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La miniserie Adolescence, de Netflix, estrenadas hace unas semanas, puso en la conversación pública el tema de los incels, los jóvenes que expresan un odio profundo hacia las mujeres alimentado por su frustración sexual y afectiva. Quienes vienen advirtiendo sobre este fenómeno desde hace años podrían haber considerado esto como una victoria cultural, pero, insólitamente, nuestras feministas se enojaron. A colación de un artículo de Clarín sobre qué lecciones se pueden extraer de Adolescence, la periodista Luciana Peker posteó en X un comentario que no pasó desapercibido: “Me destroza escribir hace años en libros, hacer columnas en radio, postear en IG y dar charlas sobre incels, machósfera y mil etcétera de incidencia en Argentina y el mundo para que lo único que abra la conversación sea Netflix y encima parezca un descubrimiento novedoso”, aseguró. Por su parte, la comediante Malena Pichot escribió en una respuesta a aquel tuit: “Pero bien podría la nota mencionar que es una cuestión de género y citar feministas que hablan de esto hace años, pero invisibilizar a escritoras como Peker es la estrategia para que vos como todo el mundo considere que las teóricas feministas hablan de cosas que no importan”.
En vez de celebrar que una problemática que trabajaron por visibilizar esté al fin en las discusiones de sobremesa de miles de familias argentinas, Peker y Pichot estaban enojadas porque la gente no se sienta a leer papers sobre género y manuales de deconstrucción en el desayuno, o porque Putita Golosa (Peker, 2018) no es lectura obligatoria en las escuelas. En lugar de alegrarse porque su causa avanzó hasta llegar al mainstream, Peker está destrozada porque nadie está destacando su currículum. Como si Netflix le hubiese robado el crédito al no distinguir sus disertaciones sobre la “machósfera” en Radio con Vos. Y Pichot le sala la herida, sugiriendo que hay un complot contra ella. Por supuesto, el mundo entero está contra ellas.
El éxito de Adolescence las enoja porque desnuda algo incómodo: el fracaso del feminismo militante para comunicar temas complejos con empatía, timing y una narrativa no elitista. Las Peker, las Pichot, las Flor Freijo y otras referentes construyeron en la última década un discurso de denuncia permanente pero sin puentes narrativos para quienes debían interpelar. Mientras tanto, una ficción en plano secuencia logró en cuatro capítulos lo que años de militancia, conferencias, ministerio y canapés no pudieron: que la audiencia se interesara por el tema.
Una ficción en plano secuencia logró en cuatro capítulos lo que años de militancia, conferencias, ministerio y canapés no pudieron.
Parte del rechazo que genera el discurso feminista sobre los incels se debe a que quieren forzar una lectura ideológica basada en su militancia: sobre todo cuando encajan el fenómeno en su prédica anti-Milei, como si todo varón resentido con las mujeres fuera un soldado de la alt-right. Por supuesto que Milei, Trump y demás líderes de la derecha alternativa tienen un atractivo indiscutible para los varones jóvenes, en parte por su virulencia en su rechazo al feminismo. Pero es reduccionista plantear que el incelismo es una criatura de la derecha cuando, como no es muy difícil de ver, se trata de un síntoma transversal a las identidades políticas exacerbado por los cambios tecnológicos. El odio a la mujer ha existido siempre y los lobos solitarios que fantasean con dañarnos también: el problema es que gracias a los foros de Internet han encontrado grupos de referencia y construido comunidades.
Porque el incelismo es, antes que cualquier otra cosa, una subcultura de Internet, caracterizada por un discurso que presenta a los hombres como víctimas de un sistema que los oprime y los des-masculiniza. Quienes participan de estas comunidades se reconocen como incapaces de tener relaciones sexuales o vínculos sentimentales con mujeres, a pesar de desearlo, y culpan de este fracaso al sistema. No tienen líderes oficiales, sino figuras influyentes de quienes toman inspiración, que generalmente son externas a esa comunidad y no se identifican ni tienen relación con ella. Las influencias son diversas, desde influencers de fitness a youtubers divulgadores de filosofía, desde Elon Musk hasta Andrew Tate, desde influencers crypto hasta Agustín Laje.
