LISANDRO BERTERO
Domingo

Dinámica de lo decadente

La Copa Diego Maradona pareció un momento desolador de nuestro fútbol, pero hay que mirarla como la continuidad de una corporación que lleva décadas de declive. Nunca hubo una Edad de Oro.

No resultaría para nada descabellado aventurar que la nueva anormalidad instaurada a los empujones a partir de la pandemia haya sido recibida con cierto alivio por los principales actores a cargo del fútbol argentino. La prolongada suspensión de las competencias nacionales y regionales y su posterior reanudación sin público en los estadios resultaron un recurso providencial para, como en tantas otras oportunidades, barrer bajo la alfombra una alarmante cantidad de asuntos escabrosos sin resolver.

Entre estos asuntos podríamos mencionar al menos a dos de los clásicos desbarajustes que el fútbol argentino arrastra desde hace décadas: el primero, la violencia a cargo de barrabravas no solo como expresión de lucha por valores simbólicos sino también como método de resolución de conflictos por intereses económicos entre facciones dentro de cada club o de las propias barras; el segundo, una mayoría de instituciones siempre al borde la crisis económica terminal por la acumulación de administraciones fraudulentas, eternas suplicantes de un nuevo rescate que apenas logran posponer hasta la necesidad de reclamar el siguiente.

Sin embargo, en los últimos meses hubo otras cuestiones no menos graves que pasaron a un segundo plano o fueron directamente silenciadas: por un lado, un escándalo de abuso de menores en Independiente con posibles ramificaciones en otros clubes; por el otro, un evidente descenso a un modo de lucha entre dirigentes con métodos desconocidos para quienes solo recuerdan la paz de tintes mafiosos que don Julio Grondona supo imponer en sus largos años de dominio. La implosión institucional que siguió a la muerte del eterno jerarca dejó librada la lucha por el control de los recursos económicos de la AFA a cargo de nuevos actores, algunos de ellos emergentes de un submundo con escaso apego incluso por las formalidades más elementales. Las constantes modificaciones reglamentarias a los torneos del ascenso son un ejemplo de ello.

Parecen haberse postergado los debates acerca de los “males de nuestro fútbol” que, al menos en lo formal, deberían ser parte de la agenda pública, para evitar la naturalización de situaciones ya encuadradas en lo delictivo.

En medio de un panorama tan desolador, nuevamente parecen haberse postergado los debates y análisis acerca de los “males de nuestro fútbol” que, al menos en lo formal, deberían ser parte de la agenda pública, para evitar la naturalización definitiva de situaciones y comportamientos ya encuadrados en lo delictivo. Más allá de una evidente falta de resultados concretos, estas discusiones han estado presentes en diferentes ámbitos prácticamente desde la popularización misma del fútbol en la Argentina, hace más de cien años. Podríamos mencionar entre ellos a:

  • Los medios masivos de comunicación, primero en las páginas del diario Crítica desde los años 20 del siglo pasado, luego en otros medios gráficos igualmente masivos y finalmente en la radio y la televisión.
  • En el seno de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y sus antecesoras, toda vez que esta institución fue el ámbito natural de discusión sobre las cuestiones más esenciales que rigen la vida de los clubes.
  • La publicación de libros, documentos e informes surgidos del esfuerzo aislado de ciertos periodistas y autores o, sobre todo en los últimos 25 años, de un estudio más sistemático a cargo de académicos de universidades, fundaciones o grupos de interés.

Un repaso exhaustivo de las formas y los contenidos de los debates en estos ámbitos excedería en mucho el espacio de esta nota, pero sí podríamos destacar al menos ciertos elementos presentes en todos ellos y algunos otros que los han distinguido. Todos parten de la aceptación de ciertas cuestiones básicas: el fútbol es mucho más que un deporte, es un fenómeno social de alcance global en el que se ponen en juego valores profundamente enraizados en la cultura y la identidad de los países; ciertas normas mínimas de respeto por las reglas del juego derivadas de la tradición aristocratizante del fair play instaurada por los inmigrantes ingleses han sido permanentemente desafiadas, bastardeadas u olvidadas, pese a los constantes reclamos de democracia e igualitarismo por parte de todos los sectores del fútbol argentino; ha resultado perfectamente lógico que la profesionalización del fútbol y su inusitada masividad trajeran consigo la necesidad de gestionar negocios que mueven enormes cantidades de dinero, pese a lo cual la situación económica de los clubes no ha hecho más que empeorar con los años; la violencia en las canchas argentinas es casi tan antigua como la práctica misma del fútbol, pero el grado de injerencia y sofisticación de la operatoria de las barras bravas en un punto se volvió inmanejable; finalmente, muchos de quienes se han ocupado y se ocupan de una u otra manera del fútbol parecen coincidir en la añoranza de una Edad de Oro, una época maravillosa de juego exquisito, público feliz y dirigentes probos ubicada en un tiempo más o menos lejano según el gusto personal de quien la evoque o según se ponga el acento en el juego mismo o en otras cuestiones relacionadas con él.

