempo, pero que para sostenerse son insuficientes si no acomodamos, al menos unos puntos, el gasto público y la presión impositiva.

La propuesta

Por eso quiero proponer en estos párrafos un nuevo consenso, para sumar a los nacientes consensos sobre equilibrio fiscal y orden macroeconómico, al que en esta humilde ceremonia voy a llamar “el consenso del 33%”. Es decir, ponernos como objetivo llevar progresivamente el índice de gasto público consolidado del pico de 41% en 2015 (y similar al de este año) al 33% del PBI, un nivel que, según mis consultas con gente que sabe, permitiría mantener la mayoría de las funciones del Estado actual y, a la vez, bajar la presión impositiva a un nivel razonable. Además, el 33% está justo en la mitad entre el promedio histórico y el nivel de 2015: una manera de, por decirlo elegantemente, cerrar la grieta. El 33% permitiría mantener la expansión del gasto social del kirchnerismo –algo más de cinco puntos, buena parte de ellos en moratorias jubilatorias–, pero no los otros gastos, mucho menos necesarios, en salarios, empresas públicas y subsidios a luz, gas y transporte, entre otros. No es una propuesta para volver a la Argentina pre-kirchnerista, que ya no existe, mucho menos con una pobreza del 40%. Pero sí es una propuesta que necesita decisiones difíciles y compromisos cumplibles, tanto de parte de la Nación como de los gobernadores.

Esta propuesta no es un plan de gobierno: entiendo las dificultades políticas que puede tener un gobierno para avanzar en esta dirección y entiendo, también, que la salsa secreta de un plan económico exitoso está más en cómo se mezclan los ingredientes que en los ingredientes en sí. Pero me parece importante por lo menos empezar a poner este tema en el horizonte. Este nivel de gasto público no es un destino, no tenemos por qué atarnos a él: no fue fruto de un consenso y ni siquiera fue parte de un plan, simplemente ocurrió por un gobierno que quiso contener a más actores políticos, económicos y sociales de los que podía y fue encadenando decisiones (o manotazos) que nos depositaron donde estamos ahora. Tenemos el Estado que tenemos menos por un plan que por la falta de un plan.

Dicho esto, y para ponerle un poco de precisión: ¿cómo se bajan ocho puntos del gasto sobre PBI? ¿Tiene que ser todo dunga-dunga?

Dicho esto, y para ponerle un poco de precisión: ¿cómo se bajan ocho puntos del gasto sobre PBI? ¿Tiene que ser todo dunga-dunga? La visión optimista es que no necesariamente. Los especialistas en cuestiones fiscales dicen que por cada tres puntos de crecimiento de la economía baja un punto el tamaño proporcional del Estado. Por lo tanto, si un próximo gobierno (o el actual, renacido en otra cosa) logra estabilizar la macro lo suficiente como para generar algo de confianza y que haya un primer verano económico, con, supongamos, dos años de crecimiento al 3%, eso ya nos permitiría bajar la proporción de gasto dos puntitos. Ahora, ¿se puede crecer dos años con estos impuestos? Algunos dicen que sí. Otros que no. En cualquier caso, la pregunta refleja una duda central sobre cuál es el camino para salir de esta crisis: si primero hay que estabilizar y después, con ese envión, hacer las reformas profundas; o si hay que hacer todo junto, porque sin las reformas profundas no se va a poder estabilizar nada. Es otra vez el debate de gradualismo o shock: el gradualismo quedó con mala prensa después de la experiencia de 2016-2017, pero en las últimas semanas hasta los candidatos más defensores de un Estado mínimo, como Javier Milei y José Luis Espert, admitieron que algunos recortes deberían ser graduales. Igual insisto en que son tantas las distorsiones actuales, en lo fiscal y en lo monetario, y es tanta la incertidumbre sobre lo que puede pasar en 2022 si se confirman en noviembre el resultado de las PASO, que no me quiero poner demasiado detallista en cuanto a la secuencia de cómo tienen que ser los cambios.

Por lo tanto, si hacemos el ejercicio puramente intelectual, aislados de la cuestión política y social, y miramos solamente la foto de los datos, aparecen grandes dos globos de gasto que en principio parecen más fáciles de identificar, y que son también dos de los que más crecieron en la docena kirchnerista: el empleo provincial, que sumó un millón de trabajadores en este siglo (o casi cuatro puntos del PBI entre 2003 y 2015); y los subsidios nacionales a la energía y el transporte (otros cuatro puntos). Políticamente no son fáciles de reducir (nada lo es, y participé de un gobierno que sufrió políticamente el aumento de tarifas casi como ninguna otra cosa), pero, si miramos la foto fría, con sólo devolver estos globos al tamaño que tenían en 2003 ya alcanzaríamos el objetivo del 33%, en ambos casos sin perjudicar a la población más vulnerable. La economía política de estos cambios, obviamente, es una cuestión distinta, sobre todo cómo hacer que los gobernadores abandonen su doble adicción al empleo público, que usan al mismo tiempo como una política social encubierta y una manera de construir poder político.

