Pertenezco al selecto club de idiotas que no vio Titanic porque sabía cómo terminaba la historia. Esquivo tráilers de películas, jamás leo contratapas de libros (los que saltan a las últimas páginas para ver cómo acaban son degenerados) y nunca digo qué serie estoy viendo para evitar que me la spoileen . Quiero llegar virgen, sin influencias que contaminen la experiencia. Así que, cuando en estos días leía el último libro del británico Douglas Murray (On Democracies and Death Cults: Israel and the Future of Civilization), evitaba los fragmentos de las entrevistas de su gira promocional en redes sociales. Hasta que estalló la controversia con Joe Rogan, al frente del podcast más escuchado del planeta, y no tuve más remedio que echar un vistazo.
La lucha de egos, las mezquindades, los golpes bajos no están reservados al mundillo de la farándula; el puterío existe en todos los círculos, incluyendo el de los podcasts sobre política y temas de sociedad. Estas plataformas empezaron a proliferar impulsadas por las posibilidades tecnológicas (facilidad de producción, edición y difusión) y ganas de un público de escuchar largas entrevistas sin los condicionamientos de los medios tradicionales, siempre apurados, cortando al invitado, sin hablar del insufrible bombardeo publicitario de las radios comerciales.
El podcast —y más recientemente su primo tonto, el streaming— supuso una democratización de la palabra. Cualquiera podía hacerlo, todos tenían uno para discurrir sobre sus pasiones. Muchos programas tenían al frente a periodistas que buscaban mayor libertad sin la tiranía de formatos que dependen del rating o la censura. Y también, como estaba ocurriendo con las redes sociales, empezaban a hacerse un hueco influencers sin una “expertise”. Esta falta de pergaminos podía ser una ventaja: el anfitrión no pertenecía al mainstream (el sistema), se presentaba como alguien que quería modestamente charlar. No era un periodista inquisidor; la audiencia celebraba que se dejara explayar al invitado.
En un contexto de pérdida de confianza en la prensa tradicional, siempre sospechada de ser domesticada por la pauta oficial, recibir sobres, ser elitista, desconectada del hombre de a pie o estar en manos de activistas con carnet de periodista, era una bocanada de oxígeno.
La pandemia, con su opacidad informativa y el autoritarismo liberticida, profundizaron el hambre por nuevas fuentes alternativas. La figura de Joe Rogan, comediante, comentarista de artes marciales mixtas y presentador del reality show de supervivencia The Fear Factor, prosperó en este contexto. Su podcast, The Joe Rogan Experience , es el más escuchado del mundo, gracias a una audiencia de millones de seguidores y un contrato de exclusividad con Spotify de 250 millones de dólares.
Cuando el 25 de octubre colgó en YouTube su entrevista de unas tres horas con Donald Trump, a dos semanas de las elecciones presidenciales, el video fue visto 14 millones de veces en las primeras 24 horas. Fue el punto culminante de la estrategia del trumpismo por fuera de los canales tradicionales, en un amigable y distendido entorno que permitió al candidato desplegar sus temas predilectos, como las nunca demostradas alegaciones de fraude en las elecciones de 2020, pero también sobre su pasión común por las peleas de la UFC o la vida en Marte. En otras palabras, el tipo de charla en una barra de bar alrededor de una cerveza que humaniza al candidato carismático, dándole un aura campechana al showman que sabe seducir a una audiencia.
Fue a este programa al que concurrió Douglas Murray a presentar On Democracies and Death Cults . El tema del ensayo: el conflicto palestino-israelí a partir del 7 de octubre de 2023 y los desafíos que el islamismo plantea a un Occidente que duda de sus propios valores. El escritor y brillante polemista británico sabía dónde se metía. Rogan ha invitado a personajes de toda calaña a su plataforma, incluyendo a promotores de teorías conspirativas y revisionistas. Entre ellos, al historiador amateur Darryl Cooper, un podcaster muy influyente que intenta convencer al mundo de que, en la Segunda Guerra Mundial, era Winston Churchill “el principal villano”, el que “convirtió la invasión de Polonia en una guerra mundial” porque estaba “financiado por sionistas”. Cooper también dijo ante Rogan que el pedófilo Jeffrey Epstein representaba “claramente una organización judía que trabajaba en favor de Israel y otros grupos”. Tras la entrevista, difundida el 5 de marzo, Rogan defendió las opiniones de Cooper como “matizadas” y “completas”, sin desmentir ni cuestionar las afirmaciones.
Murray era consciente de que pisaba un territorio peligroso. Defensor de la soberanía ucraniana y conocedor desde las trincheras de la realidad de la invasión rusa, abogado de Israel como bastión de la única democracia en Oriente Medio y su derecho a terminar con el proyecto genocida de Hamás tras haber visto in situ las consecuencias del yihadismo, Murray debía enfrentar a Rogan, que defiende “el campo de la paz” en Ucrania e invita a negacionistas y propalestinos. El anfitrión puso como condición a Murray que la entrevista fuera junto a un segundo invitado, el comediante libertario Dave Smith, figura recurrente del podcast. En el último año y medio, Smith se ha dedicado a criticar la respuesta de Israel al ataque de Hamás, estimando que la ocupación israelí es la responsable del conflicto.
