Personalidades políticas con aclamación popular hubo siempre en la historia. La novedad de estos tiempos es que políticos locales no tienen que esperar a la posteridad para convertirse en referentes globales. Como Berlusconi, Trump y Bolsonaro, Milei es el último outsider político con celebridad global.
Guste o no el personaje, su ideología o sus modales, Milei devino el nuevo referente nacional. Como pasaba con algún futbolista popular, ahora el acento argentino en el exterior genera la pregunta “¿Argentina? ¿Milei?” Eso no ocurría con un político desde que Madonna interpretó a Eva Perón en “No llores por mí, Argentina”.
A diferencia de la celebridad post mortem avivada por la ópera rock, la actual popularidad del presidente tiene consecuencias en el interés del país. Argentina no suele ser portada de los medios internacionales, con excepción de las hazañas deportivas o las proezas delictivas. Ahora el país aparece asiduamente en la agenda de los medios internacionales, y no porque cobrara importancia de pronto. Es como si, en un acto de realismo crudo, el actual conductor asumiera que, ya que Argentina no es importante en el concierto mundial, su misión fuera hacerla interesante.
Estos millennials de la política irrumpieron en escena cuando los dinosaurios seguían montando espectáculos monumentales como si estuvieran en la posguerra.
Para un personaje que construyó su popularidad en el talk show y la polémica inconsistente de los trending topics de Twitter, es sencillo volver interesante lo insustancial. Javier Milei pertenece a la generación de líderes que entienden la popularidad del siglo XXI. Estos millennials de la política irrumpieron en escena cuando los dinosaurios seguían montando espectáculos monumentales como si estuvieran en la posguerra. O produciendo su propio show de radio o televisión por cadena nacional en el momento en que la gente estaba dejando de ser audiencia.
Estos líderes no son milenarios por edad, sino por cultura. Llegaron al poder porque supieron ser parte de las nuevas corrientes populares que se expresan en el trazo grueso del hip hop y la cumbia. Mientras las élites reaccionariamente avivan la pacatería sexual, el pop joven baila sexo explícito al ritmo de reguetón.
En sociedades que confían principalmente en “alguien como yo”, como detecta consistentemente desde 2010 el Edelman Trust Report, es obvio que triunfen los que suben al poder al grito de “yo soy uno más”. Cuanto más se horroriza la clase ilustrada de esta dinastía de feos, sucios y malos, más confirman al votante que se trata de un personaje cercano.
Tus críticas son mi campaña
En un contexto de hartazgo social con la política, el ridículo con que pretenden presentarlos confirma la ajenidad de estos personajes del sistema que acuñó el concepto de “políticamente correcto”. Esto fue patente en el caso de Donald Trump, a quien la prensa progresista insistía en presentar desde su incorrección. Lo mismo pasó con Milei: la insistencia de la prensa mundial en la motosierra, una escena marginal en su campaña electoral, logró cristalizarla como el símbolo con el que se lo conoce el mundo.
Claro que persiste una industria electoral que tiene que vender su manual de relato y mito político, del que vivirán algunos consultores mientras haya egos dispuestos a pagar las fortunas para verse en primer plano. Pero ese modelo ha sido derrotado por personajes conocidos más desde la crítica de sus detractores que desde sus limitadas campañas.
La clase ilustrada sigue sin creer que la gente vote a estos personajes sin filtro ni gurúes electorales, e insiste en explicar el fenómeno diciendo que la gente vota desinformada. Esto dijeron de la consagración en las urnas de Trump, Bolsonaro y el Brexit, pero nadie ha logrado presentar pruebas concluyentes de la causalidad de la desinformación en los resultados. En cambio, sí hay evidencias de que todos logran reforzar su liderazgo.
Persiste una industria electoral que tiene que vender su manual de relato y mito político, del que vivirán algunos consultores mientras haya egos dispuestos a pagar.
