Día dos
He escuchado hablar de Mandy, una empleada del hotel que, por lo que vi, parece auténticamente local, pero recién la conozco en el desayuno durante el segundo día. Sabe de antemano quién soy, lo cual me hace preguntarle cuántos visitantes hay en este momento acá: me dice que por ahora sólo estamos Rebecca y yo en un ala, pero que hay 27 trabajadores en otra ala del hotel. No sé realmente dónde están, pero excepto por las otras dos personas que vinieron con nosotros en el colectivo hace dos noches no he visto a nadie más que a mi compañera estadounidense.
Mandy, simpática y resolutiva, nos recomienda llamar a Jimmy para que nos lleve a Volunteer Point. Decidimos pedirle que la excursión sea el miércoles o jueves, cuando las condiciones climáticas sean mejores que las previstas para mañana. Se va, lo llama por teléfono y vuelve con el presupuesto: 270 libras entre los dos. Considerando los precios que recibí de la agencia de turismo local a la que le consulté antes de viajar, me parece muy bien y además me obliga a ir al banco a cambiar plata, lo cual también me parece muy bien.
Este lunes se ve muy agradable: hay sol y el viento no parece fuerte. Es un día ideal, dice Mandy, para que vayamos a Gypsy Cove, una serie de dunas y bahías adonde —tal como nos había dicho Sheri— ella puede llevarnos y desde donde podemos volver caminando.
Quedamos en salir a las diez y media, pero antes Mandy me cuenta la anécdota de un joven argentino que vino hace poco tiempo al hotel sin plata ni reserva (todo lo cual está prohibido) y que terminó en el banco escoltado por un agente de policía y otro de Migraciones (que ella conoce, obviamente). Repite algo que ya escuché, que es que vienen bastantes argentinos. Ayer hablé con Sheri del tema y me dijo que se nota la diferencia entre una vieja generación más cerrada e incapaz de hablar inglés y una nueva generación sin bagaje previo que puede hablar algo del idioma.
A las diez y media, entonces, nos subimos a la camioneta de Mandy, que se disculpa porque la tiene sucia mientras apunta a la la jaula de su perro, un border collie que nos muestra por fotos. En el camino hacia Gypsy Cove, playa que según ella fue desminada hace apenas unos años, pasamos cerca del aeropuerto de Stanley y nos recuerda que éste fue construido por Argentina. Me pregunto por qué no lo usan para el único vuelo internacional que tienen, en lugar de desviar todo hacia la base que está a 45 minutos de la ciudad; más generalmente, me pregunto para qué lo tienen. Pero durante el día vamos a ver gran actividad de avionetas; al menos cuatro despegarán o aterrizarán en un lapso de cinco horas. El aeropuerto no sirve para traslados externos, pero sí para los internos.
“Si ven algo raro, repórtenlo, se van a dar cuenta”, dice Mandy sobre las minas antes de reírse. Le devuelvo la broma y le digo que si vuelo por los aires y sobrevivo, lo único que tengo que hacer es demandar a mi propio país. Aunque no vuele mi cuerpo, sí me vuela la cabeza pensar que tenemos aquí una playa hasta hace muy poco tiempo desconocida, por ejemplo, para los locales de mi edad a causa de la guerra.
Pronto noto que la hoja de vida de Mandy, que ha ido y vuelto entre el Reino Unido y las islas, no es una excepción. Rebecca ya me ha hablado de otra chica local, la hermana de un hombre que la atendió en la destilería (me perdí esa visita, tengo que ir), que estudia medicina en Londres pero que tiene planes de volver cuando termine. El caso de Mandy también es uno de viajes varios; Rebecca, que ha hablado más con ella, me había dicho que se casó con un soldado y que por eso cambió de ubicación más de una vez.
Nos deja Mandy en Gypsy Cove, entonces, y la vemos partir. Estamos a la buena de Dios. No se ve lejos el pueblo, pero tampoco pareciera que haya realmente muchas almas en nuestro camino. Hay una camioneta en el estacionamiento donde fuimos dejados y vemos dos personas abajo en la playa, pero eso es todo. Mandy nos dijo que prestemos atención a los arbustos, donde podría haber pingüinos escondidos; y voilà, pronto Rebecca ve uno. Es un pingüino magallánico, me dice.
