ZIPERARTE
El Cable Francés

#12 | El kilómetro muerto

La cobertura mediática del conflicto palestino-israelí invierte la regla periodística de proximidad: los medios occidentales empatizan más con lo ajeno que con lo cercano.

Se la conoce como la regla “del kilómetro muerto”; otros la llaman con el nombre más académico de Ley de McLurg. La idea, nacida en las redacciones de la prensa británica, es que la relevancia periodística de un acontecimiento disminuye a medida que aumenta su distancia. Así, visto desde Londres, un británico muerto equivale a cinco franceses muertos, 20 egipcios muertos, 500 indios muertos y 1.000 chinos muertos en términos de cobertura merecida o noticiabilidad.

La proximidad geográfica, pero también la identificación (cultural, religiosa), explica que ciertos hechos sean reseñados (o no) en función del impacto que, se presume, tendrán en el público. La ley, popularizada en la década del ’70, es una lógica de círculos concéntricos de interés: me importa primero lo que le ocurre a mi familia, luego a mis amigos, vecinos, después a mi ciudad, etcétera. “Lo que me toca de cerca”.

En alguna medida, hoy la ley se sigue cumpliendo. Lo observamos, por ejemplo, en el deporte. El hockey femenino, la Fórmula 1 o la liga de fútbol de Estados Unidos se vuelven súbitamente dignos de atención para muchos a partir del momento en que algún compatriota brilla en la disciplina. El “ganó” se convierte en “ganamos”. Ocurre también a la hora de reportar sobre catástrofes. “¿Había argentinos en el avión que se cayó en India?”. Al revés, la final del mundial de cricket en India-Pakistán, por más que movilice a millones en cierta parte del mundo, no mueve un pelo en Sudamérica. No nos sentimos implicados.

Sin embargo, la tecnología ha cambiado parcialmente este paradigma. Por un lado, los medios locales dedicados a la información local fueron absorbidos por grandes conglomerados ubicados en los mayores centros urbanos. ¿Quién va a reportar entonces sobre lo que ocurre a la vuelta de la esquina en lugares chicos, cosas que pueden ser muy relevantes pero para muy pocos? Y, sobre todo, internet abolió el tiempo y las distancias, al punto que una noticia es accesible de inmediato en cualquier parte.

Uno puede armar su burbuja informativa con una selección exclusiva de cosas que “lo tocan” independientemente de la geografía, por lo que para muchos el sitio desde donde observa la pantalla es anecdótico. Lo que lleva a una doble fragmentación: cada vez son menos los vínculos con quienes compartimos el espacio material y desarrollamos vínculos decisivos con lugares remotos, pero que nos movilizan más que el vecindario.

Quienes no esperaron a internet para apasionarse por asuntos lejanos son los cronistas de Internacionales, ya sea desde el “desk” en una redacción, enviado especial o corresponsal. No me refiero a quienes circunstancialmente deben encargarse del rubro, lo que suele ocurrir en un medio donde todo el mundo hace de todo, sino al que se especializó. He visto galerías de personajes en esta sección cumpliendo distintas funciones, desde el que relata los hechos del mundo sin jamás haberse despegado de la silla de la oficina hasta el que está siempre alerta para saltar al primer avión con el chaleco antibalas cuando estalla una guerra. Pero si hay algo que he comprobado, en ambos lados del Atlántico y en todos los puestos de la cadena informativa, es el lugar que ocupa en el imaginario de ellos el conflicto palestino-israelí. Es el “una que sepamos todos” de los medios. Siempre está. La febrilidad de la región varía; un día es el tema principal, un tiempo después nuevamente un ruido de fondo, pero nunca desaparece de las noticias. La pregunta es por qué.

