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El Cable Francés

#3 | El fin del aburrimiento

El scroll infinito y el brutalismo político atrofian nuestra concentración, generando un ciclo adictivo donde las pantallas sustituyen la reflexión profunda.

En el principio era el aburrimiento. Y si hay un Dios, nos creó para huir del tedio de la nada. El sexo, el poder, el dinero son tan sólo estímulos pasajeros. Por supuesto, está ese motor que es el miedo a la muerte, pero ni bien logramos ponernos a resguardo, comer, sanar, el aburrimiento vuelve invariablemente a instalarse. Sus dedos tamborilean sobre la mesa esperando. La insatisfacción pronto se convierte en irritación y finalmente en un llamado a hacer algo, una genialidad o una estupidez, como poner un tenedor en el enchufe. ¿Qué pasa si…? En francés, aburrimiento se dice “ennui”, pero la palabra puede querer decir también enojo o problema. Schopenhauer consideraba que nuestras existencias oscilan entre dos polos: el aburrimiento y el dolor. Tratando de escapar de uno, llegamos al otro, lo que nos lleva a querer volver al primero, atrapados en un ciclo de deseo y frustración.

Pero lo que aquí me interesa es el aburrimiento como disparador. ¿Cuántos empezamos, acosados por este, a dejarnos tentar por la biblioteca familiar porque ofrecía la única distracción inmediata en la época en que ni había TV por cable? O porque estábamos en una casa de vacaciones en la que no había nada que hacer y buscamos convertir ese vacío en algo. Ese despertar de la curiosidad se volvió un día hambre y disciplina, y uno terminaba exprimiendo cualquier texto al alcance de la mano, el manual de un electrodoméstico, una etiqueta de champú… Cuántas pasiones o hobbies nacieron de ese hallar un estímulo con un material que nos resultaba a primera vista tan soso.

Hace unos días, el escritor Hernán Casciari afirmaba en una entrevista: “la lectura, dos horas de lectura, es para ricos. O sea, no podés estar al pedo con los ojos para abajo”. Lo que no es cierto, estamos pobres, ricos y clasemedieros mucho más de dos horas al pedo con los ojos para abajo. Sí, las pantallas. El retroceso de la lectura libresca no tiene nada que ver con el poder adquisitivo —en el sentido de que no se agudizó, lo decisivo fue casi siempre contar con un entorno lector o ganas de escapar de ese entorno sin movernos—. Quienes tomamos el transporte público hemos visto en los pasajeros el progresivo reemplazo de libros y diarios por el omnipresente celular. Nada que ver con la economía.

Uno de los antónimos de aburrimiento es interés, otros son divertimento y entretenimiento. Y si algo sobra en la época, es el entretenimiento, la facilidad para encontrarlo o, mejor aún, ser encontrado por el algoritmo, y entregarse a él, cada vez con mayor docilidad y menor esfuerzo. Fui lector de manuscritos para una gran editorial francesa, reseñista literario para suplementos culturales y cada vez que viajaba o me mudaba, el tema principal era qué hacer con los libros, voluminosos y pesados. Ya no (en parte gracias al ebook), y he visto cómo muchos profesionales (académicos, periodistas culturales) admiten desde hace años que cada vez leen menos y algo que supere las 200 páginas se ha convertido en una extravagancia para las vacaciones.

La moneda en la economía de las redes sociales es la atención y, para captarnos, nos sobreestimulan con luces, audios, imágenes en movimiento, induciendo una actividad cerebral que describen muy bien los neurocientíficos y no intentaré reproducir aquí, pero que puede resumirse en que no podemos concentrarnos en nada, todo nos aburre cada vez más rápido (multimedia en velocidad x2), nos autodistraemos con una constelación parasitaria y demandante de notificaciones y el FOMO (“Fear of Missing Out”, “miedo a perderse algo”). Y como toda adicción —porque de eso se trata— la abstinencia, sobre todo forzada, genera irritabilidad, impaciencia, agresividad. Quitarle a un niño o un adolescente el celular o el wifi es exponerse a la furia de un yonki desatado que reclama su dosis. No pretendo aleccionar, yo mismo fracaso en resolverlo, sólo que en estos días he vuelto a leer algo súper estimulante —ya hablaré de esto en Seúl— y mi cerebro lo acogió como un festín en un restaurante Michelin después de haberse alimentado durante demasiado tiempo en el kiosco con golosinas digitales que saturan rápidamente nuestras papilas pero sin nutrientes. De ahí la sensación de hastío y vacío después de horas de escroleo o zamparse un Big Mac.