Estoy preocupado por mi conexión a internet. Sé perfectamente que éste no debería ser el caso, que debería relajarme, pero no puedo evitar pensar en qué ocurre si alguien de mi trabajo me necesita. Después recuerdo que soy politólogo, no cirujano, pero ni así se me pasa.
Un día de playa
Rebecca y yo avanzamos por Yorke Bay, una bahía con arena blanca y agua de color caribeño. Es difícil de creer que una playa en un lugar tan remoto sea tan bonita y a la vez tan fría, porque claramente el clima nunca acompaña como para que realmente la gente vaya. Hoy deben estar haciendo unos 13 grados, el cielo sólo está parcialmente nublado y el viento es moderado. No creo que se ponga mucho mejor.
Mientras damos la vuelta a la península en la que estamos, vemos un grupo de decenas de pingüinos. Es el momento eureka del día, lo que vinimos a buscar. Sabemos que podríamos ver leones marinos, defines y quizás incluso ballenas (no veremos nada de esto), pero el gran atractivo de este pedacito de las Malvinas son sus pingüinos. Vemos dos tipos: Rebecca, mucho más sabia e interesada por la fauna que yo, me explica que la mayor parte de ellos son de tipo “juanito” o gentoo, aunque pronto vemos a un par que se distinguen y que ella identifica como pingüinos rey. Por suerte podemos acercarnos bastante sin que parezcan irritados; estimamos que anidarán cerca.
Nos cruzamos con tres mujeres británicas a las que recuerdo haber visto en el avión: vinieron en auto (algo que me empieza a parecer que habría sido una buena idea) pero van en dirección contraria a la nuestra, de modo que seguimos camino. El terreno cambia rápidamente; cerca de la costa hay dunas, pero un poco más allá es duro y árido. Crece algo de vegetación silvestre, pero no demasiada.
Nuestro último destino en esta caminata es el faro de Cape Pembroke. Cada vez que lo vemos parece más lejos, pero es ahí adonde apuntamos ir desde el principio, así que no podemos parar. En algún momento la caminata se pone espesa por la arena y la complejidad del terreno, y decidimos buscar el camino de autos para seguirlo sin inconvenientes. Antes de llegar se me ocurre que quizás estemos en el lugar más oriental posible de las Malvinas, y abro un mapa que tengo descargado que parece confirmarlo.
Una vez en el faro descubrimos que hay presencia humana allí por lo menos desde 1840. Me pregunto qué llevaría entonces a una persona a un lugar que hoy mismo es tan remoto y hostil.
Una vez en el faro descubrimos que hay presencia humana allí por lo menos desde 1840. Me pregunto qué llevaría entonces a una persona a un lugar que hoy mismo es tan remoto y hostil: quién sabe. El faro actual, que no funciona y que data de los años ’30, está prácticamente abandonado. Sólo tiene algún interés, quizás, un monumento a los caídos del Coventry, el 25 de mayo de 1982. El hundimiento ocurrió a 90 millas del lugar, pero éste debe ser el punto terrestre más cercano.
Además de estar preocupado por mi completa desconexión en un día laboral, me estoy cansando de caminar. Y Rebecca también. Decidimos entonces hacer dedo, algo que personalmente nunca antes hice en mi vida pero que Mandy nos recomendó. Durante unos kilómetros, vemos un par de camionetas que no nos paran; pero una vez que rodeamos el aeropuerto, donde se ven muchos vehículos, levanto resignado mi dedo y milagrosamente para un Mini Cooper. Lo tomo como un triunfo personal, porque Mandy la había jodido a Rebecca con que a ella seguro la levantaban en un segundo, pero que yo iba a ser un lastre.