Entre 2003 y 2015 las provincias aportaron alrededor de un tercio del crecimiento del gasto, pero durante el gobierno de Macri aportaron sólo un sexto de la reducción.

La participación de los gobernadores en esto es fundamental. Entre 2003 y 2015 las provincias aportaron alrededor de un tercio del crecimiento del gasto, pero durante el gobierno de Macri aportaron sólo un sexto de la reducción. Economistas con los que conversé me dicen que hay alrededor de 5 puntos del PBI de actividades superpuestas entre la Nación y las provincias y, por lo tanto, mucho trabajo para hacer sobre quién debe hacerse cargo de qué. En 2017, cuando el Gobierno propuso a los gobernadores ordenar esta situación (y se firmaron pactos importantes, previstos para durar varios años, abandonados en 2020), el Estado Nacional gastaba el 10% de su presupuesto (o 2% del PBI) en funciones que eran responsabilidad primaria de las provincias, como salud, vivienda, programas alimentarios y obras de agua potable. También gastaba el 20% de su presupuesto, o más de 4 puntos del PBI, en funciones de responsabilidad compartida entre la Nación y las provincias, como educación, seguridad, energía y  transporte. Estos números no deben haber cambiado mucho en los últimos años. Por lo tanto, parece haber espacio al menos para una negociación de buena fe –y con la urgencia que requiere la situación– entre Nación y provincias para poner en orden las responsabilidades de cada uno. La misma urgencia que no hubo en 2017 y 2018, en parte porque el Gobierno Nacional ya les había devuelto a los gobernadores buena parte de los recursos amarrocados desde hacía años por Cristina Kirchner, y tenían pocos incentivos para colaborar con más entusiasmo.

el tamaño ideal

La discusión por el tamaño del Estado es rara en la Argentina. Como en otros países, los más distribucionistas quieren más Estado y los más liberales quieren menos, pero hay dos cosas que empiojan todo: por un lado, tenemos un Estado que gasta muy mal, muy ineficientemente, o sea que su tamaño tampoco dice tanto sobre lo indispensable que es. Y, por el otro, el aumento del gasto kirchnerista no estuvo basado en un modelo de desarrollo: simplemente ocurrió, se les fue de las manos por su propia incapacidad de ver hacia adelante. Lo mismo les pasó con la cuestión comercial: Cristina Kirchner entregó en 2015 la tercera economía más cerrada del mundo, pero no por diseño ni por haber sido un objetivo, sino por la acumulación de cientos de pequeñas decisiones, algunas con objetivos distintos (como cuidar los dólares) que nos llevaron a ese lugar. O sea que terminamos en el 41% del PBI, un nivel similar al de los países escandinavos, pero muy por encima de nuestra productividad o nuestro nivel de desarrollo, casi sin darnos cuenta. Es por eso que las discusiones sobre el tamaño del Estado tienden a enfocarse en el cambio más reciente (“¡esto es un ajuste!”) y no en su nivel general. Debemos empezar a mirar la discusión desde más arriba.

Una palabra final. Aunque en lo económico me defino como liberal soy bastante agnóstico sobre cuál debe ser el tamaño ideal del Estado: no siempre creo que cuanto más chico el Estado, mejor. Pero ciertamente creo que este nivel es demasiado alto y que nos impedirá crecer aun si hacemos los deberes en otras áreas, como el equilibrio fiscal o la lucha contra la inflación. Bajarlo a un nivel más razonable –acá propongo al 33%, con una combinación de recortes, sobre todo en subsidios y empleo provincial y una mejor coordinación Nación-provincias, ayudada por la licuación que daría crecer un par de años seguidos– debería ser parte de la conversación sobre qué tenemos que hacer para salir del pantano en el que estamos. Es antipático, porque ajustar el gasto siempre lo es, pero confío en que el naciente clima de época del que hablaba al principio y la sensatez de los dirigentes no kirchneristas ayuden a tenerlo en cuenta.

 

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Hernán Iglesias Illa

Editor general de Seúl. Autor de Golden Boys (2007) y American Sarmiento (2013), entre otros libros.

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