La primera vez que lo vi con claridad fue una tarde calurosa del 12 de julio de 1998 en un departamento parisino. En el salón habían improvisado un aperitivo con cervezas que a nadie se le había ocurrido enfriar. Frente a la televisión —todavía de tubo catódico—, yo era el único no francés de la decena de amigos que nos habíamos juntado a ver la final del Mundial: Francia-Brasil. “¿Ustedes por quién están?”, preguntó el que llenaba los vasos. Pensé que era joda o que había escuchado mal. Y entonces agregó: “Yo quiero que ganen los brasileños, van a ser mucho más felices que nosotros, lo necesitan”. Una chica coincidió, recordando la pobreza en un tercer mundo en donde nunca había puesto un pie. Yo escuchaba incrédulo el tono paternalista hacia el poderoso enemigo hereditario del argentino en el planeta Fútbol.
Atribuí entonces la actitud a dos cosas: primero, a la falta de cultura futbolística de una parte significativa de los franceses, que menospreciaban entonces un deporte “para beaufs “, expresión peyorativa para referirse a gente simplona y ordinaria. En esos días de verano, en el país organizador que jamás había ganado un Mundial, la prensa progre proponía con esnobismo a sus lectores una agenda de eventos alternativos para esquivar toda la vulgaridad invasiva de un acontecimiento moldeado por un marketing embrutecedor y los más bajos instintos nacionalistas.
Mi segunda hipótesis era lo que llamo “el síndrome de Astérix”: ante cualquier situación, el francés se sitúa pavlovianamente del lado del que percibe como el más débil. Aplica tanto a los espectáculos deportivos como a los conflictos mundiales.
Esa tarde no existía el menor indicio de fervor nacionalista entre mis amigos, lo que para un sudamericano, que considera la casaca nacional como una extensión del pasaporte, era una extrañeza. Retrospectivamente, me di cuenta de que nadie había traído una bandera o siquiera una camiseta de los Bleus. No me cabe duda de que, de lo contrario, habría sido visto como un extraño elemento para consumo irónico o un fascista saliendo del clóset.
Mis amigos no sabían muy bien cómo gestionar la novedad de ganar un Mundial y, como muchos, simularon entregarse a la algarabía sin más cantitos para celebrar que los soporíferos “Allez les bleus” y “Et un, et deux, et trois zéro”, el marcador final ante Brasil.
En el plano político, la victoria fue inmediatamente instrumentalizada por aquellos mismos que denunciaban hasta la víspera el pan y circo del fútbol y ahora veían en el triunfo de la Selección la irrefutable prueba del éxito de la Francia multicultural, bautizada “Black, Blanc, Beur” (Negra, Blanca, Árabe). La ilusión estallaría cuatro años después con Jean-Marie Le Pen calificándose en el balotaje de las presidenciales y las siguientes polémicas sobre los Bleus alrededor de acusaciones cruzadas de racismo entre los jugadores en el desastroso Mundial de Sudáfrica (2010) y, paradójicamente, en la conquista del segundo Mundial (2018), donde tanto la izquierda decolonial como la extrema derecha local e internacional decían que había sido la victoria de un país africano debido al color de los jugadores. En dos décadas, el mandato del establishment francés de observar la composición cromática de la selección para interpretarla políticamente había sido reemplazado por el imperativo de ignorar la apariencia de un equipo donde escaseaban los blancos.
La libertad guiando al pueblo
En el transcurso de esas décadas en Francia, el uso de los símbolos nacionales y, en particular, la bandera, se convirtió en un tema de controversia. El auge del Frente Nacional, los periódicos desmanes en los suburbios con fuerte presencia de jóvenes originarios de África, el desastroso partido de “reconciliación” Francia-Argelia (2001) con el himno argelino respetado y la Marsellesa abucheada en el Stade de France (Chirac abandonó el estadio), el ascenso del islamismo, los atentados que se volverían cada vez más frecuentes, convirtieron la definición del ser nacional en una discusión existencial. El entonces presidente Nicolas Sarkozy buscó imponer un debate sobre el asunto, proyecto que naufragó sin llegar a ninguna orilla.
Restaba el asunto de la bandera: ¿por qué la misma tela tricolor que truena en el cuadro de Eugène Delacroix La libertad guiando al pueblo (1830) se había convertido en un símbolo de la derecha nacionalista o extrema derecha mientras, al mismo tiempo, ya no había rastro de ella en las manifestaciones de izquierda? Desde hace años, mucho antes del 7 de octubre de 2023, es fácil comprobar que en cualquier protesta de izquierda, aunque no esté ligada a la situación en Medio Oriente, abundan las banderas palestinas y las francesas brillan por su ausencia. Este fenómeno se repite en otros países europeos y, cada vez más, en Estados Unidos y en las capitales más prósperas de América Latina (aunque en la región la alergia al pabellón nacional no ha llegado —¿aún?— tan lejos).