Quien nos arrima es un piloto de avioneta que, en respuesta a mi pregunta, se identifica como nacido y criado en Malvinas. Rebecca confirmará después que lleva una campera que dice FIGAS, es decir “Falkland Islands Government Air Service”, la compañía estatal que se encarga de llevar provisiones a lugares aún más remotos de las islas. Por lo pronto, yo me siento atrás y veo que tiene un manifiesto de pasajeros, o sea que no tengo dudas de su profesión. El hombre es simpático, pero no habla demasiado. Aunque estábamos preparados para una caminata de al menos de dos horas, en menos de diez minutos estamos de vuelta en el hotel.
Cuando volvemos al Lodge, pregunto cómo anotarme precisamente en una lista que tiene FIGAS para visitantes que quieran sumarse a los vuelos, si es que hay lugar. Sheri me da entonces un formulario para que rellene con algunos datos. Veo que hay un campo para el peso, pero ese no lo puedo completar yo: Sheri me dirige a su oficina porque ahí tiene la balanza para pesarme. Me causa gracia, pero en realidad es verdad que para subirse a una avioneta como las que hay en Malvinas todo debe estar milimétricamente calculado. No sé si se liberará espacio en algún momento, pero la expectativa está.
Y creo que este diario de viaje, tengo que advertir, va a volverse bastante más sombrío a partir de este momento. Al conectarme de nuevo a Internet me preocupaba que tuviera mensajes o llamadas de alguno de mis jefes o compañeros de trabajo, pero en cambio lo que tengo son mensajes de mi familia política. El trasplante de médula ósea de María Alicia, mi novia, no funcionó. Es inútil entrar en detalles, pero estábamos esperando un resultado que salió mal. Yo tenía la idea de que lo íbamos a recibir la semana pasada (que es de hecho cuando nos habían dicho que lo recibiríamos), que fuera bueno, y que pudiera irme con la conciencia tranquila.
El incierto resultado del trasplante era, de hecho, la única razón que me hacía dudar de venir a Malvinas, y es el motivo por el cual tampoco hablé sobre el tema con ella hasta dos días antes del vuelo. María Alicia sabía que yo tenía los pasajes y que hacía años me moría ganas de venir (ella misma me regaló un libro de testimonios sobre la guerra el año pasado, de hecho), pero no se acordaba de que el viaje era tan pronto y la decepcioné por haber evitado la conversación de si debía ir o no al pensar que podía enojarse, porque naturalmente no puso ni iba a poner ningún reparo al viaje. Es lo que siempre debí pensar.
Pero ahora, en este lugar recóndito del mundo donde el próximo vuelo de salida es en cuatro o cinco días, pasó literalmente lo peor que podía pasar en este viaje: que en el primer día hábil en el que yo estoy ausente nos enteramos de que el resultado del trasplante de María Alicia es malo. No estoy allá, me siento culpable de estar acá, pienso que debería haberme quedado por las dudas. Ella me avisó mientras yo estaba desconectado, pero ahora no me contesta, lo cual, conociéndola bien, es perfectamente esperable. Llamo a mi suegra y ella me da los detalles. A partir de ahora, lo más probable es que todo el tiempo esté pensando en este tema.
Quedamos con Rebecca en ir a cenar al Waterfront, un restaurant de los “finos”, a las siete. Realmente no hay motivo para cancelar la salida porque no hay que nada que yo pueda hacer por María Alicia, así que ahí vamos. Cuando llegamos, vemos un grupo de mujeres hablando en la puerta en una lengua que me da curiosidad porque no puedo reconocerla. Nos sentamos y le pregunto a Rebecca qué opina; cree que podría ser tagalog, la lengua de los filipinos. Cuando entran y se sientan cerca de nosotros, le digo: creo que están hablando en chileno. Y así es. Nos reímos y le cuento que una vez vi una película chilena con subtítulos.
El Waterfront es efectivamente un restaurant de alta cocina, al menos relativamente. Rebecca se pide un cocktail y la pasta del día para cenar; yo voy por el cordero, que dice ser de las Malvinas. Está todo muy rico. Comemos trufas de postre y cuando estamos por irnos vemos que los locales siguen llegando, lo cual nos sorprende porque imaginábamos que los británicos comerían temprano como en el Reino Unido. Me pregunta mi compañera de viaje qué hice durante la tarde. Esquivo la pregunta, pero insiste, entonces le cuento sobre María Alicia. Rebecca es enfermera, así que entiende bastante de todo lo que le cuento, y por lo menos es alguien con quien puedo charlar. Es también muy estadounidensemente correcta y empática.
