No soy un gran fan de la humanidad. No somos tan especiales. Sí, tenemos la excepcional capacidad de viajar a la Luna o destruir toda la fauna y flora de la Tierra a nuestro antojo. Conocemos el privilegio de transmitir historias y sabemos que vamos a morir. Pero esos criterios para medir nuestra importancia son humanos, demasiado; es probable que las hormigas, cucarachas o gatos —especialmente los gatos— estén también persuadidos de que ocupan la cúspide de la pirámide de las especies según su propia cosmovisión. Así que, en el actual debate internacional sobre la crisis de la natalidad, no me quita el sueño el mero hecho de que vayamos a ser menos. En cambio, sí merece echar un vistazo a cómo ocurre y sus consecuencias.
La caída de la natalidad puede expresarse en números: en 1950 las mujeres tenían 4,9 hijos, mientras que en 2023 la cifra bajó a 2,3 a nivel global. Corea de Sur pasó en el mismo período de 6 a 0,72 por mujer. Otra manera de reflejarlo es mencionar que en el vecino Japón se venden más pañales para adultos que para niños. Las tres razones principales para la rápida disminución de la tasa de fertilidad global que suelen citarse son: el empoderamiento de las mujeres (mayor acceso a la educación y mayor participación en el mercado laboral), menor mortalidad infantil (se procrea menos porque los niños sobreviven) y los costos crecientes de criar hijos. El mejor predictor de la caída de la natalidad sigue siendo el acceso de la mujer a la educación. Cuanto más estudios, menos hijos. Poco importa el lugar del mundo: Irán, Nigeria o Burkina Faso.
Argentina sigue el mismo rumbo: 1,8% de natalidad para 2023, achicándose en un 48% con respecto al año 2000. El acceso a la educación sexual y métodos de contracepción y aborto redujeron en particular los nacimientos no deseados entre mujeres adolescentes sin educación superior. Para que se mantenga el número de argentinos —de ser deseable—, las mujeres deberían tener al menos 2,1 hijos, lo que permite preservar “la tasa de reemplazo poblacional”.
Que lo normal sea que los niños sobrevivan al nacer es una gran noticia (en el siglo XVIII en Europa, entre el 15% y el 35% de los niños morían antes de cumplir un año). También es excelente que las mujeres accedan a la educación, elijan o no dedicarse a sus carreras y tener hijos cuando quieran o no tenerlos. Que esa mitad de la población goce de las mismas oportunidades que los varones es, desde un punto de vista de la libertad y la igualdad, un logro. Tampoco nos vamos a quejar de que los niños que nacen sean deseados. Lo que no podemos ignorar es que estos avances acarrean consecuencias menos deseables.
“No tengo ganas ni instinto maternal”
Consulto con amigas, compañeras de trabajo que eligieron no tener hijos y me lo confirman. Andreína, periodista venezolana, me lo dice sin rodeos: “Decidí no tener hijos porque quería enfocarme en mi carrera. Quería hacer cosas grandes, viajar, cubrir guerras”. “Me encantan los niños, pero iría en contra de mis sueños, sería como tener una bola de hierro encadenada al tobillo. No quería llevar un niño a la escuela a las 7 de la mañana. No tengo ese deseo maternal, nunca lo sentí, y de tenerlo mis estándares serían demasiado altos: hacer que vaya al mejor colegio, la mejor universidad…”. Algo no muy distinto me dijo su compañera de trabajo Marilyne, francesa: “No tengo ganas ni instinto maternal”. Y añadió convencida: “No quiero ser responsable de traer a alguien a este mundo”.
Consulto en Twitter. “Independencia. Y tal vez egoísmo: el tiempo y la plata son para mí”, me responde Elmo. “Nos casamos, grandes, primeros años afianzar las carreras y después ya fue tarde. 1 in vitro no salió, adopción no salió y listo”, resume Pedro. “Creer que no estaría bonito el mundo para cuando crecieran”, explica Dolores. “No repetir la violencia sufrida como hija”, justifica Isi. “Me considero no capacitada para criar un hijo, además de no tener un lugar seguro para brindarle. Esa fue mi decisión de por qué no quise tener hijos (Heidi)”; “Porque este mundo es demasiado hostil para los niños” ( g_yubari). Juana, a través del correo de este newsletter, me escribe: “Para mí la vida sería más difícil ‘con’, saber que ese ser muchos años depende de ti y siempre te va a preocupar, es demasiado, y la sola idea de hacerlo mal… Porque, para ser sinceros, no hay padres perfectos, aun intentándolo, yo me considero una persona muy imperfecta y no, no podría con eso”.
