“Stop scrolling!”, me ordena una cara suplicante en TikTok. No se trata de un aliento a dejar la pantalla, sino de un usuario mendigando tiempo, la moneda en esta economía de la atención. Pero tiene razón, me digo, apago y salgo a correr al bosque. Es siempre un momento en el que desconecto mi teléfono. Durante una hora, puede caerse el mundo y no me entero.
En el parque, termina septiembre y los franceses exprimen las últimas gotas del verano al aire libre, antes de entrar en un túnel de ocho meses de frío, cielo encapotado y llovizna. En los primeros diez minutos de trote, me cruzo en este orden con: una madre empujando con una mano el cochecito del bebé mientras escrolea su teléfono; una pareja muda, sentada en un banco, en la que cada quien mira su pantalla; una mujer que corre hablando en videoconferencia. Las únicas personas que no están contemplando sus black mirrors son otros runners y tres ancianas en unas sillas, compitiendo por quién tiene más dolores y enfermedades.
No los juzgo, también despilfarro mi tiempo y mis neuronas escrutando píxeles desde que abro los ojos. Este derroche no me hace feliz, me deja una sensación de vacío y culpa por el desperdicio. Soy uno más en medio de esta pandemia. En los días siguientes, cuento en el metro y en el tren los pocos que no están apuntados con la nariz al smartphone ; son muy pocos, algunos llevan libros, pero no durará. Están acabando el resto de la novela que empezaron en las recién terminadas vacaciones y la lectura es una forma de alargar la sensación de libertad, como otros siguen con bermudas y ojotas en el metro.
Es el regreso a clases justamente. Europa empieza a experimentar la prohibición gubernamental en los colegios: los alumnos deben bloquear el teléfono durante toda la jornada. En la práctica, cada maestro maneja la prohibición como se le antoja, o puede. Un joven profesor de literatura me cuenta orgulloso su método para luchar contra su propia adicción y me muestra su nuevo teléfono retro, que solo le permite llamar y enviar SMS. Nadie está a salvo.
El tiempo perdido equivale a seis feriados
En Francia, el Ministerio de Economía publicó el 4 de septiembre una nota sobre el impacto económico que esta dependencia tiene en el mundo del trabajo. “Algunos estudios sugieren que los empleados podrían pasar entre veinte minutos y dos horas y media de su jornada laboral consultando su smartphone por motivos no relacionados con su actividad profesional”, explica el autor del informe, el investigador Solal Chardon-Boucaud en una entrevista a Le Monde.
La pérdida de actividad provocada por esta economía de la distracción costó unos 10.000 millones de euros en 2023, lo que representa el 0,4 % del producto interior bruto (PIB) de Francia, sostiene el investigador. Si se tiene en cuenta que un día feriado supone para la economía francesa una pérdida de ingresos de 1.750 millones de euros, es decir, el 0,06 % del PIB, según los cálculos del Observatorio Francés de Coyuntura Económica, la pérdida por mirar boludeces en el teléfono equivale a seis días feriados al año.
Aparte del tiempo perdido, ya nadie ignora los efectos colaterales: fatiga visual, insomnio, sedentarismo, aumento de la miopía, baja autoestima, ansiedad, depresión, estrés, aislamiento social, descenso en la atención y memoria, problemas en la imagen corporal, bajo rendimiento académico, dismorfia corporal, sobrecarga cognitiva, alteraciones del ritmo circadiano, dificultades de comunicación e incremento del riesgo de ciberacoso y conductas impulsivas en todas las edades.
La sobreestimulación del sistema de recompensa cerebral mediante la dopamina (el neurotransmisor del placer) nos provoca adicción, insatisfacción y sufrimiento. De los trastornos autodestructivos por esta dependencia hablan muy bien el psicólogo social Jonathan Haidt (La generación ansiosa: Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes) o la psiquiatra Anna Lembke (Generación Dopamina ). Y de los yonkis digitales ya empiezan a ocuparse organizaciones como Adictos Anónimos a la Tecnología e Internet, que funcionan con los programas de 12 pasos como los de Alcohólicos Anónimos. En lo que me respecta, me preocupa la paradoja de que la paso mejor leyendo libros con sustancia que estupideces efímeras, pero por facilidad me entrego al escroleo sin ninguna fuerza de voluntad. Pero hay otro aspecto que me llama la atención y del que se habla menos o se da por sentado, la idea de que lo virtual se impone sobre lo real. Y la trampa está en que mucho de lo que pensamos como virtual es real y lo que suponemos es una experiencia de realidad es, en verdad, ficticia. Está claro que en las pantallas no vemos a las personas ni a los paisajes, sino una versión transfigurada, mediatizada, para restituir lo mejor posible no la realidad, sino la percepción que tenemos de ella sin más intermediarios que los ojos o los oídos. Lo real es lo que existe independientemente de la mediación técnica, pero no tenemos un acceso directo, sino a través de nuestros sentidos. Y no vemos todos los colores ni escuchamos todas las frecuencias, sino las que nos permite nuestro hardware humano. También podemos decir que uno no conoce a otra persona, sino que uno crea su propia versión de ella en el cerebro a partir de todo tipo de percepciones e interpretaciones. Por eso lo que llamamos real tiene mucho de construcción mediatizada.
En cuanto a la entrega deliberada a la virtualidad, ¿acaso no es lo que hacían ya la literatura o la religión? Después de todo, ambas nos proponen sustraernos de la cárcel de la inmediatez en la que nos encontramos para acceder a una verdad que está en otra parte. Ya sea la promesa de la verdadera vida después de la muerte o la salida de la caverna de Platón.
El problema con el uso que le damos a las pantallas parece ser menos el de la virtualidad que la basura que nos gusta comer. Tal vez encontremos en un futuro cómo modificar el paladar. Mientras, podemos esperar que, como en Matrix, nos enchufemos un cable a la nuca para descargar todo tipo de conocimientos de calidad. De todos modos, cuando miramos a nuestro alrededor, nadie quiere realmente la píldora roja.
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