Un estudio improvisado sobre las elecciones presidenciales de Argentina nos muestra que las preferencias del electorado suelen inclinarse hacia el centro de un imaginario espectro ideológico. Quizás valga la pena analizar el significado de ese “centro” y preguntarse si en Argentina la configuración de los espacios políticos ha transformado al populismo en una suerte de esfera de Pascal, “cuyo centro está en todas partes pero su circunferencia en ninguna”.
Empecemos por la elección más reciente. En 2019, pese a los intentos de Juntos por el Cambio de posicionar al kirchnerismo como una suerte de chavismo vernáculo, Alberto Fernández ocupó el centro y ganó la presidencia. La razón fundamental fue que, tras la crisis económica de 2018 y el posterior ajuste de las cuentas públicas, Mauricio Macri fue percibido como un extremo para el votante neutral que define todas las elecciones. El Alberto moderado, que tocaba la guitarra, daba clases en la UBA y manejaba su propio auto, fue un gran mérito de la comunicación del Frente de Todos. Pero también la demostración de que Argentina necesita una conversación amplia, dura y honesta sobre el camino correcto para su desarrollo económico, que incluya a periodistas y sectores y vaya más allá del oportunismo del peronismo.
Podemos vivir un tiempo más sin moneda, sin crédito, con una inflación demencial del 50% y niveles de empleo privado formal en el piso, por supuesto, pero eso no hará más que aumentar los índices de pobreza, que ya son una catástrofe. En mi opinión, el gobierno de Macri tuvo problemas pero avanzó lentamente en las reformas necesarias para volver a crecer: fin de los subsidios, integración en las cadenas de valor global, equilibrio fiscal, libertad financiera y económica, paulatina desregulación del espacio aéreo, entre otros puntos fundamentales. Su derrota eliminó esta agenda de la conversación pública y, por oposición, la campaña chapucera e infantil del Frente de Todos prometió soluciones simples para problemas complejos: “voy a ponerle plata al bolsillo de la gente”. El resultado es atroz. La moderación prometida se transformó en controles de precios y de cambios, cierres de aeropuertos y exportaciones, monopolios del Estado, subsidios de energía a los más ricos: un manual que se aplica en muy pocos países, todos ellos rotos desde lo institucional y lo económico.
La moderación prometida se transformó en controles de precios y de cambios, cierres de aeropuertos y exportaciones, monopolios del Estado, subsidios de energía a los más ricos
De todos modos, analizando las novedades electorales de cara a 2023, se confirma que el inasible centro sigue siendo ese lugar sin ventanas en el que todo candidato debe ubicarse para ser considerado presidenciable. ¿Por qué? Comienzo con una definición fundamental: para nuestras élites, el centro no es un posicionamiento ideológico, una posición moderada entre la izquierda y la derecha o entre el peronismo y el antiperonismo. Cuando nuestras élites hablan de “centro”, están hablando de un seguro contra reformas que afecten privilegios.
En Francia, por ejemplo, es fácil ver que Emmanuel Macron es un candidato moderado entre los extremos de Jean-Luc Mélenchon y Marine Le Pen. El centro argentino, en cambio, es un lugar raro, ingrávido, levemente irreal, en el que sólo cabe una persona pero que está rodeado por miles de almas bellas que imaginan con candidez que el camino hacia la prosperidad no tiene ningún costo. Lo interesante no está en la figura que ocupa circunstancialmente ese lugar sino en observar quién lo custodia: sindicalistas, líderes de organizaciones sociales, gobernadores que distribuyen la coparticipación sólo para reelegirse indefinidamente, empresarios que viven del proteccionismo, medios que pagan miserias a los periodistas pero son millonarios al calor de la pauta estatal, una multitud de troyanos interesados en proteger los intereses que les han garantizado poder y muchos, muchos dólares. En nuestro “centro”, la ideología está totalmente subordinada al sistema de incentivos calcificados que desde el poder bloquean cualquier reforma. El centro es el verdadero “orden conservador”, que casi nunca pierde una elección y se refugia en la falsa excepcionalidad argentina.
preparados para la desesperanza
De todas maneras, el favoritismo de la ciudadanía por los candidatos de centro es comprensible. Un electorado empujado a la supervivencia y asentado sobre una extrema fragilidad financiera adolece de incentivos para votar a un candidato que plantee con franqueza el camino para resolver los problemas de fondo. La moral es un lujo del que se puede prescindir frente al riesgo latente de perder formas más o menos sofisticadas de la dádiva. Entre los sectores populares y medios, el conservadurismo es una forma de subsistencia. Como dice Lisandro Varela en su último estudio de opinión: estamos “preparados para funcionar sin esperanza, mirando la lenta caída interminable”.
