No debe haber género con peor ratio de efectividad que el stand-up, quizás porque cualquiera cree que puede agarrar un micrófono, hacer una observación más o menos afilada sobre la realidad, y con eso ya está haciendo humor. Me doy cuenta cada vez que escroleo los reels en Instagram y veo a alguien diciendo cosas como: “Creo que he pasado más tiempo buscando el control remoto que viendo la tele”, mientras el público, probablemente compuesto por amigos y conocidos, ríe a medias, disimulando el desgano. Jerry Seinfeld ya se parodió a sí mismo haciendo eso hace treinta años (“What’s the deal with cancer?”).
Lo que más me irrita de estos estandaperos (los hay argentinos, pero también americanos) es cuando hacen participar al público. “¿Cuál fue el motivo más raro por el que los echaron de un trabajo?”, preguntan, y alguien responde: “Me cogí al novio de una compañera”. Entonces se desata un diálogo donde la persona del público cuenta su anécdota y el estandapero se limita a poner caras de asombro y, a lo sumo, meter algún bocadillo, si se le ocurre. El show se convierte en un programa de FM de los early 2000, con mal sonido y risas de fondo.
Y ahí me pregunto: ¿por qué me irrita tanto? Es la desidia, la falta de amor por lo que hacen. Puedo entender que te falte el talento y que tus chistes sean malos. Te banco por tener la perseverancia y la valentía de subirte a un escenario sin temor a hacer el ridículo. Hasta te admiro por haber conseguido un poco de público (algunos de estos estandaperos, aunque no sean Clase A, son profesionales). Pero tenés que ser muy indolente para no escribir chistes siquiera, pararte ahí, hablar con el público y chau.
Esa mezcla de indolencia y perseverancia es lo que me molesta. Se requiere mucha energía para hacer todo lo necesario para llegar a un escenario y estar frente a un público que pagó por verte, aunque sean tus amigos. ¿No te sobró un poco de esa energía para lo más importante, que es escribir tu monólogo?
Algo parecido me pasa con los cocineros de Instagram que te dicen que su budín es facilísimo, que son solo dos ingredientes. Ponen leche y harina en una licuadora y lo meten al horno. Si es tan fácil, ¿para qué me lo enseñás? Si el resultado es un budín falopa, ¿no es mejor comprar uno más rico en la panadería? ¿Dónde se vio a alguien enseñar algo y bajarle el precio al mismo tiempo? Te enseño esta idiotez. Aprendé a hacer esta tarta de mierda en un paso muy sencillo.
Algo muy parecido me pasa cuando en el medio de una receta te dicen que pongas “cebolla, puerro o lo que encuentres en la heladera”. Tengo la insulina de mi abuela en la heladera. Entiendo que hay espacio para improvisar, pero siempre dentro de ciertos límites. Eso quiero que me enseñes: cuáles son los límites. Qué sabores combinan. Tomate con albahaca, va. Manzana y canela, también. Merluza y dulce de leche, no.
En resumen: me exaspera la gente que no ama lo que hace. Pero quiero que quede bien claro: no me molesta la gente que no tiene vocación, aquellos que solo buscan pasar por la vida volando bajito, sin grandes pretensiones más alla de ganar la plata suficiente como para pasarla bien. Ellos me caen muy simpáticos.
En realidad, demasiadas cosas me irritan. Los mozos que te dicen “buen provecho” mientras estás masticando, forzándote a hacer un gesto de agradecimiento o a apurar el bocado para decir “gracias”, pueden arruinarme la cena. Peor aún cuando te preguntan cómo estuvo la comida. ¿Para qué vamos intepretar esa pantomima? Yo no voy a decirte si algo no me gustó, y si lo hiciera, no sé qué harías con esa información. No podés retroceder el tiempo. ¿Una crítica constructiva para el cocinero? No deja de ser la opinión de un comensal sobre una porción.