Un siglo igual

Una visita no muy prolongada a los archivos de diarios y revistas de los últimos cien años nos permitiría comprobar que no solo las críticas despiadadas al mundo del fútbol se repiten una y otra vez sino que hasta lo hacen en términos muy similares a los que podríamos observar hoy. Tampoco nos sorprenderíamos al corroborar que el tratamiento que se les dio a estos asuntos en los medios de comunicación osciló ya desde el principio –salvo notabilísimas excepciones– entre el partidismo, la simplificación, la polémica inconducente y, por qué no, la descalificación y la guarangada gratuita.

Las disputas entre los clubes, por su parte, fueron siempre una señal en sí misma del grado de desarrollo y estabilidad de sus instituciones rectoras, así como también de sus vaivenes y, en algunos casos particulares, de la consciencia de que una imprescindible reforma o autodepuración ayudaría a evitar males mayores. La cronología indica que fue suficiente con que los primeros clubes fundados por criollos completaran en la primera década del siglo XX su avance sobre la Asociación establecida por los clubes de las colectividades británicas (forzando su retirada hacia otros deportes) para que aparecieran los primeros conflictos institucionales. Las escisiones entre asociaciones fuertemente enfrentadas de los períodos 1912-1914 y 1919-1926 así lo atestiguan. Los conflictos iniciales por cuestiones organizativas, reglamentarias o por simples resultados deportivos fueron haciéndose más complejos a medida que el fútbol crecía como fenómeno social y espectáculo masivo, a la vez que las relaciones con el poder político iban ganando protagonismo. La instalación del fútbol profesional en 1931 provocó la última división de la AFA, resuelta definitivamente en 1934. Pero la unificación estuvo lejos de resolver las disputas, al contrario: de allí en más se sumarían a ellas los jugadores (con huelgas que en algunos casos dejaron huellas profundas en la actividad, como la célebre del año 1948), los clubes y ligas del interior del país en su afán de ganar espacios y, muy especialmente, los cada vez más variopintos grupos de empleados, proveedores y personajes ligados al fútbol (técnicos, asistentes, médicos, ejecutivos, empresarios, representantes, intermediarios, gestores), todos ellos entremezclados con los representantes del poder político y sindical de turno que fueron comprendiendo que la del fútbol era una esfera a la que no debían ignorar.

Los clubes se hicieron cada vez más dependientes de los aportes estatales en forma de préstamos, subsidios y condonaciones de deudas, prácticas que se remontaban a la era amateur, pero no hicieron más que agravarse con el paso de los años.

La conversión del fútbol en una práctica profesional coincidió también con un definitivo cambio en las relaciones de poder entre los cinco clubes más populares del país y los más chicos. Fue efectivamente en los años 30 cuando el crecimiento en la masa de socios e hinchas de los primeros se hizo irremontable para los segundos, lo cual generó una imposibilidad de encontrar un modelo de competencia y gestión de los clubes que dejara satisfechos a todos. Una forma que encontró la AFA para buscar una salida prolija a esta encerrona fue la conformación de comités de expertos presumiblemente neutrales que analizaran las causas y las maneras de enfrentar las sucesivas crisis. La primera de ellas data de 1935 y sus conclusiones fueron esencialmente las mismas a las que podríamos llegar en la actualidad: un campeonato de Primera División con más de 12 clubes ubicados en la Capital Federal y el Gran Buenos Aires resultaba inviable por la disparidad de ingresos entre los clubes grandes y los chicos y porque la competencia así planteada solo incentivaba déficits cada vez mayores. Asimismo, las pretensiones de la mayoría de los clubes de expandirse con nuevos estadios y de desarrollar otros deportes no hacían más que aumentar las pérdidas.

Así fue que los clubes se hicieron cada vez más dependientes de los aportes estatales en forma de préstamos, subsidios y condonaciones de deudas, prácticas que se remontaban a la era amateur, pero no hicieron más que agravarse con el paso de los años. Por supuesto que las recomendaciones de aquella Comisión (reducción de los equipos participantes en Primera y un aumento de los requisitos de infraestructura mínima y salud financiera para acceder a ella) no llevaron a ningún lado. Pese a ello, con una regularidad notable, las convocatorias a este tipo de comités se fueron sucediendo, especialmente en épocas en que las crisis de los clubes se agudizaban y los pedidos de ayuda al Estado se hacían más urgentes.