La inversión de la ley

Desde el punto de vista de la Ley de McLurg, este protagonismo no resulta evidente. Las redacciones occidentales están a miles de kilómetros del epicentro de la violencia e integradas principalmente por cristianos, mientras que los que se matan son esencialmente judíos y musulmanes, israelíes y árabes. En los últimos años, tras el pogrom palestino en Israel y la consecuente guerra buscada y conseguida en los términos de Hamás, la prensa ha dado un espacio al conflicto, ya sobremediatizado, como pocas veces en la historia. Se podría decir, siguiendo la narrativa de algunos de los principales medios de comunicación como de partidos de izquierda —a veces cuesta diferenciarlos—, que la amenaza o existencia de un “genocidio” justifica ampliamente esta cobertura. Ahora bien, en los últimos 10 años (2015-2025) ha habido varios genocidios reconocidos y probados jurídica u oficialmente. El único jurídicamente reconocido en los últimos 10 años es el cometido contra los yazidíes a manos del Estado Islámico (2021 por parte de UNITAD, el Equipo Investigador de las Naciones Unidas para promover la rendición de cuentas por los crímenes cometidos por Da’esh/ISIL). En Sudán, el Senado de Estados Unidos reconoció jurídicamente la existencia de un genocidio por parte de las Fuerzas de Apoyo Rápido, integradas principalmente por milicias árabes, con el respaldo de Arabia Saudita, con un saldo provisorio de hasta 150.000 víctimas. La Corte Penal Internacional (CPI) investiga el caso desde 2005 y aún no ha emitido una sentencia condenatoria. La Corte Internacional de Justicia (CIJ) desestimó el expediente por problemas de jurisdicción sin pronunciarse sobre el fondo. Se podrá decir que la CIJ ordenó medidas provisionales a Israel ante un “riesgo real e inminente” de genocidio contra los palestinos. La misma CIJ que ordenó medidas preventivas y abrió un proceso contra Birmania por presunto genocidio contra la minoría musulmana rohinyá, aunque el tema tenga una cobertura periodística minúscula. Lo cierto es que ni la ley del “kilómetro cero” ni las pruebas o acusaciones explican el doble estándar entre el conflicto palestino-israelí y las otras situaciones, incluso más graves según criterios objetivos de personas afectadas, en los medios de comunicación.

La primera pista para entender lo que pasa la tuve una vez escuchando a un joven reportero que disfrutaba de su vida de bon vivant en París y tuvo la oportunidad de viajar a Oriente Medio en septiembre de 2005, cuando Israel se retiró unilateralmente de Gaza. El gobierno de Ariel Sharon ordenó entonces al ejército expulsar a unos 8.000 judíos que vivían en el enclave. Se vieron obligados a abandonar rápidamente sus casas y pertenencias, debiendo exhumar de los cementerios a sus familiares muertos para evitar que las tumbas fueran profanadas. Por falta de tiempo, las sinagogas fueron dejadas intactas para, inmediatamente, ser incendiadas por los palestinos. Recuerdo a este periodista que asistió a la expulsión de los judíos calificar las reacciones de los judíos echados de “histéricas”, una expresión que volvería a escuchar y leer mucho entre colegas en esos días, como si fuera una mera reacción nerviosa y caprichosa y no un momento humanamente desgarrador. También recuerdo su desprecio por los israelíes que se cruzó que compartían un modo de vida con él, pero observaban las prohibiciones de shabat. Al contrario, todas las prácticas que vio en los sectores árabes le resultaron deliciosamente exóticas. Fue entonces que empecé a percibir que la ley del “kilómetro muerto” podía estar funcionando al revés. Cuanto más se me parece el otro, menos consideración le tengo; cuanto más ajeno parece, más me toca.

Ya he contado varias veces lo que me llevó a escribir La traición progresista . Trabajaba como corresponsal para el suplemento del diario más progre de Argentina, donde durante años había publicado sin ningún tipo de censura. El día en que quise hacer una nota sobre el estallido de antisemitismo en las calles de París en los años 2000 (durante la segunda Intifada), me dijeron que fantástico, que querían hacer un especial sobre racismo. Cuando más tarde precisé que los que atacaban a los judíos con cifras récord desde la Segunda Guerra Mundial no eran skinheads , sino en gran parte árabes que importaban el conflicto de Oriente Medio, me dijeron que no, que “hay que ver lo que los israelíes les hacen a los palestinos”. Es decir, que si golpeaban a chicos en la calle (más tarde los violarían y matarían) por ser judíos en Francia, no había que contar esa historia porque los agresores no eran blancos, hoy dirían “racializados”, es decir, víctimas por definición.