Todo esto tiene un impacto directo sobre el discurso público, que se vuelve elusivo y se escuda en un “centro”, transformado en significante vacío, desde el que se puede decir de todo siempre y cuando no se diga nada. Se industrializan los eufemismos: “hay que dialogar”, “nos tenemos que sentar todos alrededor de una mesa”, “hay que salir de los extremos” y una larga lista de buenas intenciones que garantizan que todo siga igual y nadie pierda su lugar en el gran juego de la silla argentino. Lo cierto es que estamos en una trampa: la sociedad se empobrece a toda velocidad pero se resiste a cambiar, por la amenaza real de perder lo concreto en nombre de lo ilusorio. Los candidatos que lideran las encuestas son aquellos que prefieren retacear información y prometen sostener una tierra prometida que se va pareciendo a una ruina. Nuestra ruina.
Esta trampa se manifiesta todo el tiempo. Hace unos días Alejandro Bongiovanni dijo en Twitter: “No pretendo conocer qué piensa Facundo Manes sobre todos los temas, pero me gustaría conocer qué piensa sobre alguno”. Florencio Randazzo aparece de golpe en medios nacionales diciendo que “Macri y Cristina han llevado a la Argentina al desastre”, equidistancia típica de un tramposo. ¿Cómo va a hacer Randazzo para bajar la inflación? ¿Qué va hacer con las tarifas a los servicios de energía? Seguro que la respuesta a esas preguntas son un montón de mesas. Le vendría mejor poner una carpintería. Al mismo tiempo, en las columnas de Alejandro Bercovich, en el dossier de Panamá Revista, en algunos tuits de funcionarios públicos, comienza a insinuarse desde algunas zonas remotas del kirchnerismo la necesidad de “proponerle a la sociedad un horizonte productivo”. Nadie, sin embargo, explica el costo de avanzar hacia ese horizonte. ¿Apoyarían un recorte del gasto público que permita bajar los impuestos y, por ende, impulsar el empleo formal?¿O prefieren seguir distribuyendo hasta agotarlo las rentas del modelo extractivista? Es imposible saberlo. Todo en en el discurso público es tácito o desinencial. Es la intención.
Aceleremos, por una vez, las contradicciones. Para resolver la inflación podés medir góndolas en una sucursal de Coto y culpar a los empresarios o podés equilibrar las cuentas públicas con una política monetaria creíble.
Aceleremos, por una vez, las contradicciones. Para resolver la inflación podés medir góndolas en una sucursal de Coto y culpar a los empresarios o podés equilibrar las cuentas públicas con una política monetaria creíble. Esas son las opciones. Aquellos que deambulan la avenida del medio, los que piden opciones de centro, darán miles de vueltas pero, al final del camino, tomarán una cinta métrica para trabajar codo o codo junto a Paula Español. Es irrelevante si les parece bien o mal: es lo que les garantiza que la rueda siga girando. Para el resto, quizás sea tiempo de algún tipo de coraje intelectual.
Históricamente los espacios no peronistas han tenido miedo de expresar sus ideas porque imaginan que el electorado es poco menos que un puñado de niños incapaces de escuchar que Papá Noel no existe. Es un populismo del peor tipo: culposo y, por ende, frágil. Tal como confirma la historia reciente, sin una conversación adecuada es imposible efectuar cualquier reforma, aún cuando el candidato manchuriano en cuestión sume a su espacio a mercachifles del centro como Sergio Massa.
La primera “víctima” de esta trampa discursiva fue el propio Mauricio Macri, que en la campaña de 2015 fue un acabado candidato del centro y llegó a decir que el Fútbol Para Todos tenía que seguir siendo gratuito. “Veo el debate con Scioli y veo a dos dementes”, dice el ex presidente en su libro. Macri habrá imaginado que lo importante era ganar las elecciones y que la micro política con el círculo rojo le permitiría encarar las reformas necesarias a su debido tiempo. Falso. Pero a Pablo Biró, el sindicalista de Aerolíneas, le importa un bledo la eficiencia del sistema aerocomercial o duplicar la cantidad de argentinos que viajan en avión. Escudado en una soberanía tramposa que los medios compran sin problemas, su único interés es proteger la monumental caja de Aerolíneas Argentinas que todos los ciudadanos financiamos para obtener a cambio un servicio caro y de mala calidad.