Finalmente, un recorrido sintético de los principales autores que se dedicaron a publicar libros y estudios académicos sobre los problemas institucionales del fútbol argentino no podría dejar de mencionar algunos nombres: Dante Panzeri, Juan José Sebreli, Ariel Scher, Héctor Palomino, Pablo Alabarces, Sergio Lewinsky, entre otros. A riesgo de resultar excesivamente reductivo, podría decirse que un rasgo que estos autores comparten al menos parcialmente es el siguiente: una contradicción irresoluble entre el reconocimiento de los mecanismos de la corrupción y la violencia en el fútbol argentino como fenómenos de muy larga data con una defensa obstinada de los valores y el modelo de las asociaciones civiles sin fines de lucro. Dicha contradicción en muchos de los casos lleva a una aceptación más o menos implícita del mito de una Edad de Oro del fútbol local, seguramente ubicada en el nacimiento mismo de los clubes criollos que terminarían por ocupar los lugares de los de origen británico.

La degradación de aquel modelo habría sido entonces, según estos autores, el resultado de distintas fuerzas: la política, las burocracias sindicales y estatales, el mercado o la globalización. Es entonces cuando el fútbol pasa a ser caracterizado como el resultado de otras fuerzas en pugna, las “burguesías” en el caso de Panzeri o las “oligarquías” en Lewinsky, distintos eufemismos para evitar un término que a mi criterio se ajustaría mucho mejor a la realidad: el fútbol argentino operó prácticamente desde sus comienzos como una suerte de confederación de corporaciones que engendraron a su turno a la AFA, la gran corporación que las agrupó. El control operativo de la entidad madre y la relativa autonomía que ésta adquirió conforme avanzó la sofisticación del negocio (y los montos a considerar) se volvió el objetivo no solo de las pequeñas corporaciones que le dieron origen, a la vez que también fueron corporativos (y opuestos a los ideales de democracia y transparencia) los métodos elegidos para relacionarse con el resto de los actores de la vida social y política argentina.

El fútbol argentino operó prácticamente desde sus comienzos como una suerte de confederación de corporaciones que engendraron a su turno a la AFA, la gran corporación que las agrupó.

En este sentido hay un libro que resulta especialmente interesante para comprender mejor los antecedentes de este modelo corporativo. Se trata de Historia social del fútbol, la tesis doctoral de 2011 del historiador Julio Frydenberg. Al enfocarse en las dos primeras décadas del siglo XX consigue un efecto muy interesante: ilumina aspectos prácticamente desconocidos del inicio de la práctica del fútbol no solo en los primeros clubes fundados por los hijos de inmigrantes mayormente italianos y españoles que lograron insertarse tempranamente en la liga oficial dominada por los británicos (en general, los clubes que hoy conocemos como los grandes), sino también y muy especialmente de los cientos de pequeños clubes que se fundaron para la práctica del fútbol en ligas barriales de estructura mucho más precaria e informal. El objetivo implícito de la competencia en estas ligas a largo plazo era desde luego la llegada a la liga oficial, pero el modelo de participación y socialización que se caracteriza en el texto de Frydenberg ayuda a comprender mejor los rasgos que el fútbol criollo habría de adquirir en su avance sobre las estructuras aristocráticas previas. En todo aquello que los distingue, identidad, estilo de juego, puesta en escena de los valores de guapeza, confrontación y predominio, una reinterpretación del fair play que no excluye el amedrentamiento y la violencia contra rivales, árbitros e hinchadas enemigas en defensa del propio honor, en todo eso se pueden empezar a detectar las bases para el establecimiento del fútbol como una corporación de reglas propias, reñidas en definitiva con los valores y el interés general de una sociedad abierta.

En todo caso, Frydenberg parece detenerse justo cuando estaba por conseguir su mayor hallazgo: mientras que las élites políticas y económicas del país procuraron ya en los años 20 apropiarse del control de las comisiones directivas de los clubes y de la AFA como un mecanismo más de acumulación de poder y privilegios, el devenir de la estructura interna de los clubes fue provocando aquellos conflictos que, como ya hemos visto, apenas unos pocos años después se tornarían de resolución cada vez más difícil. Hubo evidentemente (y el libro de Frydenberg no se decide a hacerlo del todo explícito) un enfrentamiento cultural entre las bases de jugadores e hinchas que manejaban los códigos de la pertenencia barrial (bases que también estaban dispuestas a ejercer la dirigencia) con aquellos que llegaban de afuera con ofrecimientos de padrinazgo (protección política, subsidios, préstamos estatales) a cambio de posiciones de poder en los clubes. Fue quizás el resultado y la síntesis de este enfrentamiento, así como también el acelerado crecimiento de la popularidad de los clubes, lo que ayudó a perfilar el comportamiento corporativo que el fútbol argentino mantiene hasta la actualidad.

 

 

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Eugenio Palopoli

Editor de Seúl. Autor de Los hombres que hicieron la historia de las marcas deportivas (Blatt & Ríos, 2014) y Camisetas legendarias del fútbol argentino (Grijalbo, 2019).

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