Mi mejor amigo votó a Alberto Fernández. Pertenece a ese amplio espectro del antimacrismo que no es kirchnerista pero siempre los vota. Son, sin dudas, los que más me duelen, los que tienen la indignación congelada, los que prefieren, cuando conviene, mirar para otro lado; los que se aferran a un cinismo de piedra con tal de mantenerse progres por las dudas. “Son todos iguales” es la punta de lanza con la que intentan despegarse de la hecatombe del kirchnerismo.
Otra amiga piensa como yo, vota como yo, tuitea contra Maduro, pero en su vida personal se maneja con los mismos mecanismos abyectos que hicieron grande al régimen chavista (y antes al cubano y a la Unión Soviética). En el primero puedo confiar, en la segunda no. La grieta es tramposa porque los valores son transversales y la gente que todavía los tiene puede estar de cualquiera de los dos lados, pero todo lo que cae dentro de ella engendra un monstruo con cabeza de termo. ¿Qué hacer ahora con las fotos de Fabiola y los videos de Alberto? ¿Qué hacer con la larga lista de abusadores feministas? ¿Un banquete revanchista de risas y memes para gastar a nuestros adversarios como si acabáramos de ganarles un mundial? Por supuesto. ¿Y después?
El archivo de la infamia es infinito. En X prolifera la genialidad (hace dos días, en la FED, escuché a alguien decir: “Tengo FOMO de Twitter”). Para los que necesiten disfrutar hasta la última gota del ámbar de la venganza, hay cuentas como Arrepentidos de Alberto, que se ocupan de enrostrarle a los votantes antimacri su necedad frente a la inmensa cantidad de red flags que el candidato de Cristina desplegó en plena campaña. Quienes prefieren, por su parte, pasar las horas del espectáculo examinando moretones y dando veredictos, tampoco se cansan de hacer ruido en las redes, y hasta consiguen que figuras como Moria Casán salgan a mostrar su verdadera cara, la que frente al ojo negro de Fabiola sólo ve maquillaje.
“Obvio que lo voté y me castigo, ¿cómo no lo vi?”: también existe este amigo, el que creyó de verdad, el que llegó a tatuarse su cara en el brazo, y hoy siente que ya no queda nada. Si este argentino hiciera un viaje al pasado y, sabiendo lo que sabemos hoy, se viera a sí mismo manso y crédulo frente a la tele mientras Alberto pasa sus filminas, se pondría a gritar de desesperación. Sería, de poder usarse, un método de tortura. Así lo vivimos quienes supimos desde el primer día que la gestión de la pandemia era un crimen contra la sociedad.
En Blender, ante la denuncia de Fabiola, las chicas progres culparon al gobierno actual por el desmantelamiento de la línea 144; dos días después, estaban completamente huérfanas. Hoy buscan refugio en una extraña fe en los libertarios: “¿Somos los malos? Ok, basta, no jodemos más, pero sean los buenos”. Angustiada, una llega a confesar: “¿Real? Prefiero no tener razón”. “Un Sephora te pido, por lo menos”, agrega su amiga. Ya sueñan en grande.
Fake news
La cuarta vez que vi pasar un tuit indignado, a raíz de Fabiola, por el desmantelamiento oficialista de la línea 144, agarré el teléfono y llamé. Ipso facto, la máquina: “Usted se ha comunicado con la línea 144 de atención, contención y asesoramiento sobre violencia de género. Si se encuentra en una situación de riesgo, comuníquese de manera inmediata al 911. De lo contrario, aguarde…”. Cuando empezó a sonar, corté. Repetí la misma acción a lo largo de la semana hasta que una noche vi en Filo News –un medio en el que suelo confiar– que la línea 144 tenía sólo dos operadoras a nivel federal. ¿Será que detrás de la máquina no hay operadores? Volví a llamar. Sonó cinco veces e imaginé lo peor. Entonces atendió María.
–Hola, se comunicó con la línea 144.
–Hola –respondí sorprendida.
–Sí, señora, dígame –me dio pena que me creyera en problemas, pero me gustó que me dijera señora. Había algo en esa voz; autoridad, experiencia, lucidez, severidad. Si estuviera sola en una situación de mierda –pensé– por lo menos existiría esta mujer.
–No, perdón, llamaba porque escuché que la línea estaba desmantelada y como voy a escribir sobre el tema, quería saber si…
–No, señora, la línea funciona perfectamente –María estaba harta de desmentir el rumor–, tal como indica el preatendedor, es de atención, contención y derivación –enfatizaba cada palabra como si yo fuera tarada–, no es receptora de denuncias, por eso se indica llamar al 911 en caso de peligro.
–O sea que si llamo…
–No tiene asistencia en situaciones de violencia. Si llama pidiendo ayuda, no podemos mandar a nadie.
–Ah, ¿es para que te escuchen?
–La línea no tiene una intervención instantánea. Dígame su nombre, por favor.
–Victoria Liendo –respondí con un principio de sudor frío en la nuca.
–¿Liendo? Como el ministro.
–Secretario –la corregí.
–Yo recuerdo a un ministro de Trabajo –en ese momento me cayó la ficha.
–Ah, sí, puede ser.
–DNI, teléfono, email, dirección, código postal, por favor –su tono maquinal me aterraba.
–¿Yo tengo que darte esos datos?
–Tengo que dejar un registro de la llamada, señora. Esta no es una línea anónima, es confidencial.