El pronóstico del tiempo indica que mañana será un día feo, por lo que decretamos que será un día de pueblo (pueblo, ciudad, ese estatus está abierto, no me queda claro qué es Stanley: a mí me parece que es un pueblo, pero desde el año pasaron recibieron estatus de ciudad). Iremos al museo, al café del museo, al banco, a las tiendas de regalos que no hemos visto abiertas. Como hoy hemos comido en un lugar caro, mañana iremos a uno barato. Estoy triste.
Día tres
Algo pasa, y yo no lo entiendo, con la temperatura de mi cuarto. Cuando me voy a dormir tengo calor y cuando despierto tengo frío. Las persianas, del lado de afuera, se golpean permanentemente por el viento, pero nada indica que haya filtraciones de aire.
El día de hoy es efectivamente atroz. Cuando me levanto, Rebecca está terminando de desayunar y Mandy le está haciendo compañía. Nos dice que a las diez tiene que ir al banco y que nos puede llevar al museo del pueblo, que está al lado; normalmente le diría que no lo necesito, pero llueve y hay tanto viento que por qué no. Me alivia saber que hoy voy a estar más cerca de lugares donde podría haber Internet que ayer; por lo pronto, frente al museo está Malvina House, donde sé que mi tarjeta prepaga funciona.
Mientras pido unos huevos revueltos, Mandy me recomienda que agregue salchichas pero no las coma para hacerme un sándwich después y ahorrarme el almuerzo. Agradezco el consejo y cuando entramos más en confianza le pregunto (porque parece tener al menos 50 años) si estuvo acá durante la guerra. Me dice que no, que ella estaba en Plymouth, pero que sí vino su marido a luchar. Además me cuenta que su tía fue una de los únicos tres civiles que fallecieron durante todo el conflicto, y que eso pasó por accidente debido a un ataque británico. Yo había leído de esto en el libro de testimonios que me regaló mi novia.
Aparece en el desayuno otro empleado blanco y con acento local (que para mí es indistinguible del británico). Desconozco su nombre, pero nos recomienda un café mientras discutimos entre todos el concepto de “supermercado con café” que parece estar arraigado aquí y que yo también conocía, pero que a Rebecca no le suena natural: a mí me suena como algo típico del interior de la Argentina, donde no hay muchos lugares de esparcimiento y entonces aparece uno grande que los combina todos.
Libra esterlina turista
Mientras mi compañera se vuelve a su habitación a prepararse antes de salir, Mandy me sugiere que pague mi estadía antes de la excursión de mañana “por si hay problemas”. Pagar me viene bien, de hecho, porque mi tarjeta cierra el jueves y el vencimiento es el 12 de diciembre: me la juego a que no habrá un gran salto cambiario entre la asunción de Milei el 10 y ese momento, en el que pagaré según el dólar turista, y en el que inmediatamente pediré las devoluciones de impuestos. La cuenta total asciende a 599 libras: ustedes se preguntarán por qué no pago con débito para asegurarme de fijar un tipo de cambio hoy mismo y no exponerme a fluctuaciones, y la respuesta es que no tengo tantos pesos como la cuenta requiere. Le pido a Mandy una factura que indique la dirección del hotel, que es todo lo que necesito para el reintegro, y le explico la voltereta impositiva que voy a hacer. Me guiña un ojo.
Mientras esperamos a que aparezca otro empleado que debe traerle plata a Mandy para que lleve al banco, le pregunto si conoce la isla Gran Malvina (aquí la llaman West Falkland) y no solamente me dice que sí, sino también que vivió entre los dos y los cuatro años en Fox Bay y luego hasta los doce en Port Howard. En aquel momento no creo que haya habido más de un centenar de personas en cada lugar, y hoy hay todavía menos gente; las granjas que funcionaban, dice Mandy, en su mayoría ya no están operativas. Inquiero por el origen de su familia y Mandy me explica que es escocés-irlandés, que su familia llegó acá en el siglo XIX, y que muchos colonos originales probablemente fueran fugitivos (como en Australia). Finalmente llega el empleado que estamos esperando, que escucha nuestra conversación y la jode a Mandy con que, efectivamente, ella es una criminal. Con media hora de retraso, salimos a las diez y media hacia el centro de Stanley.
