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El Cable Francés

#9 | Mejor que Shakespeare

Aunque fuera perfecta, yo rechazaría una obra creada por IA. Para entender mi propia resistencia, exploré lo que ocurre en mi campo: el periodismo transformado por algoritmos.

Soy lo que un anglicismo llama “early adopter”, un estúpido entusiasta de los chiches tecnológicos. Y, además, desconfío del fetichismo de lo artesanal. Leo por igual en digital y en papel; prefiero comer tomates orgánicos bien sabrosos pero, tratándose de cerveza, elijo la industrial, así como ante cualquier duda bromatológica opto invariablemente por el producto fabricado de manera estándar y homologada. McDonald’s se expone a consecuencias comerciales mayores que si me intoxico en la ruleta rusa del kebab de la esquina.

Las promesas del futuro siempre me encantaron. La Casa del Mañana de los dibujos animados me fascinaba, incluso después de haber leído «Y vendrán lluvias suaves», el cuento de Ray Bradbury incluido en sus Crónicas marcianas, donde un hogar totalmente automatizado prepara el desayuno como un día más a sus moradores, aunque estos ya no existen; no sobrevivieron a una explosión atómica y sus siluetas quedaron estampadas en las paredes ante la indiferencia de las máquinas.

En mi adolescencia, alimentada por la ciencia ficción, Bradbury era mi autor favorito (por emularlo, nunca saqué el registro de conducir). Antes de ver las distopías Blade Runner o Terminator, la antología La crema de la ciencia ficción (editada en Argentina en 1986 por Emecé Editores) me resultó una revelación y disparadora de posteriores lecturas. En este compilado de relatos escritos entre 1929 y 1938, seleccionados por sus propios autores —los 24 más destacados del género—, aprendí las promesas y advertencias sobre una tecnología para un futuro que, en gran medida, ya está hoy entre nosotros. Ya no se trata de anticipar, es hora de asimilar y domesticar el presente. La ciencia ficción juega menos a adivinar el futuro que a entender el alcance de las invenciones que ya llevamos en nuestro bolsillo. De eso está hecho el terror de varios capítulos de Black Mirror.

Además de mi tecnooptimismo (el único que tengo), es una evidencia que la humanidad vive su mejor momento. Esperanza de vida, supervivencia de los niños y sus parturientas, jubilación, vacaciones, que cualquier herida o resfrío no te lleve directo al cementerio, salvo el paréntesis de la pandemia y la epidemia de sobredosis con opiáceos en Estados Unidos, nunca estuvimos mejor como especie, como no se cansa de repetir Steven Pinker en defensa de la Ilustración. Sin embargo, lo que estoy viendo de la inteligencia artificial abre un capítulo completamente distinto. No soy un especialista en programación o algoritmos, pero sí entiendo cómo está afectando las cosas de las que tengo algún conocimiento y experiencia.

“Una IA me quitó el trabajo”

Siempre fuimos alentados a especializarnos, se nos decía que cuanto más estudios tuviésemos, menos chances habría de ser reemplazados por una máquina. Los primeros perdedores serían quienes se dedicaran a oficios manuales y repetitivos, sin demasiada formación intelectual. Pero las cosas están resultando distintas, y como en el genial capítulo «Joining the Panderverse» de South Park, los que viven de changas de plomería y arreglos varios se llenan de oro a costa de los burgueses que dependen para cualquier cosa de la IA y sus aplicaciones.

La primera vez que entendí que estábamos en problemas fue hace un par de años cuando usé el traductor Deepl. Siempre estuve a caballo entre dos idiomas, viví de enseñar francés y castellano, traduje algún libro, subtitulé para la TV y, a diario, paso tanto en mi trabajo como en mis relaciones personales de una lengua a otra. Por eso captaba bien las limitaciones del viejo traductor Google Translate, que era lo más avanzado: tenía demasiados errores de interpretación, muchas veces por incapacidad para contextualizar. Pero Deepl era otra cosa. El sistema usa redes neuronales artificiales entrenadas con millones de textos traducidos, engullendo, por ejemplo, cantidades ingentes de documentos oficiales en varios idiomas fabricados por la burocracia de la Unión Europea. Se entrena con textos sofisticados y rigurosos, donde la precisión es vital, dándole una capacidad creciente para desentrañar matices sutiles. Aunque siempre había —y hay— que revisarlo para correcciones, su eficacia y velocidad anunciaban que el trabajo de traductor, al menos como lo conocíamos, tenía los días contados. Hoy muchos traductores trabajan en la supervisión de postedición y entrenan a la IA, hasta que el discípulo, que puede laborar por monedas 24/7 y sin vacaciones, supere al maestro y lo reemplace.

La semana pasada, salió la noticia de que un ingeniero estadounidense con dos décadas de experiencia y un salario anual de 150.000 dólares había sido desplazado por una IA, obligándolo a vivir como repartidor de comida y enviar cientos de CV que nadie respondía. Pero acá me voy a enfocar en lo que conozco, el cerco que se estrecha sobre el periodismo, empezando por cómo traducción y periodismo se automatizan prescindiendo de humanos.