Una década antes de que se hablara de posverdad, George Lakoff escribió Puntos de reflexión: manual del progresista para advertir por qué los valores asociados con la derecha tenían más eco en los votantes que los progresistas. La tesis de Lakoff es que cuando los críticos intentan desmentir el marco conceptual que proponen los conservadores, terminan confirmándolo. Como el último anuncio del PSOE que llama “Zurdos y zurdas”, repitiendo una frase de Milei y concediéndole una escena con la motosierra en su campaña a las elecciones europeas. Los ultras, como llaman a sus adversarios, agradecidísimos de la promoción de sus ideas.
La dizque “izquierda” sigue sin aplicar ese manual que intuitivamente manejan Trump, Bolsonaro, Bukele o Milei, que mantienen el centro de la escena gracias a la invocación permanente de sus adversarios y críticos. No logran entender que las cosas que escandalizan a los paladares exquisitos de la política son del gusto rústico de las mayorías.
Tener sexo con alguien sexy como Trump, cantar como un rockstar como Milei, o tener una fragancia con su nombre y promocionarla con fotos al estilo James Bond, como Bolsonaro, podrían estar entre las aspiraciones de mucha gente. Es más simple analizar la mayoría de votos que obtuvieron desde la identificación con esas actitudes, que la explicación de una conspiración global de trolls y desinformación que prefiere la élite ilustrada.
“Estás despedido”
A esta estética se le suma una ética con fuerte eco en las sociedades fragmentadas. Trump llegó al poder después de producir y protagonizar la versión de Manhattan de los juegos del hambre que se llamó “El aprendiz”. Su famosa frase “Está despedido” se parece demasiado al “Afuera” que hizo popular a Milei en todo el mundo. Bolsonaro se hizo popular por el gesto de hacer de sus dedos una pistola. Bukele se jacta de ser el ángel exterminador de la delincuencia.
Quien mejor describió la identificación que las sociedades contemporáneas tienen con los reality show fue Zygmunt Bauman. En Miedo líquido (2006), el sociólogo anticipó la receta del caldo en que se cocinaron estos personajes. En un clima de época de exclusión, el mayor miedo es quedarse afuera: del trabajo, de la educación, de la salud, de los subsidios. Todas esas promesas que idealmente enumeró la Declaración Universal de los Derechos Humanos, tan caras a las plataformas progresistas, son hoy exclusivas.
El miedo a perder lo que se tiene, decía Bauman, es difuso. No sabemos cuándo nos llegará el cierre de la empresa, el fin de una actividad, el reemplazo de la tarea por la inteligencia generativa. Por eso fascinan en esta época los juegos de exclusión de los reality shows, que por lo menos ofrecen al público el simulacro de que será el televidente el que decidirá quién se irá de la casa, de la isla, del concurso. Tan apreciada es esa participación que el negocio de los medios cambió de la tanda publicitaria al televoto.
La propaganda ya fue. Requiere demasiado presupuesto para tan pocos espectadores.
En la incertidumbre reinante, calma tener la sensación de controlar quién dejará el juego y se vota a quien dice claramente quién quedará afuera. Siendo que alguien debe abandonar la casa (la universidad, el trabajo, el país), mejor que sea el que está en la vereda contraria.
El éxito de este giro pop de la TV al meme que populariza a estos líderes es que capta el espíritu de los tiempos. El espectáculo fue importante en el siglo pasado porque la fascinación entonces era por la imagen masificada. Hoy el tótem venerado es la comunidad conectada. En redes, pero también en mítines, en marchas, en consignas. Si las masas eran tan impredecibles como las manadas, en este siglo vence la organización laboriosa de los enjambres entusiasmados.
El aprendizaje que dejan los mileis de estos tiempos es que la propaganda ya fue. Requiere demasiado presupuesto para tan pocos espectadores. El pop hoy se apoya en el entusiasmo del público al mejor estilo swifties, esas fanáticas incondicionales de Taylor Swift que generan una alta promoción con muy bajo presupuesto.
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