No sé cuándo comenzó exactamente, pero creo que fue en algún momento de 2012: de repente mi cuerpo se había convertido en una cárcel de la que no podía escapar. Vivía en Trípoli, la capital de Libia, y había llegado a principio de ese año, luego de la caída de Muammar Gaddafi después de 42 años en el poder, para trabajar en el área electoral de la misión política de las Naciones Unidas, más precisamente en la Honorable Comisión Electoral Nacional (HNEC), ubicada en el Ministerio del Interior.
Mi rol de asesora técnica requería trabajar ahí mismo, en las oficinas de la comisión electoral, junto a mis colegas libios, no en las oficinas de la ONU. Mis otras contrapartes eran funcionarios públicos, políticos, figuras de la cultura, ONG, periodistas y también representantes de las fuerzas de seguridad. Pero por las características específicas de mis tareas estaba en contacto permanente con mujeres de la sociedad civil y activistas defensoras de los derechos humanos y derechos de las mujeres, ya que trabajaba en el área de participación política femenina.
Al inicio de mi estadía todo era efervescencia y apenas me daba cuenta de lo que pasaba, tan concentrados estábamos todos en las elecciones del Congreso Nacional General (GNC), previstas para julio. Y, sin embargo, poco a poco, como una gota de agua que cae con intervalos precisos, la incomodidad con mi cuerpo y el hecho de ser mujer comenzó a traspasarme. Yo me creía inmune: había sido educada en un país moderno, del nuevo mundo, en Argentina, en el seno de una familia de intelectuales progresistas, mi mamá una feminista de las duras de los ’60, mi papá un humanista de tradición judía laica. Una familia que no sólo creía en la igualdad entre el hombre y la mujer: la ejercía luego de varias generaciones. Era claro que no tenía ni idea de con qué me enfrentaba.
Yo me creía inmune: había sido educada en un país moderno, del nuevo mundo, en Argentina, en el seno de una familia de intelectuales progresistas.
Por supuesto que estaba al tanto de la situación de las mujeres en Libia, donde habían sido excluidas de la participación en la política bajo el régimen de Gaddafi. Y aunque en teoría habían tenido acceso a educación, a salud y a justicia en estándares considerados progresistas para la región, en la práctica habían prevalecido las costumbres tradicionales y la discriminación de género basada en la religión. Las organizaciones de la sociedad civil habían estado prohibidas, salvo algunas asociaciones adeptas al régimen, como la fundación benéfica Aisha Gaddafi, dirigida por la hija del líder. El disenso era impensado y sólo existían la resignación y la sumisión al régimen. Con la revolución de 2011 todo había cambiado y las mujeres estaban en todas partes, activas y dispuestas a participar. O al menos eso parecía.
Mis colegas hombres en el trabajo me trataban muy bien, con respeto y profesionalismo. No era obligatorio usar el velo, aunque la mayor parte de las mujeres lo llevaba, pero había que vestirse de manera “modesta”, preferentemente cubriendo los brazos y el pecho y usando camisolas que taparan la cola, sobre todo para evitar problemas. Como dije, al principio ni me di cuenta, era todo nuevo y anecdótico. Pero un día comenzó a sentirse extraño.
Fue una mañana en el baño de damas de la comisión electoral. Entré y vi que mis compañeras estaban haciendo cola para entrar a una de las cabinas, mientras que las otras estaban vacías. Les pregunté por qué y me explicaron que ahí estaba el único espejo que podían usar. Dentro de esa cabina descubrí que no había inodoro: sólo una chapa metálica colgada en la pared, que me reflejaba de manera distorsionada. Eso era el “espejo”. Una compañera me explicó que era para evitar alentar el espíritu vanidoso y pecaminoso de las mujeres. Mirarse al espejo era una manera de alentar esa vanidad y de alejarse de las reglas de su religión o, mejor dicho, de su interpretación de esa religión. No podía entender que esos mismos hombres tan simpáticos y tan normales estuviesen de acuerdo en que las mujeres tuviéramos que vernos en una chapa, encerradas en una letrina.
Una compañera me explicó que eso era para evitar alentar el espíritu vanidoso y pecaminoso de las mujeres.