Si hay un país donde ondear la bandera nacional es un problema, es España; la cintita en la muñeca con los colores rojo y amarillo equivale a ser un “facha”. Se podría alegar que el franquismo y el nacionalismo de Vichy mancharon de manera indeleble las insignias patrias. Pero lo mismo ocurrió con las banderas de Reino Unido y Estados Unidos, los aliados que derrotaron al nazismo. Es entonces cuando invocan como motivo el colonialismo y el imperialismo, pecados originales de Occidente, por lo que cualquier uso positivo de su simbología remite a una complicidad con una historia criminal. El imperialismo y el colonialismo —podríamos incluir la esclavitud hasta la actualidad— están, sin embargo, lejos de ser una singularidad occidental.
Morir por la patria
Las encuestas son consistentes: los jóvenes occidentales ya no están dispuestos a morir por la patria en caso de invasión. En 2022, la Universidad de Quinnipiac en Estados Unidos llevó a cabo un estudio sobre cómo reaccionarían los estadounidenses en caso de invasión por parte de Rusia. Según la encuesta , el 55% de los estadounidenses aseguraron que presentarían batalla y dos tercios de los encuestados de entre 50 y 64 años afirmaron que se quedarían peleando. Estas cifras variaban perceptiblemente si uno se enfocaba entre quienes tenían entre 18 y 34 años, mucho más dispuestos a huir, ya que sólo un 45% de los consultados aseguraba que se quedaría a combatir, una deserción más acentuada entre los simpatizantes demócratas.
Existe otro estudio más reciente, de 2024, a cargo del Center for the Governance of Change (CGC) de IE University en colaboración con Airbus Defence and Space, principal empresa aeroespacial y de defensa europea. El trabajo, que lleva el título de «Next Generation Security: A Study on How Young Europeans Perceive the Defense Sector », es el fruto de una encuesta a 3.600 personas de entre 18 y 35 años en Francia, España, Reino Unido y Alemania. Ahí, aunque el 49% cree que su país estará directamente involucrado en un conflicto armado en los próximos 10 años, sólo un tercio lucharía por su patria. En España, esto es aún más profundo; sólo el 10% respondió que “definitivamente sí” lo haría, y el 22,9% “probablemente sí”. Por el contrario, el 32,8% contestó “definitivamente no” y el 26% “probablemente no”.
Este desapego no debería ser necesariamente una mala noticia. ¿Acaso “el nacionalismo no es el último refugio de los canallas”?, como dice la frase atribuida al moralista inglés Samuel Johnson. Pero, ¿qué hay detrás de esta aprensión actual por la propia nación? Tal vez la frase del novelista Michael Hopf tenga que ver con eso: “Los tiempos difíciles crean hombres fuertes; los hombres fuertes crean tiempos fáciles; los tiempos fáciles crean hombres débiles; y los hombres débiles crean tiempos difíciles”. Pacifismo, hedonismo, optimismo, falta de sentido, ingenuidad, individualismo, ignorancia del precio de la paz por estar acostumbrados a esta anomalía, falta de espíritu de supervivencia, quizás una mezcla de todo esto. Y el problema es que los países que sí tienen planes expansionistas y de dominación movidos por el nacionalismo y el vitalismo del fanatismo religioso están encantados de enfrentarse a jóvenes tan poco proclives a defender lo que son.
Eso, en el plano internacional. Puertas adentro, en Occidente, esa falta de patriotismo e incluso hostilidad hacia la propia identidad nacional se produce en momentos en que ocurren cambios demográficos provenientes de países que sí son nacionalistas, muchas veces con rencores históricos contra la tierra donde se instalan, y en ocasiones llevan consigo una religión de conquista.
Muchas veces se atribuye el fracaso de la asimilación de los inmigrantes al racismo de los autóctonos. Hay otras pistas. ¿Qué pasa cuando una cultura que desconfía de sí misma y, en muchos casos, practica el autoodio, pretende integrar a recién llegados mientras se autodenigra? ¿Qué efecto puede tener el ver a los que arriban como buenos salvajes, recordándoles que son víctimas del colonialismo o del imperialismo del país donde se asientan? ¿Quién querría integrar una familia que practica permanentemente la autoflagelación mientras exalta la otredad? Es difícil tener ganas de fundirse en un grupo así.
El síndrome del “white saviour” es un intento de expiar el pecado original del colono, y por eso la identidad idealizada es la del palestino, quien, en esta forma de concebir el mundo, encarna la víctima paradigmática. Detestar al israelí funciona como un modo de purgar las culpas del propio pasado occidental, tal como se les ha inculcado a los chicos en las últimas décadas con el decolonialismo y la Teoría Crítica de la Raza. Cuanto más odian a su propia nación, más odian a Israel. El francés o el español más reacio a levantar su propia bandera es el que con más ganas alzará la palestina. Es una mecánica que tiene menos que ver con la política que con el psicoanálisis.
Por eso era harto previsible que personajes como la sueca Greta Thunberg pasaran del ambientalismo anticapitalista a Black Lives Matter y ahora al palestinismo. Esa pelea con el espejo es el denominador común entre las causas. Con ese prisma, jóvenes occidentales han viajado en los últimos días a “salvar a Gaza” y se chocaron con la realidad, literalmente contra el muro levantado por Egipto y unos muchachones locales que redujeron la excursión occidental a los golpes y les dieron una patada en el culo que los llevó de vuelta a la realidad de sus países.
“Las civilizaciones mueren por suicidio, no por asesinato”, alertaba el historiador británico Arnold J. Toynbee.
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