–¿Entre vos y yo?
–Es como una historia clínica. Se levanta la información confidencial sólo a pedido de un juez. Dígame su DNI.
–No sé si te voy a dar todos esos datos, pero sí te puedo decir cómo me llamo y dónde trabajo.
–¿Como la capital de Corea del Sur? –me preguntó cuando le dije el nombre de la revista.
–Exactamente. Sale el domingo. Leela.
Macrismo y feminismo
María me dijo que la línea funciona desde 2013, pero en la página del Gobierno de la Ciudad hablan de una central de la Dirección General de la Mujer que empezó a recibir llamadas en 2017. Denuncias el 144 no recibió jamás. Cuando hablo con Fabiana Túñez, fundadora de la Casa del Encuentro y ex titular del Instituto Nacional de la Mujer, entiendo mejor. La línea se ocupa del antes, del durante y del después. Es gratuita, nacional, atendida por profesionales capacitados en temáticas de género. Durante los cuatro años del macrismo, con un presupuesto más chico del que tuvieron los kirchneristas (400 trabajadores y 6 cargos), se hicieron muchas cosas que no se habían hecho antes del primer Plan Nacional contra la violencia de género, ley 26.485.
La lista es larga: se fortaleció el 144, se renovó su hardware para que entraran todas las llamadas, se generó el Plan de Igualdades, se aseguró la reglamentación de la Ley Brisa, de la Ley Micaela, se pusieron en marcha organismos rectores como el Consejo Nacional de las Mujeres, se definieron prioridades y se tomaron decisiones a lo largo y a lo ancho del país (“es diferente si tomás subte o tren federal”, explica Túñez). Hablando con ella, entiendo que las prioridades se diseñan, que las leyes se hacen cumplir, y que si no tenés a alguien gestionando cada día de la democracia, la mujer que vive en el interior del interior del interior de cada provincia está sola. La gestión es la distancia entre el anuncio y el cambio. La diferencia entre inaugurar un ministerio o tener políticas funcionando.
También llamé a Carolina Barone, funcionaria de la Subsecretaría de la Mujer, y entendí que en 2017 se firmó un convenio con Nación: de ahí que la Ciudad tenga una central propia, atendida por trabajadoras del GCBA las 24 horas los 365 días del año. Por eso a mí, que llamé desde CABA, me atendieron; si hubiera llamado desde Chubut, habría tenido menos suerte. De los 150 operadores que había en Nación hoy quedan 70.
Un nuevo símbolo
El 144 es un nuevo símbolo en Argentina. No evita femicidios (si tu novio está por matarte, no llames ahí porque vas a morirte igual), crea red. Su función no es intervenir, es contener. Es no perder el contacto con la realidad de las mujeres del país. El 144 significa que en el Estado hay alguien pensando en nosotras, en la violencia que padecemos en las diferentes esferas de la vida, que no son pocas. Es una línea que le asegura a cualquier mujer que camine el suelo argentino una presencia. Una voz, una gestión, un diseño. Algunos temen que en este gobierno, el 144 –que hoy funciona bajo la órbita de la Justicia– pase a Seguridad, es decir, que se desentienda de toda violencia previa al crimen (la psicológica, la económica, la laboral). Sería un tiro en los pies.
Al levantar la bandera del feminismo, el kirchnerismo, como sucede con todo lo que toca, la convirtió en un pozo ciego de corrupción, sordidez e indignidad. En esta nueva temporada de la decadencia, hay golpeadores feministas y abusadores aliados, atorrantes y acosadores encabezando listas, pautas e intendencias: Fernández, Espinosa, Insaurralde, Alperovich, Brieger. ¿Qué feminista honesta podría defenderlos hoy como hace Grabois, que separa al hombre del candidato? ¿Y qué liberal íntegro podría querer que con el kirchnerismo desaparezcan también las leyes que protegen a las mujeres?
Desde diciembre del año pasado ya hubo 160 femicidios; en ningún caso, sin embargo, se hizo valer la Ley Brisa (reparación económica a los hijos de madres asesinadas). Hoy no hay un plan estratégico institucional para combatir la violencia doméstica. Preocupados por ganar la batalla cultural, el gobierno de Javier Milei se equivoca en igualar derechos humanos con lágrimas de zurdos. Es simbólico que el Jefe haya descolgado el 8 de marzo los retratos del ahora cerrado Salón de la Mujer; también que haya desaparecido el Ministerio de la Mujer. Sería, ya no simbólico, sino idiota si con el Ministerio y el Salón de la Mujer se esfumaran también las políticas de género.
Quien logre ejecutar el divorcio entre el feminismo y la izquierda, habrá despejado un camino valioso hacia el progreso del país. Aquellos dirigentes con valores, que lo dejarían todo por Argentina, harían un bien patrio si levantaran la posta de los derechos humanos y se ocuparan de hacer cumplir las leyes de género. ¿Estará la derecha a la altura de esta oportunidad histórica? ¿Logrará poner fin al mal hábito de las políticas pendulares y establecer una agenda de Estado que nos ampare a todos?
La violencia no tiene partido político, pero el péndulo de la grieta va de todo a nada y en el medio estamos las argentinas. No es momento de dogmas ni rencillas. Para dirigir un pueblo hay que saber escucharlo, y no puede ganar la batalla quien no quiera ocupar el terreno, sobre todo cuando está vacío.
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