Con el tiempo empecé a unir los puntos que explicaban por qué en Occidente la intelligentsia , de la que forman parte los periodistas de Internacionales, exigía estándares morales siempre inalcanzables para los judíos e israelíes y estaba dispuesta a mostrarse comprensiva (y cada vez más entusiasta) ante las salvajadas deliberadas más atroces por quienes no podían ser más distintos en su modo de vida que los propios reporteros. Esta paradoja alcanza el grado de caricatura en otros ámbitos, como el de la militancia woke de los Queer for Palestine. ¿Cuál es el grado de disonancia cognitiva que hay que tener para ponerse del lado del que no dudaría en lanzarte al vacío desde una terraza o arrastrarte por las calles atado a una moto y al mismo tiempo militar contra el único lugar en esa parte del mundo donde se celebra la Marcha del Orgullo

Por supuesto, también está la idea del “buen salvaje” de Jean-Jacques Rousseau, que creía que el hombre es naturalmente bueno y puro en su estado original, viviendo en la naturaleza, y que es la sociedad y la civilización las que lo corrompen y generan desigualdad, vicios y conflictos. El palestino es para estos periodistas una suerte de niño eterno, responsable de nada, víctima pasiva. Si teniendo Gaza el dinero para transformar el enclave en un nuevo Dubái, prefirieron usar todos los recursos para crear una prodigiosa red de túneles superior al metro de Londres con el único objetivo de matar israelíes mientras impedían que su propia población se guareciera en los túneles porque eran más útiles como escudos humanos, tenía que ser culpa de Israel.

Representaciones

Es notable cómo en la representación mediática del palestino, las noticias son ilustradas con ancianos, mujeres y niños, rara vez por miembros de Hamás, salvo cuando estos deciden, con la innecesaria complicidad de la Cruz Roja Internacional, hacer una puesta en escena de la liberación de secuestrados. Del mismo modo, el israelí es siempre mostrado bajo su peor aspecto: los impresentables ministros extremistas de Netanyahu o colonos armados hasta los dientes invocando la Biblia. El israelí promedio, mayoritario, que simplemente quiere vivir en paz con el vecindario y que no lo maten, debe ser muy difícil de encontrar, a juzgar por su escasa visibilidad mediática. Nunca se preguntarán por qué la violencia e intransigencia de Hamás convirtieron a la izquierda y el pacifismo israelí en algo electoralmente marginal.

Para el periodista occidental, el único diario israelí existente es Haaretz y las ONG que hay que escuchar son las de extrema izquierda; el único historiador israelí válido es Ilan Pappé; los únicos judíos ortodoxos ejemplares, la pequeña secta antisionista de iluminados de Naturei Karta.

En los reportajes y documentales, cuando se trata de traducir los testimonios de los palestinos, los llamados a matar “judíos” se traducen muchas veces como matar “israelíes” o, mejor aún, “fuerzas de ocupación israelíes”. Otro lost in translation clásico es hacer decir “resistencia” cuando el palestino dice “yihad”. Uno de los casos más recientes —aunque para nada aislado— fue el documental Gaza: How to Survive a Warzone , que incurría en ambas “aproximaciones” de traducción, pero acá el agravante era que el narrador era un niño gazatí de 13 años, protagonista del informe, y que resultó ser el hijo de un miembro del Gobierno de Hamás, cosa que la BBC se había abstenido de precisar hasta que la descubrieron.

En esos mismos días, el diario Le Figaro revelaba cómo Le Monde tenía en su propia redacción una pared con recortes que relativizaban el 7 de octubre y reproducían la propaganda antiisraelí más obtusa y sangrienta. El vespertino quitaría los recortes tras la revelación de Le Figaro, pero, poco tiempo después, tendría que volver a disculparse por haber llamado “mártir” al líder de Hezbolá, Hasán Nasralá, en su necrólogica. Había sido un “error tipográfico”, se defendió el diario de referencia francés.

Equivocarse siempre para el mismo lado

La cobertura de la guerra fue alevosamente sesgada desde el inicio. Para botón de muestra basta ver las crónicas del 17 de octubre con el incendio del hospital Al-Ahli de Gaza, atribuido inmediatamente y sin verificación más que los dichos de Hamás a un ataque israelí. El País escribía: “Un bombardeo alcanzó la noche del martes el patio de un hospital en Gaza, causando al menos 500 muertos, según el Ministerio de Sanidad gazatí”. Palabras más, palabras menos, afirmaron lo mismo CNN, BBC, The New York Times y Le Monde . Luego —¿importa ya si es luego?— corregirían, admitiendo que el desastre había sido provocado por un cohete de Hamás caído en Gaza. De todos modos, seguirían utilizando durante toda la guerra como fuente “el Ministerio de Sanidad” de Gaza y, luego, la “Defensa Civil”, como si no se tratara una y otra vez de entidades de Hamás, pródiga en números fantasiosos repetidos mecánicamente por la “prensa seria”. No hago “cherry picking”; ejemplos de parcialidad y deshonestidad sobran y, curiosamente, son errores siempre para el mismo lado. Tampoco se puede decir que fueran una manipulación nueva.