Por algún motivo nos ponemos a discutir en el auto sobre Internet: Mandy paga 82 libras por 64.000 megabytes. Le pregunto si por lo menos es rápido el servicio, a lo que responde que no: ella quiere Starlink, dice que el Gobierno no debería haber renovado el contrato monopólico de Sure.
Cuando llegamos al banco ocurre algo que me parece insólito para un pueblo tan pequeño: el estacionamiento está lleno. Hay como 20 autos y yo no entiendo dónde está toda la gente que se supone que vino en ellos. De casualidad se está yendo uno, así que conseguimos estacionar.
Como necesito libras para pagar la excursión de mañana a Volunteer Point, la sigo a Mandy hacia el banco. Hay tres personas atendiendo (más que en un banco cualquiera en Argentina), se ven más en el fondo, se forma una fila: hay movimiento, según Mandy porque es fin de mes. Acá, por cierto, también hay empleados inmigrantes, pero no muchos. Los clientes entran y salen. Cambio 200 dólares por 153 libras, lo cual probablemente sea una estafa, a la vez necesaria y divertida. Recibo billetes de 20 y uno de 10, todos explícitamente libras de las Malvinas; me dan también algunas monedas, pero éstas en su mayor parte sí son indistinguibles de las del Reino Unido y sólo una tiene una inscripción que indica que es local. Veo carteles que aclaran que las libras de Saint Helena no son de curso legal en estas islas: si ese aviso existe, es porque demasiada gente ha intentando hacerlas circular sin éxito.
Del Historic Dockyard Museum nos separa menos de una cuadra, así que al terminar en el banco despedimos a Mandy y seguimos nuestro camino. Agarro una guía y recorremos ordenadamente las distintas secciones, que hablan de cómo este pueblo quiere mostrarse a sí mismo: historia “antigua” de las Malvinas (con artefactos de la vida cotidiana del siglo XIX), episodios bélicos de la Primera y Segunda Guerra Mundial (de las islas fueron decenas de combatientes que murieron ahí), la fauna del lugar, historia marina (sobre incontables accidentes de barcos) y la guerra de 1982 (sobre la que muestran una breve película narrada por locales). De yapa tienen también una pequeña cabaña que ocuparon tres personas en la Antártida en los años ’50, que fue trasladada enteramente al museo. Cuando terminamos, en la tienda de regalos compro unos pingüinos en miniatura, estampillas y un frasco de mermelada local; siempre que viajo trato de volver con algún producto comestible del lugar para María Alicia y su familia.
El museo de Malvinas tiene también una serie de anexos en los que se guardan artefactos que se usaron alguna vez en estos lares. Se pueden encontrar imprentas y equipamiento para agricultura, por ejemplo, pero la cabaña más interesante para ver es la que está dedicada a la radio: allí se explica que en las islas, hasta el año 1991, se transmitían todo tipo de avisos públicamente por radio, incluso privados. ¿Qué quiere decir esto? Que si, por ejemplo, alguien del camp (término que deriva literalmente de “campo” porque así llamaban los gauchos a todo lo que no era Stanley) necesitaba atención médica, éste hablaba con el doctor a través de una radio de acceso público. De hecho, los doctores se conectaban a la hora del almuerzo y pacientes de todas las islas relataban sus dolencias para quien quisiera oírlas; parece que este en particular era un programa muy popular. No podemos creerlo, aunque Mandy ya nos había hablado de este tema.
El Teaberry Café que se encuentra en el predio del museo esta vez está abierto. Y no sólamente está abierto, sino que tiene dos empleados, pese a que todo el establecimiento tiene una mesa y no debe ocupar más de 15 metros cuadrados. Hoy es 28 de noviembre, pero ya está todo el lugar impecablemente decorado por Navidad; y por fin encontramos, en este lugar, una máquina decente para hacer café. Lo acompaño con un biscotto riquísimo. En la media hora que estamos sentados, entran locales incesantemente a buscar sándwiches o ensaladas para almorzar.
