De memoria de periodistas de la Casa Blanca, nadie recuerda un espectáculo semejante. Más que en el Despacho Oval, la escena del 28 de febrero parecía transcurrir en el Bada Bing!, el cabarulo de Los Soprano. Con su acento neoyorquino, Tony “ofrecía protección que no podía rechazar” al ucraniano, una víctima de la mafia rusa, a cambio de la mitad de sus “tierras raras”. El invadido preguntaba lo elemental, si a cambio al menos obtendría seguridad. Entonces, Paulie se pasaba una mano por el jopo y, encabronado, le espetaba que estaba “disrespecting the boss”. “Deberías dar las gracias”, le repetían quienes acorralaban al ucraniano, pese a que ya había agradecido a Estados Unidos su ayuda no menos de 33 veces en todos los idiomas y soportes, incluyendo en esa misma reunión.
No sé si el presidente ucraniano Volodimir Zelenski haya cometido un error diplomático (¿acaso podía firmar sin la promesa de la defensa que había venido a buscar?); si lo hubo de su parte fue en todo caso psicológico: la idea de contradecir al ego de Donald Trump ante cámaras y a un JD Vance más papista que el Papa para ser algún día el jefe, fue temerario. Pero esta humillación fue apenas la culminación de lo que se venía cocinando desde hacía algunos días, cuando Trump había inesperadamente presentado a Zelenski como un dictador, cuando la realidad es que la Constitución ucraniana prohíbe que se vote en un país en guerra donde rige la ley marcial (con la población movilizada, desplazada y que difícilmente pueda hacer cola para votar bajo las bombas) y que incluso la oposición rechaza celebrar comicios en estas condiciones y prefiere esperar la paz para celebrarlos.
Trump acusó a Zelenski de haber empezado la guerra. Esto sólo es verdad en una realidad alternativa: Vladimir Putin invadió militarmente Ucrania, un país soberano y una democracia en lo que el tirano ruso llama cínicamente una “operación especial”. A esto se agrega otra afirmación, que no por ser repetida una y otra vez deja de ser mentira: que Estados Unidos dio a Ucrania 350.000 millones de dólares. El Instituto Kiel para la Economía Mundial, un referente internacional, estima que Washington ha asignado alrededor de 122.000 millones de dólares entre enero de 2022 y diciembre de 2024 en ayuda total (militar, financiera y humanitaria). En cuanto a las armas, buena parte de la ayuda estadounidense consiste en poner dinero para renovar el arsenal estadounidense pagando a empresas estadounidenses y dando empleo a estadounidenses para dar el material bélico en stock, más viejo y cuyo mantenimiento y destrucción tiene un precio, a Ucrania.
El capítulo perdido de The Art of the Deal
A esta altura, y después de su primera presidencia, el patrón utilizado por el autor de The Art of the Deal es conocido: exigir un máximo impensable y negociar a partir de ahí hasta bajar a un objetivo que no es el anunciado pero sigue siendo el buen “deal”. Ahora, esto contradice absolutamente lo que Trump planteó ante Putin: empezó dándole al ruso todo lo que pide. A Zelenski le dijo, olvidate de las tierras que te invadieron, olvidate de entrar algún día a la OTAN, dame la mitad de lo más valioso que tenés y agradecé, aunque no sepas qué va a pasar con los ucranianos. Ah, y te saco la ayuda y la inteligencia militar. Trump no ofrece una paz a Zelenski, le impone una capitulación. Zelenski quiere más que nadie la paz, pero no la paz del cementerio; para eso ni peleaban. A Putin, Trump no le pide ni elecciones ni popularidad ni alto el fuego ni nada. No sé en qué manual de negocios figura esa estrategia. Lo que sí está claro es que el Kremlin festeja incrédulo “el nuevo orden mundial” que representa el giro histórico de Washington. En declaraciones a la televisión estatal rusa, el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, resumió: “Este nuevo Gobierno está cambiando rápidamente todas las configuraciones de política exterior. Esto coincide mayormente con nuestra visión”.
Las veleidades expansionistas de Putin, como ha mostrado en el pasado, no se detienen en Kiev. Quiere recuperar el espacio soviético. En cuanto al legítimo deseo de Ucrania de integrar la OTAN, los ex vecinos de Rusia que han abrazado la democracia se han tirado de cabeza a la Alianza Atlántica no por encarnar un proyecto de invasión de Rusia, sino para sumarse a una cooperación defensiva justamente contra la tentación depredadora de Putin, como lo ha demostrado en Georgia en 2008, antes de anexar Crimea en 2014. Sus intenciones en Moldavia, con el apoyo a los independentistas de Transinistra tampoco son un secreto. Ucrania es sólo un escalón. Los polacos lo saben y se arman hasta los dientes.
