Well, he knocked out a lynch mob
He was criticized
Old women condemned him
Said he should apologize
Then he destroyed a bomb factory
Nobody was glad
The bombs were meant for him
He was supposed to feel bad
—Bob Dylan, «Neighborhood Bully»
Pocas semanas después de la publicación de Eichmann en Jerusalén, Gershom Scholem le escribió a su amiga Hannah Arendt bastante enojado. En su libro, la filósofa responsabilizaba parcialmente a las organizaciones judías por el éxito de los nazis en aniquilar a dos tercios de los judíos europeos. Esa fue su conclusión después de presenciar el juicio contra Eichmann. En uno de los pasajes más duros, hoy célebre, Arendt escribió: “Toda la verdad era que, si el pueblo judío hubiera estado realmente desorganizado y sin líderes, habría habido caos y mucha miseria, pero el número total de víctimas difícilmente habría sido entre cuatro millones y medio y seis millones de personas”.Scholem empieza aclarando que no quiere discutir la precisión de los hechos. Lo que le molesta es el tono usado para describirlos: “Hay algo en el idioma judío que es completamente indefinible, pero plenamente concreto: lo que los judíos llamamos ahavath Israel, o amor por el pueblo judío. En vos, mi querida Hannah, como en tantos intelectuales provenientes de la izquierda alemana, no hay rastro de eso”.
Para demostrar lo que considera la “frivolidad” de Arendt (él usa la palabra inglesa “flippancy”), Scholem menciona cuando ella se refiere al rabino Leo Baeck, jefe del Judenrat del Gueto de Theresienstadt, como “el Führer judío”. Si bien Arendt justifica la expresión diciendo que así lo llamaban tanto judíos como alemanes, Scholem asegura no haber escuchado jamás a nadie usar ese término. Reconoce que el accionar de Baeck podría haber sido reprochable, pero nunca al punto de merecer el epíteto irónico de “Führer”.
La polémica entre ambos es una de las más fascinantes y amargas de la historia judía moderna. Ella contesta con evasivas y medias verdades. Se escuda, por ejemplo, en que no estaba escribiendo sobre la historia de la Shoah (todavía no se había popularizado el término, ella usaba “Solución Final”) sino solo una crónica del juicio a Eichmann. Que solo consignaba lo que se había dicho en el Tribunal, y que fue el fiscal Gideon Hausner quien preguntó varias veces sobre la colaboración judía: “¿por qué no se rebelaron?”. Es cierto, aunque la incomprobable afirmación de que sin los “líderes judíos” el número total de víctimas hubiera sido menor es toda suya.
Sin embargo, creo que la frialdad que muestra en la discusión es simulada. Aunque ella dice no sentir amor por el pueblo judío —porque dice no amar a ningún colectivo sino solo a personas individuales—, hay en su hipérbole contrafáctica una bronca que nace precisamente de su identidad judía. “En todo este asunto puedo confesarte una cosa: la injusticia cometida por mi propio pueblo naturalmente me indigna más que la injusticia cometida por otros”, admite.
Sé que esta afirmación puede ser usada por judíos de izquierda para criticar el accionar de Israel en la guerra contra Hamás. Yo la siento propia porque me sublevan esos judíos más que un, digamos, Luis D’Elía. Un amigo me dijo sobre un posteo aberrante de la periodista Hinde Pomeraniec: “yo decidí no cruzar judíos en público, pero a veces cuesta”.
Es cierto que con el antisemitismo rampante que circula, cargar las tintas contra los nuestros pueda resultar inoportuno. Pero siento cómo me hierve la sangre cada vez que los leo alimentando con argumentos falsos a esos mismos antisemitas. El daño que hizo el escritor israelí David Grossman al insinuar que Israel está cometiendo genocidio es incalculable. Aunque no dijo exactamente eso, sino algo mucho más rebuscado:
Durante muchos años, me negué a usar esa palabra: genocidio. Pero ahora no puedo evitarlo, después de lo que leí en los diarios, las fotos que vi, y después de hablar con gente que estuvo ahí. Pero verás, esta palabra se usa principalmente para dar una definición o con motivos legales; en lugar de eso, quiero hablar como un ser humano que nació en el medio de este conflicto, cuya vida entera se vio devastada por la Ocupación y por la guerra. Quiero hablar como alguien que hizo todo lo que pudo para evitar llamar a Israel un Estado genocida. Y ahora, con inmenso dolor y un corazón roto, tengo que aceptar que está ocurriendo frente a mis ojos. “Genocidio”. Esta palabra es una avalancha: una vez que la decís, sigue creciendo. Y trae aún más destrucción y sufrimiento.
Tenemos que encontrar una manera de salir de esta asociación entre Israel y el genocidio. Primero y principal, no tenemos que permitir que gente con sentimientos antisemitas use y manipule esta palabra.
Como se ve, ni siquiera dice que Israel esté cometiendo un genocidio, sino que le incomoda la asociación con la palabra. “¿Cómo hacemos para salir de esa asociación entre Israel y el genocidio?”, se pregunta. La respuesta es obvia: empecemos por no decir nosotros que eso es lo que está pasando, ¿no? (No voy a argumentar acá en contra de la idea de que Israel está cometiendo un genocidio. Para mí es tema saldado y no opinable. Ante la duda, podés leer esta nota.) Pero mi amigo que no cruza judíos en público fue lapidario: “Quiere que le den el Nobel”.
