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Durante la última semana, la sucesión de Beatriz Sarlo invadió el debate público. El tuit de una influencer del buen gusto –ya eliminado– fue el primer paso en una historia que, hasta el momento, incluyó comunicados de amigos y allegados a la escritora, notas firmadas que atribuían al encargado del edificio facultades sobre el departamento y la gata de Sarlo, posicionamientos públicos a favor de los amigos o del portero, memes, lamentos en Whatsapp, notas en suplementos culturales y revistas digitales, y hasta coberturas extendidas en programas de chimentos.
El caso Sarlo no es una rareza, sino el síntoma más reciente de un problema estructural: en la Argentina, las carencias institucionales en el ámbito de la custodia del patrimonio cultural favorecen la dispersión de los legados culturales hacia limbos judiciales, el extranjero o el olvido.
Un ejemplo es el de la correspondencia de Victoria Ocampo: 30.000 cartas suyas fueron adquiridas por la Houghton Library de Harvard a comienzos de los años ’90. Información sobre el conjunto documental está disponible en su catálogo en línea, con información de cada ítem y la historia de su adquisición, pero no ofrece acceso digital al contenido de los documentos. Allí podemos leer también que la Academia Argentina de Letras había microfilmado las cartas antes de que se terminara la catalogación, pero en su catálogo digital no figuran.
El resto del legado documental de Victoria se custodia en Villa Ocampo, en la localidad bonaerense de Beccar. El Programa Memoria del Mundo de la UNESCO reporta “11.000 libros, 2.500 publicaciones periódicas, 1.000 fotografías, papeles, manuscritos, discos, partituras, una colección completa de la revista Sur, encuadernada y anotada por Victoria Ocampo, una colección con los libros que se conservan de la editorial Sur y otros documentos”. En los múltiples sitios web que parece haber sobre el Centro de Documentación, todos más o menos oficiales, no hay un detalle de las piezas.
La digitalización podría, para algunos, resolver el problema de la dispersión. Pero no todo se digitaliza, y no todo lo que se digitaliza se ofrece en acceso público.
En la Firestone Library de la Universidad de Princeton se pueden encontrar: cuadernos, dibujos y cartas de la hermana de Victoria, Silvina; diarios y manuscritos de Ricardo Piglia, incorporados tras la compra a su agente literario Guillermo Schavelzon; guiones, fotos y papeles personales de Edgardo Cozarinsky, quien los vendió entre 2016 y 2018; escritos y dibujos de Alejandra Pizarnik; el archivo de Juan Gelman, y más. Un caso aún más curioso de esta trama de ineficiencia crónica en el cuidado de lo nuestro es el Digital Archive of Latin American and Caribbean Ephemera (Archivo Digital de Efímera de América Latina y el Caribe), un catálogo riquísimo repleto de cartelería y folletería política de todo el continente. Argentina es el país que más papeles ha aportado, con 6.404, seguida por Bolivia (5.302) y Chile (3.905).
La digitalización podría, para algunos, resolver el problema de la dispersión. Pero no todo se digitaliza, y no todo lo que se digitaliza se ofrece en acceso público: de los más de 30.000 papeles de Amancio Williams adquiridos por el Canadian Centre for Architecture sólo podemos acceder digitalmente a poco más de 400. El archivo personal de Carlos Thays, donado al Archivo Histórico de la Ciudad de Buenos Aires en 2009, está íntegramente digitalizado y descrito, pero no puede consultarse en ningún sitio oficial del GCBA. Lo mismo sucede con múltiples archivos personales de filósofos, arquitectos y artistas visuales; con archivos fílmicos, con archivos de arquitectura y urbanismo, con archivos de editoriales.
El caso de Adolfo Bioy Casares ilustra esta deriva de forma muy clara. Su biblioteca de 17.000 volúmenes –que incluía no sólo sus libros sino también los de Silvina Ocampo, parte de la biblioteca de Borges y marginalia con anotaciones a cuatro manos– siguió el patrón habitual. En 2000, la Universidad de Princeton intentó comprarla para trasladarla a Estados Unidos, pero una serie de muertes familiares desencadenó un juicio sucesorio de 15 años que mantuvo estos materiales en un limbo judicial. Recién en 2017, bajo la dirección de Alberto Manguel en la Biblioteca Nacional, una colaboración público-privada excepcional logró reunir los 400.000 dólares necesarios para comprarle la biblioteca a los herederos y donarla a la biblioteca. El propio Manguel advirtió entonces sobre la urgencia: “Los manuscritos no se pueden ir al extranjero. La Universidad de Virginia tiene 60 manuscritos de Borges. No tenemos que permitir que suceda esto en la Argentina, porque estamos perdiendo nuestro pasado”. Ocho años después, el proceso de catalogación de la donación continúa. No hubo desde entonces otras adquisiciones de este tipo.
Esfuerzos patrióticos
En el prólogo a su Historia de la Literatura Argentina, de 1920, Ricardo Rojas escribe: “Grande ha sido mi esfuerzo previo de información, precisamente porque nuestra cultura pública está sin organizarse. Tenemos archivos, pero no tenemos catálogos. La pesquisa suele realizarse, entre sombras y escombros, con la intuición por luz y la ventura por lazarillo. Y aun así, nuestras mejores fuentes han sido, no el sedimento de una vieja organización colectiva, como la de Francia; no el acervo institucional del estado, como en Alemania; sino la previsora acumulación particular de ciudadanos como Segurola, Mitre o Carranza, quienes reunieron libros y documentos para el historiador y el filósofo que vendría después de sus patrióticas vidas”.