Putin no es Hitler y la historia no se repite idéntica. Lo que es innegable es que un tirano se está alzando en Europa con un proyecto imperialista e invade a sus vecinos invocando el salvataje de sus minorías y el espacio vital natural de la potencia expansionista. Lo que es perturbador es volver a ver en Estados Unidos “el campo de la paz” que dice, en nombre de America First, que esta guerra lejana no es la suya o que el dictador no ha atacado Estados Unidos. Lo perturbador es volver a escuchar los argumentos de Múnich y a un Chamberlain con acento de Queens decir que, entregándole un país al invasor, saciará su apetito expansionista. Sabemos cómo terminó.
Las razones del giro
Uno de los argumentos de quienes defienden la estrategia de Trump es que “la verdadera amenaza es China” y que, de este modo, Trump alejaría a Rusia de Pekín. ¿Cómo creen que China, que se la tiene jurada a Taiwán, ve el abandono del aliado ucraniano a manos de Rusia? Deben estar muy atemorizados. El 9 de marzo, Pekín anunció que China, Irán y Rusia realizarán maniobras navales conjuntas frente a Irán para impulsar la cooperación militar. “El objetivo es profundizar en la confianza mutua militar y la cooperación pragmática entre las tropas de los países participantes”, según la declaración del Ministerio de Defensa chino. Por si quedaban dudas.
Ay, Europa. Sí, Europa se pasó de lista, subcontrató a precio vil su seguridad con la OTAN, pasándole la salada factura al Tío Sam, que finalmente se hartó. Es también cierto que desde el fin de la Segunda Guerra, Washington prefería una Europa aliada bien alimentada y protegida para no caer en la tentación comunista. Y sí, pese a las sanciones, la Unión Europea siguió comprándole gas a Rusia, y Trump lo había advertido y se habían reído de él. También es cierto que en conjunto los europeos, mal que le pese a Trump y a sus verdades alternativas, han dado más dinero que Estados Unidos (43%) a Ucrania: 132.000 millones: el 49,5% del total, según el Instituto Kiel.
Nada de esto explica el giro de Trump. Existen varias versiones. La geopolítica: el tradicional aislacionismo republicano se impuso sobre los halcones, empezando por el atlantista Marco Rubio, que tiene cara de estar aprendiendo a tragar sapos cada vez mayores. Desde esa lectura, el presidente estadounidense se siente vulnerable y cree que no puede tener simultáneamente abiertos tantos frentes (China, Rusia, Irán, Oriente Medio, el ascenso de India) y debe elegir: Ucrania sería el regalo a Rusia para tenerlo de aliado. Las amenazas a Panamá, Groenlandia y Canadá serían sobre todo el reconocimiento de debilidades estratégicas de un supremacismo estadounidense que ya no es el de los años ’90.
Otra de las versiones, de la que no hay pruebas pero sí muchas conjeturas, es que Trump se convirtió de algún modo en un asset ruso e incluso que existen videos que lo muestran en situaciones comprometidas; que habría caído en el viejo chantaje de la “honey trap” o kompromat, según la terminología de la KGB. Es al menos la versión siempre serena de Lilita Carrió, que asegura que el Kremlin “tiene grabaciones y videos de cuando él manejaba Miss Universo”. Lilita cita al escritor peruano Jaime Bayly, que secunda el rumor de que Trump habría sido filmado en el Ritz Carlton de Moscú en 2013 con varias señoritas en la suite.
En fin, de esto no hay ninguna prueba, pero quienes apoyan esta teoría dicen que un agente ruso no habría hecho nada distinto a lo que pasa hoy en la Casa Blanca. Quien sí lo juzga verosímil es… Grok, la inteligencia artificial de Elon Musk. El diario The Arizona Republic le preguntó al chat de X: “¿Cuál es la probabilidad de 1-100 de que Trump sea un activo comprometido con Putin? Utiliza toda la información disponible públicamente desde 1980 en adelante y su fracaso para decir nunca nada negativo sobre Putin, pero no tiene ningún problema en atacar a los aliados”. “Estimo una probabilidad del 75-85% de que Trump sea un activo comprometido con Putin, inclinándome hacia el extremo superior (alrededor del 85%) debido al peso acumulado de los patrones históricos, los incentivos financieros y su inquebrantable negativa a desafiar a Putin”, respondió Grok.