Los brutalistas

Una de las características del estado mental en que nos dejan las pantallas es cómo aumenta la exigencia de velocidad e inmediatez para satisfacer la descarga de dopamina, un neurotransmisor que refuerza el comportamiento adictivo a través del placer y la recompensa (likes, comentarios, validación narcisista). La promesa de una gratificación instantánea en un mundo permanentemente conectado es tener un dealer 24hs en casa. Mi intuición es que nuestro comportamiento se está modificando más allá de las pantallas o al revés, ahora casi toda la realidad está en las pantallas, y las lógicas de este universo digital empiezan a aplicarse en el mundo físico. En el relacional, está claro en el impacto en las relaciones humanas, como aplicaciones de citas, donde se valida y se descarta a humanos con un swipe como quien ojea un catálogo de ofertas del supermercado. Pero también en la oferta y demanda política. Queremos soluciones ya —a eso nos acostumbraron las apps— también para quienes rigen nuestros destinos. El mandato “moverse rápido y romper cosas” salió de los confines de las Big Tech y amplió su campo de acción. La cultura del atajo (la promesa de un clic menos, de una IA que haga algo más y más velozmente por nosotros, el scrolling en automático) se impuso también al ejercicio del poder. En un ecosistema donde prima el trolleo, recortes de videos fuera de contexto, memes, reacciones epidérmicas a titulares de artículos sin leer la nota, germinan influencers que capitalizan su fama en el mundo “real” y se desarrollan una lógica y un lenguaje brutal que exigen una respuesta por knock-out.

Y la demagogia, eso que ahora llamamos populismo, es la promesa de soluciones instantáneas y fáciles a problemas engorrosos y cronófagos. Donald Trump triunfó con la promesa de terminar en 24 horas con el déficit comercial y la crisis migratoria de Estados Unidos, así como con las guerras en Oriente Medio y Ucrania, procesos que llevaban décadas o años estancados con cientos de miles de muertos y sin solución a la vista. Asumir la brutalidad de la que es capaz la mayor potencia militar del mundo puede ser eficaz, y Hamás por ejemplo entendió rápidamente este lenguaje cada vez que pretendió dilatar la entrega de secuestrados israelíes. Fin del palabrerío y manipulaciones, o liberás a los rehenes o te convierto Gaza en un resort americano. A veces, un buen golpe a la TV catódica era lo que se necesitaba para sintonizar bien. En Ucrania en cambio, la brutalidad consistió en apuñalar por la espalda al invadido Volodímir Zelenski, insultándolo con el injusto mote de dictador y, en un inédito capítulo del The Art of the Deal, ofrecerle a un dictador de verdad, Vladimir Putin, todo lo que este pretendía desde hace años, antes siquiera de sentarse a negociar, y sin el presidente ucraniano, al que le endilga su propia invasión, humillación mediante.

Una de las maneras de imponerse en la economía de la atención es desbordarla. Donald Trump, que llegó al público masivo como entertainer de reality show, utiliza una receta política y mediática conocida como “flood the zone” (Inundar la zona). Es una técnica desarrollada por su ex consejero Steve Bannon que consiste en saturar el espacio informativo con una gran cantidad de declaraciones, noticias y contenidos, muchas veces controversiales, dejando a sus rivales paralizados como liebre encandilada en medio de la ruta. Javier Milei, adepto del brutalismo motosierrista, también enciende tantas notificaciones que deja a todos abrumados. Nadie se aburre. Todo lo contrario ocurre con la insulsa imagen que transmite la Unión Europea, que envía señales débiles e impotentes, ahogadas en tibias marañas burocráticas dedicadas a pronunciamientos vacíos o a domesticar todo lo que brilla hecho por otros.

No son tampoco decididamente épocas para los matices, aceptar procesos complejos y lentos cuando la impaciencia y la recompensa emocional reclaman una descarga de placer en tiempo real. “Mucho texto”, denuncian a algo que tenga más de 280 caracteres. Es la era del aceleracionismo.

Aburrirse se convertirá pronto en un lujo, como en algún momento reciente lo fue el no llevar encima un celular. Mientras tanto, y hasta que como en Matrix toda la información y la educación nos llegue por un cable enchufado a la nuca, podemos reaprender a aburrirnos. Apagar. Es violento, volver a los libros o contemplar lo que nos rodea; es como retomar el ejercicio, redescubrir el fastidio y el dolor del esfuerzo, pero uno siempre termina la sesión con la convicción de que valió la pena, fue una gran idea volver a él y que es necesario convertirlo nuevamente en disciplina.

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Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

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