Quien ya había señalado el problema desde un lugar privilegiado fue Matti Friedman, nada menos que corresponsal en Jerusalén (2006–2011) de Associated Press, una de las mayores y más influyentes agencias de noticias del mundo. En 2014, Friedman publicó en Tablet un ensayo que ponía al desnudo las prácticas de sus colegas para “la construcción narrativa que es en gran parte ficción” (les recomiendo la lectura, no envejeció). El artículo, titulado «An Insider’s Guide to the Most Important Story on Earth», se centraba en la “obsesión hostil con los judíos” y en la desproporción de medios asignados para su cobertura en comparación con conflictos contemporáneos que tienen muchas más víctimas. Hoy, una década después, comprueba la pertinencia de lo que escribió entonces en una columna titulada «When We Started to Lie» y publicada en The Free Press.

Lo más importante que observé durante mi etapa como corresponsal en la prensa estadounidense, en mi opinión, estaba sucediendo entre mis colegas. La práctica del periodismo —es decir, el análisis informado de los turbulentos acontecimientos que tienen lugar en el planeta Tierra— estaba siendo sustituida por una especie de activismo agresivo que dejaba poco espacio para la disidencia. El nuevo objetivo no era describir la realidad, sino llevar a los lectores a la conclusión política correcta.

La historia de la que formaba parte proponía, en efecto, que los males de la civilización occidental —el racismo, el militarismo, el colonialismo, el nacionalismo— estaban encarnados en Israel, que era objeto de una cobertura mediática mayor que cualquier otro país extranjero.

Al enfatizar selectivamente algunos hechos y no otros, al borrar el contexto histórico y regional, y al invertir la causa y el efecto, la historia presentaba a Israel como un país cuyas motivaciones sólo podían ser malvadas, y responsable no sólo de sus propias acciones, sino también de provocar las acciones de sus enemigos. Descubrí que los periodistas activistas contaban con el respaldo de un mundo afiliado de ONG progresistas y académicos a los que nos referíamos como expertos, creando un bucle de pensamiento casi impermeable a la información externa. Todo esto tuvo como efecto presentar a una audiencia masiva una historia supuestamente basada en hechos reales que tenía un gran impacto emocional y un villano familiar.

El kilómetro muerto se dio vuelta. Una élite occidental busca expiar su pasado viéndose, erróneamente, reflejada en el espejo del israelí de hoy. Como si ensañarse obsesivamente con un Estado minúsculo formado por supervivientes del Holocausto y cuyos vecinos buscaron exterminar desde el primer minuto de vida permitiese lavar los propios pecados del colonialismo y el imperialismo europeo y estadounidense. El otro, el más alejado del kilómetro muerto, es el único que merece empatía, aunque entregue a propios y ajenos a un culto a la muerte para borrar, del Jordán al Mediterráneo, a quienes viven en un territorio del tamaño de Tucumán y levantaron el único oasis democrático en esa parte del mundo para minorías religiosas y sexuales. Esta obstinación sadomasoquista contra el país que defiende los valores occidentales y la defensa de los que buscan aniquilarlo son un proyecto suicida. El problema para ellos es que ni los judíos ni Israel quieren embarcarse en esa autodestrucción y, como decía Golda Meir: “Si tenemos que elegir entre estar muertos y compadecidos, o estar vivos con mala reputación, preferimos estar vivos y con mala imagen”.

Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.

Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla miércoles por medio).

Compartir:
Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

Seguir leyendo

Ver todas →︎

#11 | Yo quiero a mi bandera

Los jóvenes occidentales rechazan los símbolos patrios mientras abrazan causas ajenas. Un fenómeno que revela el autoodio cultural y la crisis de identidad en Europa.

Por

#10 | La demografía es el destino

No me quita el sueño que vayamos a ser menos humanos. Lo inquietante es ver cómo los más educados se extinguen por exceso de previsión mientras otros se multiplican.

Por

#9 | Mejor que Shakespeare

Aunque fuera perfecta, yo rechazaría una obra creada por IA. Para entender mi propia resistencia, exploré lo que ocurre en mi campo: el periodismo transformado por algoritmos.

Por