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Antonio Salieri, kapellmeister de la corte imperial de Viena, no sabía qué pensar del joven Mozart. “Cómo es posible, Señor —habría dicho, según el film Amadeus— que el don divino de la música lo hayas concedido a ese ser inmundo y despreciable”. Aunque incapaz de componerla, Salieri sabía reconocer la calidad en la música.
“Mierda en una media de seda”. Napoleón Bonaparte no tenía dudas sobre Charles M. de Talleyrand, su aristocrático ministro, que había servido a Luis XVI y serviría a Luis Felipe: lo detestaba pero dependía de su talento para la diplomacia.
En estos temas, Juan Domingo Perón fue menos categórico. Aplicaba al movimiento peronista y a sus seguidores un dicho criollo que usaba con frecuencia: para hacer adobe se necesita barro, paja y bosta.
Quien contrapone la mierda con la media de seda que la contiene, o la música de Mozart con su algo grosero creador, o recuerda la bosta del adobe que está usando, experimenta sentimientos encontrados —mixed feelings dicen los angloparlantes—, un tipo de conflicto tematizado por las hermanas Brontë y muchos otros novelistas románticos. Eso es lo que siento ante lo que dice y hace nuestro presidente, Javier Milei.
La seda
Me parece que Milei y su ministro Luis Caputo están manejando con arte y tacto la delicada coyuntura macroeconómica. El barco está obedeciendo al timón y, pese a algunos bandazos, se estabiliza. Los pasajeros siguen mareados y vomitando, y muchos protestan, pero según las encuestas hay una mitad que, total o parcialmente, tolera el ajuste, con una esperanza que no conocí en ocasiones similares, salvo –según dicen– en la de 1952.
No sé si lo logrará. Pero su punto de partida es el excelente diagnóstico que aporta Federico Sturzenegger. Encuentro ahí, dicho con conocimiento preciso y detallado, lo que desde hace 20 años —siguiendo el camino abierto por Jorge Bustamante— he señalado como el plexo, el nudo gordiano de una crisis de decadencia que ya lleva medio siglo. Se trata de la coexistencia de un Estado crecientemente impotente, colonizado por un conjunto de grupos prebendarios de distinta envergadura, cuya existencia depende de la tibia leche que brinda la teta estatal. Esta relación colusiva, delictiva, mafiosa, se ha convertido en costumbre social y en inevitable alternativa: en cualquier ámbito, para subsistir es necesario cobijarse en una corporación que negocie “lo suyo” con los funcionarios estatales.
Milei ha conseguido algo extraordinario: colocar este problema en la agenda pública e instalar algunos principios básicos en el sentido común de una ancha franja de la sociedad. Pocos dudan hoy de que el déficit fiscal es un asunto central, que no puede ignorarse. Pocos dudan de que los derechos reclamados —aún los que reclaman un apoyo constitucional— deben tener algún tipo de límite presupuestario.
Sturzenegger hizo un inventario preciso de todos (o casi todos) los lugares donde alguna regulación, una práctica establecida o un derecho adquirido implican una prebenda o incluso un delito. Tanto los anarquistas libertarios que sueñan con suprimir el Estado, como los liberales o los progresistas —en su antiguo sentido— que juzgan indispensable la existencia de un Estado diferente y mejor que el actual, parecen coincidir en que, respecto de las reglamentaciones estatales, hoy hay que invertir la carga de la prueba: a menos que se demuestre lo contrario, encierran —o han llegado a encerrar— un acto colusivo o delictivo.
Sturzenegger hizo un inventario preciso de todos los lugares donde alguna regulación, una práctica establecida o un derecho adquirido implican una prebenda o incluso un delito.
Hasta ahí el aporte acreditado de Sturzenegger. Intuyo que no es un buen ejecutor de sus propuestas, y además, que las decisiones conducentes pasan por otro lado. Ahí aparecen los problemas: cómo traducir este criterio en acciones ordenadas, graduadas, mesuradas. Acá veo mucho menos clara la eficacia de un gobierno que no logra encontrar un punto intermedio entre el arranque demasiado impetuoso en algún tema –a veces más rimbombante que importante– y la dilución del interés, desplazado por una nueva iniciativa rimbombante.
En la ejecución, en lugar del cirujano aparece un carnicero. En cuestiones complejas, en las que se mezclan prebendas e intereses legítimos, el gobierno adopta un maximalismo intransigente que sólo puede sostener en asuntos menores. No es que no negocie –lo ha hecho, muy prudentemente, con los sindicalistas– pero no lo exhibe como un mérito.
