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Estallan las publicaciones en redes y medios masivos: un carpincho se mete en la pileta de una casa y se desata en barrios cerrados una batalla más del conflicto entre la naturaleza y los jardines de señoras indignadas. ¿Qué está pasando? ¿Estas apariciones son algo normal?
Si uno le pudiese preguntar a un carpincho, posiblemente diría: “Prefiero lidiar con estos nuevos problemas a terminar con un tiro de escopeta”. Esto es lo que históricamente sucedía con los carpinchos: siendo fuente de carne y cuero, eran a menudo el principal objetivo de la caza de subsistencia de pobladores que vivían en condiciones marginales. Por suerte para los carpinchos, su poderío reproductivo les permitió evitar la categoría de “en peligro de extinción”. Sin embargo, algunas poblaciones desaparecieron o se redujeron en ciertas áreas, por ejemplo, en buena parte de la provincia de Buenos Aires —incluyendo el conurbano—, donde hasta hace poco era imposible pensar en cruzarse con un carpincho. ¿Qué cambió entonces para que estos grandes roedores convivan con las personas?
Como siempre los argentinos nos creemos únicos: error. Desde hace algunos años, aumentan en muchas partes del mundo los encuentros de fauna silvestre con las personas cerca de las grandes o medianas ciudades, especialmente en sus suburbios. Esto no se debe al aislamiento humano durante la pandemia que hizo que la naturaleza “recuperara terreno” frente al humano, por más que suene plausible como guión de película distópica de Netflix. La anormalidad del homo sapiens recluido durante meses quizá influyó en algunos lugares, pero la causa es mucho más profunda y anterior.
Algunas especies animales silvestres parecen haberse beneficiado de este proceso de despoblamiento rural humano, principalmente herbívoros que eran muy cazados.
Primer elemento del cambio: en las sociedades más desarrolladas se verificó un éxodo rural, y hoy más que nunca en la historia las personas que viven en grandes ciudades superan a las que viven en el campo. Las causas y consecuencias exceden el interés de este artículo, pero lo que ya no resulta discutible es que algunas especies animales silvestres parecen haberse beneficiado de este proceso de despoblamiento rural humano, principalmente herbívoros que eran muy cazados, y tras ellos carnívoros también muy combatidos por los antiguos pobladores rurales.
El biólogo español Ignacio Giménez Pérez, que trabajó en varias partes del mundo (incluida la Argentina) en ambiciosos proyectos de conservación y restauración de la naturaleza, nos dice claramente que en Norteamérica y en Europa ese éxodo fue uno de los factores más importantes que permitió la recuperación sorprendente de varias especies de grandes mamíferos en el primer cuarto transcurrido de este siglo XXI. A esto se le suman leyes más estrictas —y su cumplimiento—, aumento de la conciencia por parte de la sociedad, tareas de educación, etc. En nuestro país algo así sucedió notablemente con el puma, que recuperó territorios en los que había sido exterminado hace 100 años: no hablamos de regiones inhóspitas de la meseta patagónica, sino de la zona central del país y de buena parte de la provincia de Buenos Aires. Según creen los especialistas, el éxodo rural es una de las causas directas de la recolonización del puma, favorecido también por un evidente aumento de algunas de sus presas silvestres, como —precisamente— los carpinchos.
Dicho de modo sencillo: si ya no hay tantos granjeros con gallineros, no existe la presión de caza sobre los zorros; si hay menos pobladores rurales con tradición de cazar casi todo lo que se cruza —sea por represalia, por costumbre o para la olla— entonces algunas especies se recuperan y otras se animan a volver, aprovechando estas nuevas circunstancias favorables.
Otra mentalidad
Giménez Pérez también observa un segundo factor: esa población humana, cada vez más urbana, comienza a apreciar los paisajes naturales y su fauna como bienes escasos y añorados, y así aumenta la demanda por nuevos usos de esos bienes de forma no extractiva: “Los nietos de los que mataban lobos ahora pagan por verlos”, nos dice. Son los que viajan, incluso grandes distancias, para observar y fotografiar fauna silvestre en su hábitat, algo impensado unas décadas atrás. Acuden anualmente por millones a los parques nacionales de todo el mundo. No sólo se trata de una nueva comprensión de los beneficios ambientales de un ecosistema sano (algo que puede sonar algo técnico), sino de la apreciación y disfrute de la naturaleza silvestre como quien lo hace con una obra de arte, un concierto, un libro o una compañía.
Una de las formas de uso no extractivo de la naturaleza puede ser comprar tierras fuera de las ciudades o cerca de escenarios naturales para establecer viviendas temporarias o permanentes. De esta manera, algunos vuelven al campo o a entornos semirrurales, y poco tienen que ver con aquellos antiguos pobladores para los que todo animal silvestre era per se contrario a sus intereses y, por ende, combatido. Son nuevos habitantes o visitantes criados en ciudades que ya no dependen (ni efectivamente ni simbólicamente) de ese espacio de tierra para satisfacer necesidades básicas. Van con su vida resuelta en muchos aspectos y con otra mentalidad, no a conquistar un lugar hostil luchando contra la naturaleza, sino simplemente a vivir o descansar donde les resulta agradable y tranquilo.
