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Domingo

El año oscuro de Camelot

Kamala Harris dice que es ella o el fin de la democracia, pero fue nominada a dedo y a puertas cerradas. ¿Qué dice eso sobre el Partido Demócrata?

Kamala Harris el el nuevo centro de las obsesiones progresistas, una indie darling del solipsismo en Internet. En un contexto de profundo caos mediático, el Partido Demócrata ha decidido nombrarla como la heredera de Camelot. En la revista Anfibia, Jordana Timerman construyó una hagiografía basada en un meme prefabricado que sólo es digna de los momentos más álgidos y personalistas del kirchnerismo. Timerman celebra a Kamala no tanto por sus acciones políticas como vicepresidenta o las posibles victorias de su gobierno, sino más bien por los movimientos estratégicos que la llevaron a ser candidata y por los factores identitarios y tediosos de siempre: si gana, sería la primera presidenta mujer, de familia sudasiática y jamaiquina, sin hijos, con esposo judío, como si fuera un capítulo de Modern Family. En elDiarioAR aparecieron artículos similares, repitiendo la teoría conspirativa sostenida por Kamala sobre la intervención rusa en las elecciones de 2016, así como la clásica alabanza a la diferencia identitaria.

Cuando me mudé a Estados Unidos en 2017 para estudiar en una escuela de “artes liberales”, mi noción del panorama político era muy básica: los republicanos eran malos, conservadores, loquitos religiosos, capitalistas, white trash; y los demócratas eran buenos, progresistas, ateos, estaban a favor de la salud y la educación públicas. Los republicanos eran Reagan, Nixon y Bush; los demócratas eran Roosevelt, Kennedy y Obama.

Aquella noción pueril cambió bastante estando en Sarah Lawrence, una escuela ultra-privilegiada donde las chicas ricas del mundo van a jugar a la revolución por cuatro años. Era el año del #MeToo y todas las conversaciones estaban sesgadas por el feminismo. En aquella institución, profundamente demócrata, comencé a notar cierta obsesión social woke, casi estética, que creció en los años de Trump: la violencia recibida al usar los pronombres incorrectos, una discusión delirante sobre por qué Clarice Lispector era racista, la intención del alumnado de “cancelar” a una profesora nacida en un campo de concentración por enseñar al escritor negro Aimé Césaire. Lo social sobre lo económico. Lo estético sobre lo estructural. En 2016, Bernie Sanders parecía representar cierta derrota de esta ideología, priorizando la calidad de vida de los trabajadores y la accesibilidad de la salud, y en 2020 colaboré con su campaña llamando en castellano a votantes potenciales desde un departamento en Ridgewood.

Como en el caso de Alberto Fernández, cuando las políticas económicas fallaron, el Partido Demócrata comenzó a sostenerse con las políticas queer y el aborto.

Esto no es una defensa del Partido Republicano frente al Demócrata. Los primeros son bastante ridículos, los últimos son siniestros. Me interesa, más bien, señalar el deterioro del proceso democrático este año liderado por quienes desean que Kamala sea la próxima presidenta. Cuando Bernie Sanders fue aplazado, en una votación que se recuerda como bizarramente demorada, su partido entró en una nueva fase, oscura pero con marketing rosa, millennial pink.

En 2020, Joe Biden fue electo después de hacer campaña a base de llamadas telefónicas y zooms, sin escrutinio de la prensa. Desde entonces, Estados Unidos se metió en dos guerras nuevas, en Ucrania y en Israel, aumentando el gasto público en inversión militar extranjera y, con éste, la inflación, sometiéndonos a quienes vivimos acá a una nueva forma de desidia económica. Las grandes metrópolis, después del covid, se llenaron de zombies sin hogar bajo gigantescas dosis de fentanilo, e incluso entre las clases medias profesionales parece haber un problema de desempleo in crescendo. Como en el caso de Alberto Fernández, cuando las políticas económicas fallaron, el Partido Demócrata comenzó a sostenerse con las políticas queer y el aborto como única bandera, como única conquista. Pero lo más extraño de estas elecciones no es sólo el declive de su vida útil, sino que, ante una posible derrota, el aparato partidario pasó de hacer una campaña política tradicional a eludir el proceso democrático básico.

El dedo invisible

Para cualquiera que esté prestando atención, estas elecciones han sido históricamente las más oscuras y dudosas en lo que refiere al proceso democrático. Porque no sólo Kamala Harris no es una candidata tradicionalmente popular –en 2020 su intento a la presidencia la dejó con menos votos que la ahora marginada Tulsi Gabbard–, sino que las condiciones en las que emerge como la heroína de este país son mucho más oscuras que las que nuestros medios progresistas de papel maché nos permiten entrever.