Del otro lado, aunque por suerte no los sufro yo, están los clientes que se quejan de los platos o, peor aún, los devuelven, algo que me parece directamente una falta de respeto. A menos que haya una cucaracha o que la carne esté claramente cruda o fría, devolver un plato por cuestiones subjetivas, como que “está feo” o “está soso”, es como devolver un libro porque no te gustó el final. Veo a los pobres mozos pidiendo disculpas y me sube un calor que no te puedo explicar.
Los taxistas ya no me irritan porque corté el vínculo: tengo unos auriculares grandes on ear que me pongo apenas subo. Aunque a veces me hablan igual. Ahí lo que me molesta es que no respeten mi situación, que me obliguen a sacarme los auriculares y a preguntarles “¿cómo?”. Y generalmente lo que tienen para decir es algo totalmente intrascendente sobre el clima o el dólar. Ahora con Uber podés pedir que no te hablen. Gran servicio.
Eso sí, cuando llega el momento de pagar, no queda otra que dialogar (no siempre tengo la tarjeta asociada, pues AFIP y todo eso). A veces me pasa algo que desde que tengo uso de razón monetaria no entiendo: voy a pagar con un billete grande y el tachero me dice: “Me matás, me dejás sin cambio”. Que se entienda: no me dice “no tengo cambio”, sino “me dejás sin cambio”. Es decir: tiene pero no quiere dármelo, porque si me lo diera se quedaría sin cambio.
¿Para qué quiere el cambio, si no es para darlo? Y si lo da y se queda sin cambio, entonces sí puede decir “no tengo cambio”. Pero si tiene y no me lo da, ¿no es lo mismo que no tener? ¿O por algún motivo psicológico necesita tener un mínimo de cambio disponible, como si fuera el tanque de reserva del auto?
Todo esto suma al hecho de que “tener cambio” es responsabilidad del comerciante. Cuando me dicen “no tengo cambio” y se me quedan mirando como si yo tuviera que multiplicar los billetes como Jesús, empieza un duelo de miradas e inacción que gana el que tiene menos apuro. Si encima me dicen “me dejás sin cambio” y pretenden que lo consiga yo, puedo llegar tarde a mi propio trasplante.
Y, sin embargo, no me considero una persona malhumorada. Toda esta gente del mal no afecta mi buen humor. Tampoco los bares que no te dan una mísera galletita con el café o un insignificante platito de maníes con la cerveza; o que en Carrefour te pregunten siempre si tenés tarjeta Carrefour, aunque vayas todos los días. No, no tengo tarjeta Carrefour. Ya lo sabés. Vengo dos veces por día desde que abrieron. Es evidente que es una estrategia de marketing para que yo saque la tarjeta, cuyo beneficio más inmediato sería que no me pregunten más si tengo tarjeta Carrefour. Pero no voy a sacarla, aunque cada vez que me preguntan hago el cálculo de cuánto tiempo nos hubiéramos ahorrado si no me lo hubiesen preguntado en los últimos tres años: llevamos 22 minutos.
Tampoco logran ponerme de mal humor los que designan lugares ignotos como los mejores en su rubro. ¿Cuál es el mejor helado de Argentina? ¿Cadore? ¿Rapanui? ¿Scannapieco? Y ahí aparece un boludo original (B.O.) a decir que la heladería Sorette de Villa General Pedo, un pueblito de siete habitantes en Formosa, hace el mejor helado del mundo. Y lo peor, y acá sí logran cagarme el día, es cuando te dicen: “Si no probaste el helado de bacalao de Sorette, no comiste helado en tu vida”.
En los últimos días anoté más cosas que me irritan. Son un montón. Los que hablan de “familia esamblada” o de “hijos del corazón”, Luis Novaresio preguntando “entra ahora XXX por esa puerta, ¿qué le decís?” o la gente a la que le gusta dar lástima. Esto último da para un newsletter entero. Será en otra ocasión.
Nos vemos en quince días.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.
Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla martes por medio).