Aquellas pequeñas anécdotas comenzaron a horadar mi espíritu, la autoestima y a volverme cada vez más consciente de mi cuerpo y del espacio que ocupaba, la forma en que lo movía y los elementos con que los cubría. A la hora de almorzar en el ministerio había una cantina, pero los hombres y las mujeres debíamos sentarnos en mesas separadas. Si iba a un bar o a un restaurante con mis colegas mujeres nos correspondía sentarnos en la zona familiar, escondidas detrás de una mampara. No podía fumar frente a mis compañeros y era mejor no mirarlos directamente a los ojos.
El 7 de julio de 2012 finalmente tuvieron lugar las primeras elecciones en décadas en Libia. El proceso fue pacífico y ordenado y declarado un éxito tanto por la comisión electoral como por todos los organismos internacionales. Hubo festejos y algarabía en cada rincón del país. A los pocos días se abrieron las sesiones del flamante GNC en el Trípoli Congress Center, una obra espectacular financiada por Gaddafi y diseñada por Tabanlioglu Architects, un famoso estudio turco. Aquel día se juntaron todas las personalidades más destacadas del país, en su mayoría hombres, en un salón para no menos de mil invitados.
La maestra de ceremonias era una joven periodista libia muy conocida, pero cuando la chica salió para iniciar el acto, apenas puso un pie sobre el escenario todos los participantes comenzaron a abuchearla y a insultarla de una manera muy violenta. Su pecado: no tener el velo puesto. Humillada y llorando, tuvo que retirarse y volver con la cabeza cubierta.
Su pecado: no tener el velo puesto. Humillada y llorando, tuvo que retirarse y volver con la cabeza cubierta.
Con el paso de los meses mis relaciones con mis compañeras de trabajo y mis contrapartes comenzaron a volverse más y más estrechas y ahí sus historias de vida me abrieron una puerta a la situación persecutoria y de constante miedo al castigo y de acoso psicológico y moral en el que vivían. No siempre el problema estaba dentro de sus familias, muchas de las cuales tenían otra forma de pensar, sino afuera, en el ir y venir de lo cotidiano.
Por ejemplo, la imposibilidad de elegir a sus maridos, o de vestirse como quisieran, o de ir con el pelo suelto, o de usar un pantalón sin tener que cubrirse hasta las rodillas, o de caminar por la calle sin que las insultaran y acosaran de mil maneras. Si circulaban por el interior del país era mejor hacerlo acompañada por un miembro masculino de la familia, aunque se tratara de un bebé (sí, un bebé). Una compañera fue detenida por una de las milicias islamistas que tenían ganando terreno, pero como iba con su bebé varón de siete meses sólo tuvo que abrir el pañal y mostrar el sexo de su hijo para que la dejaran seguir. Detalles mundanos si se quiere, pero que eran impedimentos constantes para estar tranquilas, relajadas, sin calcular a cada paso qué podía salir mal y qué gesto o prenda (o falta de ella) podría traer el enojo de algún familiar hombre, de algún compañero de trabajo o de un vecino.
El 11 de septiembre de 2012 un grupo islamista atacó el consulado de Estados Unidos en Benghazi, la segunda ciudad del país, y asesinó al embajador Christopher Stevens y a otros tres funcionarios norteamericanos. A partir de ese momento la situación de las mujeres sólo empeoró. Para fines de 2013, cuando dejé el país, Trípoli era una ciudad donde las mujeres habían desaparecido. Yo misma para aquella época me sentía así, desaparecida, tratando de esconderme para no ser vista, que mi cuerpo no fuera observado, juzgado, tenido en cuenta como si yo sólo por ser mujer fuese una molestia de la naturaleza, un error de la creación.
El progresismo talibán
En los últimos días leí con estupor y bronca, pero también con desesperación e impotencia, no pocos artículos donde se justificaba o relativizaba la postura del Talibán respecto de las mujeres en Afganistán. Algunos de sus autores ridiculizaban los intentos de ayudar a las víctimas del apartheid de género tildándolos de ser parte de, por ejemplo, “la vieja retórica salvacionista que legitima los imaginarios construidos en torno a las musulmanas desde una mirada colonial”.
En los últimos días leí con estupor y bronca no pocos artículos donde se justificaba o relativizaba la postura del Talibán respecto de las mujeres en Afganistán.
Uno de esos artículos, titulado “¿Tenemos que salvar a las afganas?”, me impactó desde el título, como si ayudar a las mujeres afganas fuese ridículo o fuera de lugar. La autora utilizaba en su argumento la lógica machista del “porque te quiero te aporreo”, como si ser torturada diariamente desde la cuna fuese una decisión personal y no una tragedia de una crueldad infinita. Y, además, que quedara claro: la violencia misógina del extremismo islamista, para la autora, era culpa de Occidente y del maldito imperialismo, no de los pobrecitos talibanes que viven tan felices en su Arcadia rousseauniana.