En Estados Unidos, los partidos no eligen candidatos de la misma forma que en Argentina. Si en Argentina pasamos de elegir candidatos presidenciales a dedo a hacerlo con una combinación de dedo-y-PASO, en Estados Unidos –la nación democrática más poderosa del mundo– las primarias presidenciales son un proceso largo y engorroso, que involucran meses de debates entre candidatos, el rejunte de una serie de “delegados” que se eligen por estado y la posibilidad de nuevas figuras de emerger en el amplio espectro político. En 2020, por ejemplo, el entonces exvicepresidente Joe Biden se encontró con una serie de opositores férreos, entre ellos Bernie Sanders y Tulsi Gabbard. En este contexto, Kamala había sido desplazada, sin obtener ningún delegado en el proceso democrático presidencial y dando de baja su campaña antes que la mayoría del resto de los candidatos. Finalmente fue elegida como vicepresidenta, una posición que sí depende de las alianzas personales de los políticos, y la cual ejerció con un relativo bajo perfil mientras observábamos el lento declive cognitivo de Biden.

No sólo Kamala no es una candidata popular, sino que las condiciones en las que emerge son mucho más oscuras que las que los medios progresistas nos dejan entrever.

Este 2024, Biden fue electo –casi sin ningún opositor intrapartidario– como el candidato presidencial. Cuando su demencia clínica se volvió demasiado evidente luego de su debate en contra de Trump, los engranajes del Partido Demócrata comenzaron a chocar entre sí: una buena parte (incluyendo al ala de izquierda del partido) sostuvo que Biden fue elegido democráticamente y que, por ende, había que respetar el funcionamiento y procesos legales que lo habían determinado como candidato. Otro sector (integrado por el New York Times y una serie de rumores off the record que se volvieron cada vez más ominosos) comenzó a arengar la salida del candidato que, finalmente, se dio con un tuit y sin más explicaciones que “el interés partidario”. En una entrevista reciente, Biden afirmó que Nancy Pelosi y otros líderes del partido lo impulsaron a renunciar a la candidatura, si bien públicamente sostenían su apoyo.

Más allá del extraño intercambio de candidatos en un reality show à la Sergio Massa, esto deja abierta una pregunta importante: si Biden tiene un nivel de demencia y senectud que no le permite candidatearse, si lo vimos dormido en una playa de Rehoboth, ¿quién está manejando el país? ¿Quién nos gobierna? ¿Quién está realmente en el poder?

La candidata muda y viral

Como las escenas de 1984 donde el protagonista de Orwell formaba parte de marchas partidarias que cambiaban de eslóganes y opiniones en el curso de minutos, el Partido Demócrata pasó de defender férreamente la candidatura de Biden, electo democráticamente, a decidir unánimemente que todos los delegados irían para Harris. La movida sucedió sin explicaciones, sin los procesos tradicionales, y a dedo. Desde entonces, Kamala Harris ha sido viralizada y expuesta como si se tratara de un producto de Disney, la nueva de Star Wars.

De manera igualmente ominosa, Kamala se ha dedicado a hacer campaña bajo el mismo y repetitivo discurso y, misteriosamente, no ha dado una sola entrevista desde que fue elegida. Ni su sitio web, ni sus asesores de campaña, contienen una sola propuesta política: Kamala tiene una campaña viral en internet, pero no sabemos lo que piensa, lo que quiere ni lo que va a hacer. No sabemos cómo va a mejorar la economía, qué planea hacer sobre Medio Oriente y Ucrania, cuáles son sus prioridades para los primeros cien días.

Si es cierto que, con Trump, la democracia corre peligro, y que los demócratas son los únicos que pueden resolverlo, ¿por qué no permite que hablen con ella periodistas?

Sin victorias claras de su gobierno, con una inflación y desidia rampantes, los principales medios como la revista TIME le han regalado prensa a Kamala, llamando a este “su momento” y haciendo propaganda deliberada y sin matices, incluso cuando Harris decide no contestarles preguntas. ¿Cuándo se ha visto que un candidato a presidente se presente ante una elección sin recibir cuestionamientos o preguntas de al menos un solo periodista en vivo? Más allá de su vibra graciosa de mamá borracha, ¿qué soluciones concretas nos propone Kamala ante un país y mundo fragmentados, donde se vive de manera ruinosa? Si es cierto que, con Donald Trump, la democracia como la conocemos corre peligro, y que los demócratas son los únicos que pueden resolverlo, ¿por qué no permite que hablen con ella periodistas? ¿Por qué un candidato no recibe críticas, ni preguntas, ni nos ofrece propuestas?

Todo esto sucede bajo el signo oscuro de un intento de magnicidio a Donald Trump que se dio hace más de un mes y frente al cual el Servicio Secreto, la CIA y el FBI parecen no tener repuestas, ni sobre las condiciones que se dieron para que pudiera suceder, ni sobre los avisos que existieron al menos media hora antes de que ocurriera el siniestro, ni de la extraña demora en hackear el celular de un adolescente que no parece haber tenido motivo alguno para intentar asesinar al ex presidente. En este contexto, Kamala surge no tanto como un símbolo de la democracia sino como todo lo contrario: una candidata elegida a dedo, a puertas cerradas, más allá del proceso electoral, con total respaldo de los poderes que mueven los lobbies en Washington y de los grandes medios de comunicación, a quien no se le opone nadie y que jamás deberá responder una pregunta de periodistas serios. De la posverdad a la posdemocracia.

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Julia Kornberg

Escritora. Autora de Atomizado Berlin (Club Hem, 2021) y candidata doctoral en la Universidad de Princeton.

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