Jxc, sin trauma
Es cierto, el contexto podía servirle de excusa al ex presidente: había ganado por un margen muy estrecho tras 12 años de kirchnerismo, tenía minoría en ambas cámaras, su partido gobernaba sólo 5 de 24 provincias. Hoy, sin embargo, estamos frente a otro escenario. En principio, si Juntos por el Cambio tiene chances de ganar es porque Macri se despidió de su gobierno con una Avenida 9 de Julio repleta de personas que convalidaron menos sus resultados que sus intenciones. El trauma de Fernando de La Rúa quitó al radicalismo del poder durante dos décadas; tan sólo 4 años después, el partido que lidera Macri (con el radicalismo como actor clave y valioso de la coalición) es competitivo en casi todos los distritos nacionales, aun tras haber discutido temas espinosos como los subsidios a las tarifas. Los cambios tecnológicos, el desastre económico posterior a la pandemia y el encanto de las ideas liberales sobre una parte de la juventud demuestran una obviedad: ya no estamos en el 2015. El cincuentón Iván Noble jamás le respondería a Cristina Fernández, pero L-Gante, que tenía 8 años cuando nació la épica kirchnerista, no tuvo ningún problema en contradecir a la líder del movimiento. Quizás esta sea una buena oportunidad para poner en agenda una propuesta de desarrollo que vaya a la raíz de los problemas, que deje de lado la repetición de slogans y permita sortear la trampa discursiva que describí en estos párrafos.
Un análisis posible de la historia argentina es que las catástrofes son nuestro principal motor de cambio. El crack de Wall Street, en 1929, precipitó el primer golpe de Estado; la crisis del petróleo precipitó en 1975 el Rodrigazo y el fin del modelo de sustitución de importaciones; la guerra de Malvinas fue necesaria para que cayeran los gobiernos militares; la hiperinflación le dio a Carlos Menem la legitimidad para privatizar las empresas públicas; el 2001 instaló la lógica del “Estado presente” que prevalece hasta hoy. Me niego a resignarme a que haya que atravesar un nuevo cataclismo para que los problemas argentinos comiencen a resolverse. Sobre todo porque la base social es cada vez más precaria y desoladora. Por otro lado, el milagro de la soja puede ser equivalente al petróleo venezolano y mantener la agonía durante años sin que haya una crisis perfectamente escenificada: si Roma no se hizo en un día, Caracas tampoco.
Romper la trampa discursiva no es un capricho intelectual sino la clave para frenar el avance en línea recta hacia una pobreza irreversible.
Romper la trampa discursiva no es un capricho intelectual sino la clave para frenar el avance en línea recta hacia una pobreza irreversible. El 2023 no debería tratarse sólo de ganar las elecciones sino de cambiar el país. No propongo necesariamente un viraje hacia la ortodoxia ni me importan demasiado las divisiones entre izquierda y derecha, dos conceptos heredados de la Guerra Fría que sirven de poco para analizar la política contemporánea. Tampoco creo que la solución sea dar una “batalla cultural” destinada a morir en la irrelevancia porque se da en un marco populista que Peter Sloterdijk definió como “forma agresiva de la simplificación”. Argentina tiene un problema político porque tiene un problema de discurso. Y viceversa. Que casi todo el arco político haya aprobado una ley de Zonas Frías que subsidia el gas a la clase media a costa de los sectores más humildes es desalentador, pero que señalar esta contradicción sea considerado impopular habla de una brújula totalmente rota. Los líderes le hablan a una población infantilizada a la fuerza, en nombre de un Estado paternal que ya no logra distinguirse del partido y que “te salva” o “te cuida”. Si esta reflexión tiene algún sentido, es exigir una conversación mínimamente seria, mínimamente franca, que no subestime a la población ni a sus problemas y le ponga palabras a las cosas. “Gobernar es explicar” dijo alguna vez Fernando Enrique Cardoso. Sin indignación y sin bronca quizás haya que manotear un valor que estos tiempos urgentes exigen y que está en crisis alrededor del mundo: la verdad. Si no confiara en su poder, ni siquiera podría haber escrito este texto.
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