En 2023, el medio estadounidense especializado en tecnología Gizmodo despidió a toda su redacción en España. “El martes cerraron @GizmodoES para convertirlo en una autopublicación de traducciones (una IA me quitó el trabajo, literalmente)”, anunció en X el periodista Matías S. Zavia. Y esto fue hace dos años, una eternidad en lo que respecta al avance de la IA. Un año después, el alemán Bild, el mayor tabloide de Europa, recortaba 200 puestos de trabajo para reemplazarlos por IA. El mes pasado, la revista francesa Le Point anunciaba el despido de 58 periodistas para reemplazarlos por IA en una redacción que contaba hasta entonces con 200 puestos fijos y 26 colaboradores freelance. Al mismo tiempo, a título experimental, el diario italiano Il Foglio lanzaba un suplemento creado íntegramente con IA. Desde periodistas especializados con décadas de experiencia a redactores tercerizados residentes en África que trabajaban por la mitad de la tarifa para empresas europeas, los puestos empiezan a desaparecer.

Hace unos días, hice con un grupo de colegas en París una capacitación sobre cómo utilizar las herramientas de la IA en periodismo. La premisa es ayudarse con estas innovaciones para sistematizar y acelerar tareas, liberando tiempo para funciones más específicas y jerárquicas. Pero después de las primeras demostraciones del formador, hasta los veteranos más escépticos se rendían ante la evidencia: un mundo se acababa. Herramientas como NotebookLM de Google funcionan como una Thermomix a la hora de cocinar. Uno pega enlaces de artículos, de videos, documentos de todo tipo, como quien echa los ingredientes de la receta en el electrodoméstico, da unas instrucciones (el “prompt”: tono de la nota, extensión y todos los detalles que quiera) y en segundos la IA produce un artículo indistinguible de lo que se publica hoy en cualquier medio (y, si quieren, una versión podcast con voces que suenan naturales). Acá hice un experimento en dos minutos, juzguen el resultado por ustedes mismos. Este es apenas un ejemplo de las aplicaciones que se multiplican a diario.

En cuanto a la calidad de los textos que hoy puede fabricar la IA, baste recordar el caso este año del bestseller Hipnocracia: Trump, Musk y la nueva arquitectura de la realidad, un ensayo firmado por un filósofo coreano llamado Jianwei Xun. Hipnocracia es “un libro crucial para comprender cómo el control se ejerce actualmente no reprimiendo la verdad sino multiplicando las narrativas, haciendo que cualquier punto fijo se vuelva imposible”, rezaba la descripción del tratado filosófico sobre el poder de los discursos y la tecnología en la era de las redes sociales. En realidad, el coreano no existía, detrás del libro estaba el filósofo italiano Andrea Colamedici, que había usado para crear el éxito de ventas las IA Claude y ChatGPT. “Es un experimento filosófico, una performance, y mi objetivo es generar conciencia”, explicó el intelectual romano. Antes de que su provocación fuera revelada, Hipnocracia ya había sido objeto de estudios y citado como una referencia valiosa por sus postulados por académicos y varios periodistas de renombre, incluso grandes empresarios del sector en Argentina. El libro describía en sus páginas incluso el propio experimento borgiano que estaba efectuando el autor que había embaucado a todos en el mundo real. Y una de las preguntas más interesantes que surgieron luego es, ¿importa que el libro sea “falso” si los argumentos fabricados por IA son interesantes y pertinentes?

Hay quienes creen que, por más avances tecnológicos, la IA nunca podrá alcanzar la sensibilidad necesaria del alma humana. Les tengo malas noticias. “La poesía generada por IA no se distingue de la escrita por humanos y se valora más favorablemente”. Lo sostiene un estudio científico publicado en noviembre por la revista Nature . Para este trabajo, reclutaron a 1.634 personas a las que dieron a ciegas poemas de grandes autores (Shakespeare, Walt Whitman, Lord Byron o, más contemporáneo, Allen Ginsberg) y textos generados por IA. La gente atribuyó mayoritariamente la autoría de manera equivocada: pensaban que los poemas hechos con GPT-3.5 eran más humanos (los participantes acertaron menos que si lo hubiesen zanjado al azar: 46,6% de precisión). En un segundo experimento, los lectores estimaron, sin conocer si era humano o IA, que los versos de esta última eran mejores, dando una puntuación más elevada en cuanto a ritmo y belleza. Y cuando se les pedía juzgar revelándoles antes quién había escrito el poema, la valoración aumentaba si era humano y descendía si era IA.

Lo que nos lleva a la pregunta inicial. ¿Qué le quita valor a una obra cuando sabemos que fue hecha con inteligencia artificial, incluso si el resultado es igual o mejor que el del humano? Mi intuición es que nos importa que el texto, la pintura, la foto esté a cargo de alguien que comparte nuestras condiciones de existencia: miedos, deseos, humor, el absurdo, una conciencia de la finitud y el sentimiento trágico y absurdo de la vida. Es una subjetividad en la que nos podemos identificar porque atravesamos pruebas similares. No se trata entonces de la calidad del producto, sino de sus condiciones de fabricación, que aunque terminará inevitablemente por ser inferior al de la IA, siempre será el espejo de nuestra precaria condición.

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Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

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