De la mudanza urbana a sitios rurales o semirrurales y la recuperación de algunas especies ayudadas por el éxodo humano previo, surgen estos encuentros frecuentes entre personas y animales.
Entonces, de la mudanza urbana a sitios rurales o semirrurales y la recuperación de algunas especies ayudadas por el éxodo humano previo, surgen estos encuentros frecuentes entre personas y animales. Pero esta convivencia tendrá características muy particulares, nuevas, propias del siglo XXI y muy diferentes a las del pasado. Por ejemplo, ¿cómo reacciona un habitante de Pasadena (California) si una hembra de oso negro de 120 kilos se mete en su pileta, como suele suceder en esta ciudad a menos de una hora de Los Ángeles? ¿Qué pasa si ve en su cámara de seguridad que un puma se pasea por su porche? ¿Qué hace un vecino de Lake Tahoe (al norte del mismo estado) si descubre que un oso decidió hacer su cueva de hibernación bajo la casa? Son todos hechos posibles, incluso habituales, y en general los vecinos reaccionan con bastante calma. No hay pánico ni notas con títulos catástrofe en los medios, y las autoridades de fauna están bien preparadas para gestionar la situación: si no se detecta peligro, no se toman medidas extremas. Mediante campañas de difusión se educa a la población sobre lo inconveniente que es, por ejemplo, dejar basura o alimentos a disposición de los osos, tratando de evitar que se acerquen demasiado a las personas. Por supuesto, alguna que otra vez suceden encuentros no tan afortunados, pero se trabaja permanentemente para que sean una excepción.
En los pequeños pueblos medievales de Abruzzo, en el corazón de Italia, osos, ciervos e incluso lobos se aventuran algunas veces en sus callecitas, en especial a fines del otoño. En cierta ocasión tomé un café en Il Bar del Lupo, en Civitella Alfedena, sin pensar que ese nombre era tan pertinente, hasta que vi en las redes pocas semanas después que entre esas mismas mesas se paseaba un lobo, cuya conservación es el orgullo de sus habitantes.
En algunos lugares las personas van aprendiendo de a poco a convivir. Estamos presenciando un cambio de 180 grados en pocos años, en una generación. De la mano de nuevos parámetros, necesidades e intereses, surgen una nueva sensibilidad y una oportunidad inesperada. Sin desconocer los enormes problemas ambientales actuales —y en particular el deterioro y empobrecimiento de ecosistemas, crisis de extinción y la creciente superficie del planeta dedicada a producir alimentos— hay quienes viven en entornos donde la fauna se está recuperando, y conviven con ella. Esto sucede en el primer mundo.
¿Y por casa?
Volvamos a la Argentina, ya sabiendo que no somos originales en absoluto, donde observamos que la convivencia entre humanos y especies silvestres comienza a golpearnos la puerta. En las publicaciones de vecinos de un country cerca de Mar del Plata vemos los videos de una familia de zorros que se pasea por calles y jardines. Inevitablemente surgen desencuentros entre los vecinos que defienden a los animales silvestres y los que buscan erradicarlos. Algunas veces dentro del bando de los enojados militan aquellos a los que les molesta todo: los teros por los vuelos rasantes cuando sienten amenazado el nido, las cotorras porque son ruidosas, las nutrias o coipos porque “son feos”. Creo que la solución para ellos sería vivir en Callao y Las Heras, pero dejando de lado esos casos perdidos debería ser posible encontrar un punto de equilibrio. Algo difícil de lograr si falta información y si los medios levantan estas publicaciones con títulos alarmistas como “Zorros sueltos en Mar del Plata” o “Pánico por invasión de zorros”. Los zorros obviamente no están “sueltos”, están en su hábitat y ahora conviven con las personas, ésta es la novedad.
La conflictividad por ahora surge con ciertos límites, ya que todos los actores se saben muy expuestos en la intensidad de las redes sociales. Para que la cosa no escale y se logre de verdad una sana convivencia, la intervención técnica del Estado es clave, tal como sucede en los ejemplos mencionados del primer mundo. Para empezar, con educación, para que la gente sepa que no se trata de una invasión por una causa extraña y única, y que no es buena idea, por ejemplo, alimentar a los zorros. También con el monitoreo de las poblaciones. Siendo un fenómeno bastante reciente en Argentina, es posible que los funcionarios no sepan exactamente cómo actuar y que teman la crítica ante cualquier medida que adopten. Pero resulta imprescindible que se comprometan, para lo cual son necesarios por lo menos dos ingredientes: personal idóneo y decisión de intervenir y gestionar. Seguramente se pueden tomar experiencias prestadas y adecuarlas a nuestra realidad.
Si un carpincho se vuelve muy confianzudo y lo vemos desde nuestra ventana en algún jardín de una casa suburbana de Buenos Aires, pensemos que quizás al mismo tiempo en Pasadena hay alguien filmando a una enorme osa y sus cachorros chapoteando en su pileta. Cosas del primer mundo, ése al que queremos pertenecer. ¡Bienvenidos!
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