Por otro lado, la concordancia de los actores corporativos en algunos principios básicos no significa, ni remotamente, que cada interesado deje de defender “lo suyo”, que en su opinión hace a la defensa de algún interés nacional esencial. Por casualidad, pude escuchar este argumento en boca de dos o tres grandes empresarios que asocian su negocio —sean medicamentos, caramelos o acero— con los grandes intereses de la nación. Quizá por eso, muchos grandes negocios, la crema de la “casta”, no han sido tocados.
De modo que saber a dónde ir y tener un cierto consenso sobre las grandes líneas no le resuelve al Gobierno el problema, sustancialmente político, del cómo hacerlo. El impulso —quizá irreflexivo, alocado— que inicialmente el presidente imprime a cada línea de acción, con ser importante, no alcanza. Ojalá le encuentren la vuelta, les vaya bien y, cumplida su tarea, estemos en condiciones de discutir las cuestiones de fondo.
La bosta
Hasta aquí, la seda, la divina música de Mozart. En la otra columna, la de la mierda y la miserabilidad personal, hay mucho. Tanto, y tan conocido, que no requiere demasiada explicación. Aunque –admito– esto depende mucho de la edad y de la sensibilidad de cada uno. Para las mías, el todo es abrumador, y se me hace difícil mantener la distanciada ecuanimidad que como historiador trato de practicar.
Voy progresando: ya me acostumbré al vocabulario grosero. Hasta uso aquí, casi sin pudor, la palabra “mierda” –aunque la saqué del título de esta nota–; al fin, hace ya 50 años que Dominique Laporte publicó una erudita Histoire de la merde, traducida literalmente al inglés como shit y al español como mierda. Admito que los términos groseros les gustan a muchos y que Milei, que está construyendo su base, tiene derecho a interpelarla en términos eficaces.
Más duras de digerir son sus batallas culturales contra los “zurdos” y “comunistas” o contra la cultura woke, en un ataque en el que, como dicen los ingleses, el niño —por ejemplo, los derechos de las mujeres y los homosexuales— se escurre por el desagüe junto con el agua sucia del radicalismo woke. En estos temas de lo que él llama “su batalla cultural” la boca de Milei semeja a una cloaca. Sobre todo cuando apela a calificativos que –confieso mis culpas: soy liberal, republicano y socialista– me resultan espantosos. A la vez, me hacen sentir vergüenza ajena por alguien tan pobre de lecturas, tan poco cultivado, que acusa a los “comunistas” como si fuera el senador McCarthy en 1952, o a los “zurdos” como si militara en la Triple A de 1973.
Sé bien que del dicho al hecho hay un gran trecho, pero tampoco me tranquiliza. Está claro que Milei ha aprendido rápidamente las técnicas de la negociación política en su peor versión, esa que, en frase feliz, Hugo Quiroga caracterizó como la “democracia del canje”, el quid pro quo. Baste un nombre: Ariel Lijo. También, siempre siguiendo a Quiroga, está claro que Milei está llevando a un punto extremo la “democracia decisionista” a la que llegó el kirchnerismo. Está dispuesto a gobernar solo, sin alianzas firmes y sólo con affaires ocasionales, ignorando, siempre que puede, a los otros poderes del Estado (la Constitución es generosa en esto), manipulando los mecanismos de control de los gobernantes y, lo más notable, celebrando todo como victorias en su batalla contra “la casta”. Quizá mucho quede en palabras; pero con palabras se construye, demuele y reconstruye la cultura política. Ojalá en esto le vaya mal, muy mal.
Quizá mucho quede en palabras; pero con palabras se construye, demuele y reconstruye la cultura política. Ojalá en esto le vaya mal, muy mal.
Sumando todo esto, nos queda algo muy parecido al “vamos por todo” de Cristina Kirchner, o a lo que usualmente se denomina “populismo”. Como entonces, la República está en jaque. Entonces resistió; hoy, es una incógnita, pero está claro que, con una política económica coyunturalmente exitosa, el estilo de Milei se desplegaría plenamente, llevándolo bastante lejos de la forma republicana de gobierno, que como cualquier otra cosa en la historia, no tiene su existencia asegurada.
No descarto que pueda tratarse de un “populismo positivo” (“caudillo positivo”, llamaba Pellegrini a su puntero Cayetano Ganghi) , o que una cuota de populismo sea necesaria para hacer avanzar el “programa Sturzenegger” o, como dicen algunos, la “agenda liberal”. Quizá el fin justifique los medios. Sólo que cuesta encontrar en Milei algo de lo que tradicionalmente se ha asociado con “liberalismo”.