El problema no es criticar a Netanyahu sino hacer lo que hizo Arendt con Leo Baeck: equiparar lo que pasa hoy con la Shoah. A favor de ella, su indignación surgió al ver judíos colaborando con su propia destrucción, no a judíos haciendo precisamente lo contrario.
En una lamentable nota reciente en El País, Alejandro Katz sostiene que es solo una “disputa léxica” si se trata de genocidio o no. Una de las tantas deshonestidades del texto. Grossman al menos reconoce que es el problema central. Pero lo peor de la nota de Katz es esto:
Ya que no es posible la paz perpetua, la amistosa convivencia en todo lugar y en todo momento, contarnos entre quienes prefieren ser perseguidos que perseguidores: al perseguido le queda la esperanza de la fuga y la ilusión del refugio; el perseguidor está privado de toda esperanza.
En la misma línea, Martín Caparrós —que ahora se agregó el apellido Rosenberg de su madre, creyendo que eso le da salvoconducto para decir cualquier barbaridad, onda Tim Whatley convirtiéndose al judaísmo por los chistes, pero peor— afirmó que “del Holocausto se vuelve; del genocidio no”, después de comparar la hambruna en Gaza con el Hungerplan nazi.
Hay una doble deshonestidad en estas afirmaciones. Primero: los judíos perseguidos carecían de toda esperanza y del Holocausto no volvimos. No solo seis millones no volvieron: el pueblo judío en su conjunto tampoco. Todavía no alcanzamos la cantidad pre-Holocausto: éramos 16,6 millones en 1939 y hoy somos 15,8. Segundo, y más grave: ¿están seguros de que, ante la posibilidad real de ser aniquilados, elegirían eso antes que defenderse? Es muy fácil decirlo desde la comodidad de un teclado.
Scholem le reconocía a Arendt que el problema de los Judenrat había sido uno de los capítulos más oscuros de la historia judía, pero críticó la frivolidad y superficialidad de su tratamiento: “Los Judenrat existieron. Algunos de los miembros eran canallas, otros santos. He leído mucho sobre ambos. También había muchas personas comunes, como la mayoría de nosotros, obligadas a tomar decisiones bajo condiciones que nunca se repetirán y que son imposibles de reconstruir. No tengo idea si hicieron lo correcto o lo incorrecto. No pretendo juzgar. Yo no estuve ahí”.
Pero a estos Judenrat modernos sí los podemos juzgar, porque no están obligados a tomar decisiones bajo condiciones extremas. Muy tranquilos en sus casas, para limpiar sus consciencias individuales, proclaman “no en mi nombre”. El Estado de Israel se fundó precisamente para dejar de ser perseguidos. Ellos dicen preferir ser perseguidos sabiendo que ahí está Israel para protegerlos. Quieren lo mejor de ambos mundos.
Sus declaraciones, además, prolongan la guerra y el sufrimiento. Lo mejor que podría pasar es que Israel derrote a Hamás cuanto antes y se termine todo esto. Las acusaciones de genocidio y las promesas europeas de reconocimiento de un Estado palestino le dan aire a Hamás. Pero prefieren salvar una supuesta superioridad moral que no tienen.
Mi abuelo se escapó no una, no dos, sino tres veces de ser deportado por los Ustachas a Jasenovac. Las primeras dos fugas ocurrieron en un cuartel de Sarajevo: primero se escabulló entre los familiares que venían de visita (todavía no se llevaban a las mujeres), y después de que lo capturaran y devolvieran al cuartel, se hizo pasar por sordo cuando inexplicablemente liberaron a los sordos.
La tercera fuga siempre me impresionó por su simplicidad casi absurda. Los judíos marchaban por una calle, custodiados por soldados apostados cada 50 metros a ambos lados. Era domingo y las veredas estaban llenas de gente paseando. Mi abuelo fue acercándose de a poco al cordón hasta que, en un momento, dio un saltito y se quedó parado en la vereda, mirando pasar a los deportados como un transeúnte más.
Lamentablemente éramos como corderitos —dice en el video que tengo de la USC Shoah Foundation, grabado en 1996—. La gente nunca pensó que iba al exterminio. Pensó que va a ir, le van a dar un trabajo, van a trabajar los años de guerra y van a volver a sus casas, porque nunca se dijo que los iban a matar, que los iban a quemar en cámaras de gas. Nunca se habló de esto. El único fui yo que, no sé, se me prendió una lamparita y yo siempre decía “yo me tengo que escapar; sea como sea, yo me tengo que escapar”.
Quizás sea que no me puedo olvidar de mi abuelo y, a diferencia de Katz y Caparrós Rosenberg, no quiero ser un corderito.
En cuanto a la línea del “Führer judío” en Eichmann en Jerusalén, fue retirada en la segunda edición. Se descubrió que Arendt había sacado la información del libro La destrucción de los judíos europeos, de Raul Hilberg, y que quienes usaban esa expresión para referirse a Leo Baeck no eran “alemanes y judíos” sino solo un nazi: Dieter Wisliceny, un miembro de las SS subordinado de Eichmann.
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