Los incels no son un grupo organizado ni homogéneo, no todos tienen sentido de pertenencia ni se autodenominan incels. Sí comparten una jerga y una cosmovisión. Algunos muchachos que pertenecían a esta subcultura han cometido atentados, actos violentos, intimidación o acoso, y muchos otros miembros los reivindican como “héroes”, pero la línea entre la reivindicación real y el humor border o el consumo irónico es muy difusa. En los foros anónimos no es tan fácil detectar cuando un usuario misógino es un peligroso radicalizado o sólo un adolescente que está canalizando las frustraciones propias de la edad. Muchas veces ni ellos lo saben.
Caricatura ideológica
Pero, ¿realmente les interesa a las Peker y a las Pichot, autopercibidas voceras del tema, entenderlo en profundidad? Cuando citan como referencia una nota de Página/12 donde se explica el triunfo electoral de Milei como una conspiración de vírgenes enojados pareciera que su objetivo es solamente crear una caricatura ideológica. Menos entender que combatir a la derecha.
No es necesario caer en el reduccionismo inverso de negar las hostilidades que sufrimos las mujeres, pero intentar comprender el origen del dolor incel sería importante para interrumpir el camino que lo convierte en violencia. No somos indulgentes con la misoginia ni estamos justificando el odio simplemente por reconocer que muchos incels, detrás del avatar, son niños que sufren. Como todos, fantasean con amor, sexo, reconocimiento social y cuando eso no llega el deseo se convierte en odio.
Los incels exponen que hay una masculinidad herida, que busca desesperadamente modelos a seguir. En las últimas décadas, hubo una búsqueda cultural por visibilizar las hostilidades que sufrimos las mujeres y por brindarnos narrativas y espacios que nos empoderen. Muchos jóvenes varones, en cambio, se encuentran ante un vacío simbólico, sin herramientas para procesar lo que ven, lo que sienten, lo que se espera de ellos al ser bombardeados con tanta información contradictoria.
Durante años instaló la idea de que el varón violador o femicida no es un monstruo sino un “hijo sano del patriarcado”.
Y una parte importante del progresismo tiene su cuota de responsabilidad. Durante años instaló la idea de que el varón violador o femicida no es un monstruo sino un “hijo sano del patriarcado”. ¿Qué margen de redención o agencia se le ofrece así a un varón adolescente? Si el sistema lo produce así, ¿de qué le sirve intentar cambiar? ¿Cómo no van a ser susceptibles de ser seducidos, entonces, por una narrativa que les dice que ellos son las pobres víctimas del feminismo rampante?
La escena de Adolescence en la que el asesino se abre con la terapeuta sobre sus sentimientos hacia sí mismo es, en mi opinión, una de las más desgarradoras de la serie. Podría ser el testimonio de cualquier bully anónimo de las redes sociales. Es devastador ver a chicos jóvencísimos con todo por delante sintiéndose casos perdidos, llenos de autodesprecio y autocompasión. Y las plataformas digitales, que alimentan expectativas y amplifican inseguridades, no ayuda a sus cerebros en formación.
Hay más preguntas que respuestas y, en el medio, somos tironeados por relatos paranoides que se desligan de las responsabilidades individuales culpando siempre al sistema. Pero esta discusión nos enseña que un buen storytelling sin una bajada de línea explícita puede ser más efectivo que un centenar de leyes de discriminación positiva. Si nadie les hizo caso a quienes hablaron previamente sobre el asunto, es porque lo hicieron con superioridad moral, reduccionismos y tratando de incel a medio electorado, sin querer apuntar a la raíz del fenómeno. Todo se trata de discursos, al fin y al cabo. O de ruido.
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