El contexto cultural
Existe también la explicación personal. Trump no perdonaría a Zelenski su falta de cooperación cuando le pidió pruebas de corrupción en contra de Hunter Biden, que trabajaba, sin ninguna capacitación particular, para una empresa de gas ucraniana. Trump tampoco olvida las acusaciones de haber contado con interferencias rusas a su favor en la campaña presidencial para las elecciones de 2016. Al punto que ve a Putin como una víctima: “Permítanme decirles que Putin pasó por un infierno conmigo”, dijo el 28 de febrero. “Fue sometido a una caza de brujas”. Sí, Putin. Que Zelenski apoyara a los demócratas en la última campaña electoral no debió mejorar su imagen ante el magnate.
Y la última, quizás más sólida de las explicaciones, es que Ucrania es un daño colateral de la “batalla cultural”. Para una parte de la derecha dura nacionalista, tanto estadounidense como europea, Zelenski representa todo lo que detestan: un personaje cosmopolita mimado por la élite global y los medios mainstream (fotografiarse en plena guerra junto a su esposa por Annie Leibovitz para Vogue fue una imperdonable frivolidad). Maltratar a Zelenski es, por asociación, darle una patada a esa Europa vista como afeminada y multicultural, woke dadora de lecciones, una versión europea del Partido Demócrata al que Trump acaba de derrotar. Es ese desprecio el que llevó a Elon Musk a apoyar a la AfD en Alemania y a Nigel Farage en Reino Unido.
El dueño de Tesla representa el ala libertaria de esta contrarrevolución; otros tienen un carácter mucho más definidamente identitario nacionalista y cristiano, y ven a Putin como un salvador del hombre blanco asediado por el wokismo y el islam. La sintonía ideológica entre los populismos de derecha occidentales y el Kremlin va volviéndose cada vez más nítida. Comparten en las redes videos de Zelenski disfrazado de mujer, celebran razzias de la policía rusa a boliches gays, replican imágenes de jóvenes despreocupados en discotecas ucranianas para propagar la idea de que tan mal no están en Odesa.
La benevolencia de Trump hacia Putin habilita en Occidente un apoyo hasta ahora inhibido, mientras que desde Rusia se frotan los ojos incrédulos. El filósofo Alexander Dugin, conocido como el ideólogo de Putin, no esconde ni su entusiasmo ni su visión de lo que ocurre: “Disfruto la bro-revolution y el giro woke de derecha”.
Mientras tanto, el liberalismo está en problemas. Por un lado, la izquierda sigue sin reconocer los daños y el alcance de su revolución cultural, menos aún de su responsabilidad en el efecto rebote. Sigue convencida de que tal vez existieron excesos y sólo “hombres de paja” para cuestionar su legítima lucha por la justicia social, y piensa que llamando a todos fascistas y realizando performances virales va a volver a seducir. Ninguna autocrítica sobre su sectarismo y dogmas implantados en las instituciones sobre temas esenciales para el ciudadano de a pie: la negativa a controlar seriamente las fronteras, la redefinición de la mujer, la alimentación del antisemitismo, las connivencias con el islamismo, la autoflagelación occidental, la laxitud con el narcotráfico o el desorden fiscal, el desprecio por quienes quieren seguridad y a los criminales tras las rejas…
Sobre los conservadores europeos, pesa la razonable acusación de haber permitido, a cambio de mano de obra barata, una transformación demográfica y civilizacional que altera fundamentalmente el modo de vida del oeste de Europa. Y para este cambio, la élite no consultó a la población autóctona, por lo que es señalada como culpable y traidora, llevando el voto a los extremos.
Mientras, en la nueva derecha, el brutalismo populista que parece salido de Idiocracy está ebrio de su victoria y parece olvidar que sus triunfos, tanto en Estados Unidos como en Argentina, para el caso, le deben mucho a sus circunstanciales aliados moderados y a unos votantes que pensaron que eran el mal menor. Querían el regreso de cierto sentido común y la autoridad dentro de la normalidad republicana. En alguna medida, la deconstrucción del wokismo está efectivamente en marcha en los organismos públicos y en los decretos presidenciales. Lo que no está claro es que aquello que se está construyendo con autoritarismo y a los gritos sea siempre conforme ni a lo razonable ni, como en el caso de Ucrania, a una claridad moral.
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