Sigo en X una cuenta que rescata noticias antiguas que alertaban sobre el peligro de los cambios en las costumbres y los avances tecnológicos. Se llama Pessimists Archive y en su descripción dice: “Explorando la tecnofobia y el pánico moral a través de las épocas”. Lo interesante es que ninguna de esas hipótesis apocalípticas se cumplió y hoy resulta ridículo leer, por ejemplo, a Thomas Jefferson preocupado porque los jóvenes leían demasiadas novelas: “El resultado es una imaginación inflada, un juicio enfermizo y un rechazo hacia todos los asuntos prácticos de la vida”, decía en una carta de 1818 al hacendado y funcionario público Nathaniel Burwell.
Algunos ejemplos. Un recorte dice: “La vida moderna es demasiado acelerada para que los humanos la soporten y está conduciendo gradualmente al hombre a la locura, dijo el decano Charles R. Brown, de la escuela de teología de Yale, en un discurso aquí. La tensión de la vida actual hace que especialmente las mujeres pierdan el autocontrol y finalmente sufran un colapso mental, añadió”. La noticia es del año 1926.
Otro recorte dice: “EL TELÉFONO TIENE LA CULPA DE LA INFORMALIDAD. ‘Bueno’, consideró ella, ‘si hay algo que tiene más culpa que cualquier otra cosa del estado actual de las cosas, en mi opinión es el teléfono. Yo misma soy esclava del teléfono y no podría ser feliz ni un día sin él, pero debo admitir que ha sido en gran parte responsable de la demolición de toda la antigua y encantadora formalidad en nuestra vida social’”. La noticia es de 1911.
Desconozco las razones, pero la mayoría de las personas suele mirar con desconfianza todo tipo de cambio. Es malo hasta que se demuestre lo contrario. El pánico moral contra las redes sociales desatado por Adolescence es un ejemplo perfecto. En realidad, la serie de Netflix no hizo más que popularizar el temor que ya estaba difundiendo el psicólogo social Jonathan Haidt desde el año pasado con su bestseller La generación ansiosa , cuyo subtítulo es contundente: “Por qué las redes sociales están causando una epidemia de enfermedades mentales entre nuestros jóvenes”.
Observando las publicaciones de Pessimists Archive (una nota de 1991 se pregunta: “¿Deberían tener beepers los adolescentes?”), es fácil pensar que en 50 años ese subtítulo se verá tan paranoico y ridículo como ahora me parece a mí.
Es más: la propia Adolescence, bien interpretada, lo confirma. La mayoría vio en la escena del inspector con su hijo, aquella en la que el chico le revela el significado de los emojis en los comentarios de Instagram, la señal de cuán lejos están los adultos de entender el mundo de los jóvenes. Sin embargo, yo percibo que gracias a las redes sociales los padres tienen pistas para descifrar ese mundo.
Pero no pretendía hablar de Adolescence, Dios me libre, sino de mi oposición al pesimismo tecnológico. Mañana es mejor, como decía Luis Alberto.
Yes, but…
Con todo mi optimismo tecnológico y mi aprecio por el progreso, debo reconocer que hay algo que extraño de la era analógica: vivir en la ignorancia de lo que pensaban mis amigos y conocidos sobre la mayoría de los temas. Hoy parece un relato distópico, pero hasta hace 30 años uno podía relacionarse con alguien sin tener la menor idea de lo que esa persona pensaba sobre el déficit fiscal, la eutanasia, la baja en la edad de imputabilidad, el ananá en la pizza o el punto ideal para comer un bife de chorizo. Tu compañero de trabajo, tu vecino, tu profesora de portugués eran personas que te caían bien o mal según cuestiones más abstractas (¿o debería decir menos abstractas?) como su manera de “estar en sociedad”: su modo de hablar, su mirada, su grado de simpatía, la fluidez de la conversación.
Uno mismo podía transitar por la vida sin la necesidad de expresar su opinión sobre casi ningún tema. Por supuesto que existían muchas conversaciones profundas en las que uno debatía sobre la culpabilidad o inocencia de O.J. Simpson, la reelección de Menem o la narración no lineal de Tiempos violentos , pero las opiniones que se compartían en la mesa de un bar, entre chopps de cerveza y cáscaras de maní, solían morir ahí, no tenían el aura definitiva de una publicación en redes sociales. No quedaban escritas en piedra, como parecen estar los posteos en el muro de Facebook.
Sin saberlo, Seinfeld lo retrató muy bien en el famoso episodio en el que Elaine sale con un hombre que está en contra del aborto. Ella nunca se hubiera enterado de su opinión si Jerry no la hubiera incentivado a que le preguntara, y estaba muy feliz en su ignorancia. Hoy probablemente no haría falta esa maldad de Jerry: una revisión de su cuenta de Instagram sería suficiente.
Fue el poeta inglés Thomas Gray quien escribió “where ignorance is bliss/ ’Tis folly to be wise” (cuando la ignorancia es dicha, es insensato ser sabio). Es el final de su poema «Ode on a Distant Prospect of Eton College» (Oda a la contemplación lejana del Eton College). Gray observa a los estudiantes disfrutando de su juventud (“Gay hope is theirs by fancy fed”, la esperanza radiante les pertenece, por la imaginación alimentada) y piensa que su felicidad tiene que ver con que ignoran todas las cosas malas que les esperan (“To each his suff’rings: all are men,/ Condemn’d alike to groan”, a cada cual con su dolor: todos son hombres, condenados al mismo lamento).
Así éramos hace 30 años: como jóvenes que ignoraban lo que les esperaba. Hoy somos adultos cínicos (todos, incluso los adolescentes) cuyo paraíso ha sido destruido por el conocimiento (“Thought would destroy their paradise”).
Pero no quiero terminar con tanto pesimismo. Si bien es cierto que la madurez trae consigo dolores inevitables, también nos regala una libertad que la juventud apenas intuye.
Nos vemos en quince días.
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