Murray no se entregó al juego de la charlita amable. Planteó ante sus contradictores la irresponsabilidad de amplificar la voz de aficionados como el antes citado Darryl Cooper, que minimizan el antisemitismo de Hitler y rehabilitan las teorías de gentuza como el viejo historiador negacionista David Irving, que había caído hacía años en el olvido por ser un embaucador.
“No pretende ser un experto”, dijo David Smith en defensa del aficionado Darryl Cooper. Murray insistió en la necesidad de tener cierto conocimiento y experiencia para hablar de un asunto delicado, y redobló la apuesta, cuestionando las afirmaciones de Dave Smith sobre el conflicto en Oriente Medio, puesto que este jamás había puesto un pie en la región y pretendía explicar cosas fácticas que pasaban en el terreno, lo que requería algo más que ser “un experto de sofá”. El británico puso el dedo en la llaga de la estratagema que consiste en la falsa modestia del “sólo estoy haciendo preguntas” como una forma de disfrazar afirmaciones, como si fueran dudas legítimas. Es, de hecho, una triquiñuela muy utilizada por influencers conspiracionistas del wokismo de derecha como Tucker Carlson —gran promotor de las teorías de Darryl Cooper— o Candace Owens, que se enriquece con la teoría de que Brigitte Macron es transexual tras ser expulsada por antisemitismo del medio conservador The Daily Wire.
“Estaba equivocado”
En el mundo podcast estadounidense se desató una pequeña tormenta. El filósofo y neurocientífico Sam Harris, al frente del programa Making Sense, ya había criticado recientemente a Rogan por desplegar una alfombra roja a personajes controvertidos sin contradecirlos, convirtiendo su programa en un trampolín para antivacunas, negacionistas, conspiracionistas o simplemente personas de poder felices de no tener que someterse a un escrutinio profesional. Harris extendió la acusación a otro podcaster de gran alcance, el informático ruso-estadounidense Lex Fridman, que pretende entrevistar a Putin. No hay manera de que una charla en un formato donde prima la empatía no termine lavando la imagen de un dictador sangriento, estima Harris. Y acá interviene otro comediante convertido en podcaster, el ruso-británico Konstantin Kisin, coanfitrión de Triggernometry.
Su largo texto comienza por “Prepárense para algo sin precedentes, estoy por admitir que estaba equivocado”. Kisin, quien festejó en su momento el fin del monopolio de la prensa tradicional del tratamiento de las noticias y debates con la llegada de los podcasts, se mostraba consternado por el espectáculo del programa de Rogan, que al día de hoy ataca a Murray por haberlo dejado mal parado en su propio show. “La crítica central a Murray acá —escribe Kisin en su sitio web— es que argumenta desde la autoridad, que es lo que los medios de comunicación dominantes han hecho durante años para confundir al público sobre todo, desde la transexualidad hasta el covid y la guerra. Smith y sus partidarios sostienen que el concepto de expertise está tan desacreditado que él (y cualquier otra persona) tiene derecho a expresar cualquier opinión sobre cualquier tema que desee. El público, dicen, puede juzgar esas opiniones por sí mismo. El intento de Murray de desestimar tales opiniones basándose en que no coinciden con la opinión de los expertos se considera un argumento ineficaz en el mejor de los casos y un intento de credencialismo [argumento de autoridad] en el peor”.
“El mundo del entretenimiento no se rige por la búsqueda de la verdad, y afirmar que las ideas de alguien son falsas ya no es una crítica eficaz. Podcastán es un lugar donde la gente critica a los principales medios de comunicación por no estar a la altura de sus estándares de honestidad y precisión, mientras que no tienen ninguno propio”, subraya.
Y ese es el problema. Todos confiamos en expertos, tercerizamos nuestro conocimiento en personas e instituciones que creemos que saben más. No podemos hacer siempre nuestra propia investigación y dominar todas las disciplinas. Después de todo, a la hora de tomar un avión o de someternos a una operación, nos entregamos a instituciones que deben responder a pautas, diplomas, verificación entre pares, auditorías que, aunque son imperfectas, nos permiten sobrevivir. El problema es que las instituciones están demasiado desacreditadas.
“Una de las cosas que el covid hizo fue resquebrajar el consenso de los científicos, que era una de las últimas catedrales de conocimiento a la que realmente escuchabas. Una vez que la ciencia dejó de ser respetada —y por buenas razones— nos despojamos de todas las cosas de la sociedad en las que podíamos confiar”, dice Murray a Sam Harris en el episodio de esta semana. Y si esto ocurrió con los expertos más reverenciados, poco le quedó al resto, ni hablar de los medios o los políticos. Estamos entre un mundo donde la legitimidad de las instituciones está en ruinas y otro que aún no ha madurado para remediarlo o sustituirlo.
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