Demasiada responsabilidad, prioridad a los estudios y la carrera, concentrarse en uno mismo, el mundo es un lugar demasiado hostil: todas respuestas sensatas y atendibles. La cuestión es que quienes sí van a seguir teniendo hijos son quienes por falta de recursos y educación sexual o convicciones religiosas ignoran esos pruritos. Después de todo, ¿los chicos no llegan con un pan bajo el brazo? “Dios proveerá”. De hecho, en muchos lados, hacer un hijo es contar con dos brazos suplementarios que trabajen la tierra o ayuden en el negocio familiar. En contra del argumento económico como obstáculo a la hora de engendrar: son los países más desarrollados los que tienen menos hijos y viceversa. A escala ciudad, es lo mismo: en los barrios de Recoleta en Buenos Aires o el Distrito XVI de París los viejos están sobrerrepresentados y se ven pocos chicos, mientras que a pocos kilómetros la Villa 31 y el Distrito XX abundan niños despreocupados jugando a la pelota en la calle.
El futuro
Esta dualidad y sus consecuencias son el inicio de la película distópica (con vocación a convertirse en un documental de anticipación) Idiocracy , de 2006. Ya sé que la cité hace poco, pero su clarividencia es brutal. El film de Mike Judge empieza con un montaje que compara dos parejas con estilos de vida y niveles intelectuales opuestos para ilustrar la premisa central de la historia. Por un lado, está la pareja de Trevor y Carol, personas con un alto coeficiente intelectual que planifican cuidadosamente cuándo tener hijos. Sin embargo, su exceso de precaución y espera por las condiciones “perfectas” para procrear hace que, finalmente, no tengan descendencia: Trevor muere de un infarto mientras intenta inseminar a Carol con óvulos congelados, y ella queda sola, sin hijos. En contraste, la otra pareja —Clevon y Trish— es presentada como pobre, poco inteligente, alcohólica y sin ninguna planificación familiar. Pero ellos sí tienen hijos, muchos, incluso fuera del matrimonio, y su árbol genealógico crece rápidamente, mostrando cómo la población menos preparada se reproduce mucho más que la inteligente y con estudios. El resultado es que, a medida que las generaciones pasan, la inteligencia promedio de la humanidad disminuye porque quienes menos planifican y menos recursos tienen son quienes más proliferan, mientras que los privilegiados se extinguen por su exceso de previsión.
También es cierto que cuanto más religiosas, las comunidades suelen tener más más hijos. Es válido para católicos, musulmanes y judíos. Europa experimenta un empuje demográfico musulmán con mezquitas llenas e iglesias vacías. En Israel, los ortodoxos crecen mucho más que el resto de la población. Los progres de Estados Unidos terminarán por darse cuenta de que los republicanos tienen muchos más hijos que ellos, lo que tendrá consecuencias electorales. En cuanto al envejecimiento poblacional, es fácil ver cómo se instala una gerontocracia, donde las prioridades políticas pasan a estar en consonancia con la edad de los votantes.
El mundo desarrollado envejece sin dejar una descendencia autóctona que asegure el relevo poblacional. La tasa de fertilidad promedio en los países de la OCDE es de aproximadamente 1,5 hijos por mujer en 2022, mientras que la tasa en África es de 4,7 por mujer. Otra manera de exponer la situación: el africano promedio tiene 19 años. En Italia, la edad promedio es 48,7 años, en Japón 49. Repito, no abogo por salvar a la humanidad, ni digo que unos merecen más que otros reproducirse en función de su coeficiente intelectual, riqueza o diplomas, sino simplemente que esto prefigura lo que vendrá. Tampoco veo una solución en que los Elon Musk de este mundo le den un nombre y apellido (y un gran cheque) a cada polvo fortuito con la chica de turno ni en el regreso de la familia tradicional, como pregonan algunos conservadores en busca de “tradwives”. Del mismo modo, desconfío de la distopía progresista de El cuento de la criada. En realidad, cuando las clases pudientes han querido intervenir la demografía de los “indeseables” —la eugenesia—, han esterilizado a pobres e indígenas, y no lo contrario, mientras que la vasectomía es una práctica que distingue hoy al “varón deconstruido” de clase media para arriba.
“La demografía es el destino”, reza una cita por lo general atribuida al filósofo positivista francés Auguste Comte. Lo cierto es que estamos no sólo conduciendo nuestras vidas en aspectos que antes no podíamos controlar, lo que es una conquista para la humanidad, en particular para las mujeres. También significa que estamos moldeando con estas decisiones el futuro, que quedará en manos de quienes hoy no pueden, no saben o no quieren supeditar su reproducción a tener buenas condiciones para los hijos. No estoy seguro de que esté habiendo demasiada conciencia de esta inevitable transformación. De todos modos, no hay que ser pesimista: es probable que en un par de años la inteligencia artificial haya tomado definitivamente el poder y decida por la humanidad, que podrá dedicarse definitivamente y sin culpa a escrolear y sacarse selfies desde la cornisa de su extinción.
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