Lo que más me asusta –y espero que sea sólo un recurso retórico– es su idea de que es un “topo” que va a destruir el Estado desde adentro. En mi opinión, en la Argentina el problema es exactamente el contrario: hemos tenido muchos gobiernos que han abusado del Estado con fines político-patrimoniales, y que por ese camino destruyeron lo esencial del Estado, que requiere ser reconstruido desde sus bases: la vigencia plena del Estado de derecho, la división de poderes, la administración ética y eficiente, los órganos de control de los gobernantes y, como propuso Durkheim hace 100 años, el impulso a una circulación de ideas entre el gobierno y la sociedad de la que surjan las políticas meditadas y acordadas.
Pongamos esto en términos más breves: sin Estado no hay mercado ni libertades ni convivencia ordenada, como lo aprendieron desde el siglo XI los burgueses de las nuevas comunas europeas, decididos a vivir al margen del orden feudal, que discutieron en la plaza o en el consejo y pusieron por escrito en sus cartas comunales las normas de convivencia urbana. No hay ni una brizna de esto en lo que dice y hace Milei.
El futuro ignoto
Cada vez veo más claro a dónde quiere ir Milei, que no encuentra ninguna contradicción en su proyecto. En cuanto a dónde iremos todos nosotros, sigue siendo oscuro. Una visión optimista de esta combinación de seda y mierda que hoy se aprecia en el gobierno de Milei está expresada en el dicho criollo de Perón que, aunque a veces ladrara, era optimista y negociador: un poco de bosta es necesaria, si se sabe controlarla. Pero era otra Argentina. Hoy no sabemos si el producto de nuestra combinación será un rancho habitable o una pila de excremento, que ni para abono se usa ya.
No sabemos cómo será el futuro. Siempre es el resultado de una combinación de proyectos y contingencias, de acciones deliberadas y consecuencias no queridas, según el dictum del escocés Ferguson, que me enseñó Ezequiel Gallo, un gran maestro y un auténtico liberal.
Aún para quienes creen en un orden divino providencial, con la salvación como premio final, para los humanos el futuro en la Tierra es un misterio, pues como enseña la Biblia (Romanos, 33) los caminos del Señor son inescrutables, o como habría dicho San Bernardo, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno. ¿Será Milei uno de esos extraños instrumentos de la Providencia? ¿Serán las buenas intenciones las que construyen ese camino en el que está dispuesto a acelerar, cada vez que se encuentre con una curva?
En cualquier caso, además de mirar a Milei y tratar de entender sus designios, buenos o malos, para avizorar el futuro se debe tener en cuenta el conjunto de los actores que están en el juego, y el conjunto de circunstancias que llamamos azarosas, irreductibles tanto a un modelo de juegos como al más sofisticado de los algoritmos. Ese es el problema.
Hoy, el presente es tan novedoso que vacilo en formular un diagnóstico; simplemente, todavía sé muy poco.
Hace unos años me parecía más fácil; sacaba mis conclusiones y las comunicaba con tranquilidad de conciencia. Hoy, el presente es tan novedoso que vacilo en formular un diagnóstico; simplemente, todavía sé muy poco. La ley ya me exime de votar; quizá para mí sea el momento del wait and see, de tomar distancia y enfrascarme en un espectáculo que puede ser tan apasionante como una novela policial.
Pero para muchos de nosotros –a esta altura ya no sé en que “nosotros” me incluyo– sigue siendo imperativo algún tipo de acción pública, aunque sea mínima. Triste situación la de estar convencido de que hay que hacer algo y no saber qué, o más exactamente, de cuál lado ponernos. Quizá porque, citando una frase trillada, todavía los viejos “lados” no han desaparecido y los nuevos no terminan de definirse.
Es posible que ésa sea la respuesta a mis dudas: hay que construir un “lado” que no consista en estar a favor o en contra de Milei. Sea seda o mierda lo que lo define, estoy convencido de que sus reformas económicas son indispensables. A la vez, creo que necesitamos fortalecer un marco institucional que, en el peor de los casos, lo detenga y lo frene, y que en el mejor lo contenga y encauce. El “impulso Milei”, como un río de montaña, si ha de ser útil necesita diques y canales de regadío. En este caso, son las instituciones y, por otro lado, una fuerza política que tenga por propósito principal defenderlas; un centro republicano, liberal y democrático —nada de eso se encuentra en el mileísmo— que, además de organizarse, encuentre un mensaje, un alma que enamore a una sociedad para la que estas ideas han perdido su encanto.
Finalmente, es lo mismo que pensé en casi todas las elecciones presidenciales que recuerdo. Hoy, en plena crisis de las fuerzas políticas, parece utópico. Pero, como suele decirse, las cosas fáciles ya están hechas: hoy nos quedan las difíciles.
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