Al poner en duda la gravedad de las violaciones de los derechos humanos de las mujeres afganas, estos pseudo-progresistas devenidos apologistas de la violencia machista más salvaje, lo único que hacen es faltarle el respeto a todas las mujeres y niñas víctimas de la misoginia armada, despojarlas aún más de su dignidad y al mismo tiempo invisibilizar a las mujeres que han muerto luchando por esos derechos.
Aprendí en carne propia que la dignidad no es fácil de conservar cuando uno vive bajo un régimen misógino que utiliza el poder de fuego del aparato represor estatal o para-estatal para socavar la autoestima, la moral, la estabilidad psicológica y la salud mental de mujeres y niñas hasta convertirlas en marionetas flácidas, en seres neutralizados de sus propios deseos que viven con la cabeza baja y que no pueden ni pensar en rebelarse a sus amos. O hasta verlas caer, prisioneras en cárceles ilegales o muertas, asesinadas por criminales armados con sus AK-47.
Las que cayeron
Al irme de Libia dejé atrás a muchísimas mujeres valientes que se enfrentaban al avance del islamismo y luchaban por la democracia y la libertad, como la abogada y activista de los derechos humanos Salwa Bugaighis, una de las figuras centrales de la revolución de febrero de 2011 y con quien tuve el honor de colaborar en la redacción de la ley de cuotas para el parlamento. Salwa se oponía a las medidas que buscaban hacer obligatorio el uso del velo, y sus opiniones la llevaron a entrar en conflicto con la Hermandad Musulmana y los salafistas y extremistas islámicos.
Salwa fue asesinada en junio de 2014 por un grupo de hombres armados que entraron en su casa y la apuñalaron y dispararon en la cabeza. Su marido fue secuestrado y sigue desaparecido hasta el día de hoy. Salwa fue una de las pocas mujeres libias que se resistió siempre a taparse la cabeza, por considerarlo una aberración y una violación a los derechos humanos. Sus pequeños gestos cotidianos consistían en eso, en simplemente no salir con un trapo en la cabeza. Todavía la sigo llorando.
Salwa fue asesinada en junio de 2014 por un grupo de hombres armados que entraron en su casa y la apuñalaron y dispararon en la cabeza.
Sé que son las ejecuciones, las violaciones, la pedofilia y la poligamia, los matrimonios forzados, la ablación genital femenina y el uso de la burka los ejemplos que más aparecen en los titulares, pero la dominación y la violencia misógina se construyen en los rincones del día a día, en los subsuelos de la vida cotidiana. Son esos pequeños detalles habituales de maltrato, desvalorización y violencia sin salida los que hacen la vida imposible de ser vivida.
Me llevó mucho tiempo sobreponerme a esa sensación de angustia frente a mi propia esencia femenina, volver a sentirme libre al usar cualquier prenda, incluso un bikini sin pensarlo dos veces. Poder fumar un cigarrillo o cruzar las piernas, sentarme en un bar en una mesa con hombres sin que genere tensiones, mirarme al espejo normalmente, caminar por la calle sin miedo a que me insulten o me ataquen, como pasaba en Trípoli. Pero muchas de mis amigas y compañeras libias no se pudieron ir, se quedaron ahí sufriendo las vejaciones cotidianas, los pequeños detalles de una esclavitud de género totalmente absurda e imposible de justificar en nombre de ninguna tradición, ninguna cultura, ninguna divinidad.
No voy a discutir aquí el uso obligatorio del velo, de la burka o de lo que sea, porque creo firmemente en las libertades individuales y de la igualdad de todas las personas, antes que en las reglas absurdas y misóginas de cualquier religión. Pero lo que sí me parece importante es tratar de correr la discusión de lugar y mostrar que en regímenes de apartheid misógino la crueldad y el sufrimiento no están condensados en la vestimenta o en hechos espectaculares, sino que son parte de una rutina cotidiana despiadada y cruel, imposible de justificar en nombre de ninguna tradición y cuyas víctimas merecen todo nuestro respeto por su dignidad, nuestra empatía y nuestra ayuda. Todas merecen ser salvadas. Si tan sólo eso fuese posible.
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