Más de un siglo después, la situación no es diferente: ante la ausencia de una organización pública de la cultura son los esfuerzos patrióticos de particulares los que aseguran la preservación de esos documentos. La acumulación previsora sobrevive hoy en las fundaciones y asociaciones civiles que Rojas habría celebrado, como el CEDINCI, la Fundación Espigas, la Fundación IDA, la Fundación Larivière, entre tantas otras, que preservan, describen, catalogan y ofrecen acceso público a sus colecciones y fondos de escritos políticos, documentos de arte, piezas de diseño o fotografías. Persisten las iniciativas de fortalecimiento institucional como las de la Fundación Bunge y Born y la Fundación Williams.
Pero incluso esa preservación resulta insuficiente si no existen los instrumentos para darla a conocer al público y conectarla con el mundo. Los catálogos cuya ausencia lamentaba Rojas son el resultado del trabajo cotidiano sostenido de bibliotecarios, archivistas y conservadores, los practicantes de la custodia: una tradición cuasi secreta de la civilización que fabrica y moldea el futuro de la cultura, que es lo mismo que decir el futuro. Más antigua que la academia, la literatura o el arte, con una perspectiva temporal mucho más larga que cualquiera de ellas –su tiempo es el largo plazo–, la custodia transforma objetos dispersos en conjuntos coherentes, protege cuadros y esculturas para que personas que no conocemos y aún no existen puedan aproximarse a la misma experiencia estética que nosotros, cataloga libros y clasifica documentos para permitir un diálogo interminable a través de las distancias y las eras.
En ocasión de la muerte de María Kodama, la misma Sarlo ofreció declaraciones sobre el legado de Borges que ilustran esta desconexión.
Aun así, la práctica de la custodia se sostiene a menudo contra las estructuras administrativas de sus propias instituciones, en trabajos técnicos de largo aliento menospreciados, subfinanciados y adulterados por concepciones anacrónicas y completamente deficitarias de la gestión cultural. En ocasión de la muerte de María Kodama, la misma Sarlo ofreció declaraciones sobre el legado de Borges que ilustran esta desconexión. Sugirió que la Biblioteca Nacional debía crear “un archivo Borges”, cuando ya existe un Centro de Estudio y Documentación Jorge Luis Borges y propuso “buscar modelos de archivos de escritores para que no suceda que terminen en Harvard (…) donde consulté la correspondencia de Victoria Ocampo”. Ciega ante los esfuerzos locales existentes, Sarlo imagina un archivo a imagen y semejanza del que ella conocía y llega a decir: “El archivo de Harvard tiene una organización perfecta y no piden pasaporte ni documentación extraterrestre para ponerlo a tu disposición”. Su perspectiva es la de una usuaria. Los usuarios, por más avanzados que sean, no saben ni deben diseñar los sistemas que les asisten.
Quizá sea el culto de la figura de Borges, entronizado como legendario director de nuestro templo de los libros, lo que nubla el juicio de sus más fervientes seguidores, volviéndolos incapaces de reconocer, aun cuando lo tienen delante de sus propios ojos, que el libro forma parte de un ecosistema que ni empieza ni termina en los escritores. Esa tradición –en la que se entroncaron Horacio González, Alberto Manguel y Juan Sasturain– es la que bloquea el desarrollo de instituciones de custodia adecuadas. Aislados, infantilizados e invisibilizados, bibliotecarios y archivistas quedan librados al mundo salvaje de la materia sosteniendo la tarea de imponer orden al caos en las condiciones más adversas. Detrás de cada investigador que firma un paper sobre sus últimos hallazgos en una biblioteca hay un sinnúmero de custodios que se encargaron de forma completamente anónima de volver citable y utilizable aquellos documentos para el resto de la humanidad.
Competitividad cognitiva
Para que estos esfuerzos particulares rindan plenamente, incluso los que se realizan en instituciones públicas, debemos, entre otras cosas, reformar el marco legal vigente. A escala nacional, la Ley de Régimen del Registro del Patrimonio Cultural, de 1999, y la Ley Régimen de la Propiedad Intelectual, de 1933, instauraron sus propias metodologías de registro y bases de datos sin coordinación entre sí; hay quienes dicen que existe un museo del depósito legal oculto en el Ministerio de Justicia. A escala municipal, en la Ciudad de Buenos Aires, la ordenanza que en 1994 creó el Registro Único de Bienes Culturales y la Ley de Patrimonio Cultural, de 2003, que demanda registrar “bienes muebles e inmuebles, ubicados en el territorio de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, cualquiera sea su régimen jurídico y titularidad”, replican esta fragmentación. Es urgente articular de forma tecnológicamente robusta y sustentable redes nacionales de catálogos interoperables, como los que existen, sin ir más lejos, en Chile; como el catálogo Acceder que la misma Ciudad de Buenos Aires supo construir de forma absolutamente vanguardista en 2007 y hoy sólo es accesible en la Wayback Machine del Internet Archive. La Ley de Mecenazgo Cultural, por otra parte, debe reducir su carga burocrática, permitir financiamientos plurianuales, aumentar sus porcentajes de overhead y diversificar las líneas de financiamiento según disciplinas, para adecuar su funcionamiento a las buenas prácticas internacionales.
La cuestión trasciende lo patrimonial: sin instrumentos modernos de registro y difusión de su patrimonio cultural, la Argentina renuncia a ser el centro de información y referencia sobre su propia historia e identidad. En la era de la inteligencia artificial, esa pérdida se vuelve estratégica. Preservar, describir y compartir nuestros catálogos de patrimonio cultural no es un acto simbólico sino una inversión en competitividad cognitiva. Sin custodia fortalecida, la Argentina quedará reducida a una nota al pie de los algoritmos que hoy narran la historia del mundo.
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