Día hábil en Malvinas
En este día laboral común y corriente circulan muchos autos y pocos peatones, en su mayor parte niños. Pero vemos mientras caminamos un barco que está cerca, y nos han dicho que están evaluando las condiciones climáticas para ver si los turistas a bordo pueden bajar: es así como la mayor parte de las personas visita las Malvinas, a través de cruceros que paran por algunas horas acá. Por eso es que hemos visto varios negocios, en especial tiendas de regalos, que aclaran que cambian horarios o abren los días en los que hay cruceros.
Quizás ante la expectativa de que los turistas aparezcan, los negocios están abiertos, así que entramos a todos. Algunos están mejor que otros, naturalmente; después de ver y comparar termino comprando un collar con un pingüino de plata para María Alicia. A esta altura, los turistas ya están en la ciudad. Todos tienen la misma campera roja y amarilla que los protege en los botes en los que desembarcan (el barco es demasiado grande para amarrar). Es gracioso porque son prácticamente los únicos peatones y se mueven en grupos: realmente parece por un momento que Stanley ha sido invadido. En una tienda nos dicen, de hecho, que no reciben muchos turistas land-based, ante la sorpresa de que no seamos del crucero.
Mientras volvemos, retomamos por una calle por la que hemos pasado ya y donde hemos visto un local misterioso que se llama “Pandora’s Box”. Lo vimos ayer y parecía abandonado, pero tenía un horario disponible en la puerta (que es bastante corto, como casi todos los negocios pequeños; no entiendo cómo pueden sólo abrir cinco o seis horas al día). Como estamos dentro del rango de apertura, queremos ver si podemos entrar y qué hay exactamente. Tenemos suerte: una empleada asiática nos invita a pasar. En realidad el local no tiene nada de particular, más allá de que casi todo lo que se vende es usado, por lo que concluyo que se llama como se llama porque como debe haber renovación aleatoria de stock uno nunca sabe realmente qué va a encontrar.
Camino de vuelta al hotel pasamos por los lugares usuales: un mini parque industrial (donde Mandy nos dijo que su hermano tiene un espacio), una sede de DHL, la Cámara de Comercio (que me encantaría saber qué hace), la estación de servicio (que tiene el único cajero automático del pueblo y que cierra a las seis y media de la tarde), y un café frente al Lodge. Cuando le cuento sobre mi día al que creo que es el dueño del hotel, señala y me muestra por la ventana un terreno que están nivelando: me dice que el museo que visité hoy pronto será reubicado acá al lado.
Hoy, como ayer, hacemos un alto en el hotel por la tarde. Rebecca duerme, pero yo no tengo tiempo. Resuelvo algunos temas de trabajo y me pongo al día con Twitter en el comedor del hotel mientras veo que el día se despeja; Mandy dijo a la mañana que a veces el viento se lleva todo de golpe, y así parece ser. Aparece Sheri, que ayer debe haber pasado 15 horas en el hotel, y le pregunto por qué no está durmiendo. Charlamos un rato y me cuenta que en los dos años que lleva acá no conoce Volunteer Point, adonde yo iré mañana presumiblemente a ver pingüinos, pero que saldrá de vacaciones a una cabaña alejada cerca de Navidad. Describe su futura escapada como la de una persona que necesita salir de una ciudad agobiante; me causa gracia porque se expresa de la misma forma en la que un porteño hablaría de Pilar, excepto que se está refiriendo a una ciudad de tres mil habitantes y al medio de la nada.
Esta noche, aunque en realidad es completamente de día a las seis y media de la tarde, cenaremos en Shorty’s. Aprovecho mi compañía estadounidense para comer temprano, sobre todo porque mañana tendremos que madrugar para la excursión. Shorty’s es un diner que está cerca del hotel y por el que pasamos cuando vamos al pueblo: siempre tiene gente, parece popular.
Y no nos equivocamos. Luego de que pedimos, pagamos y nos sentamos, vemos cómo de a poco el lugar se va llenando y cómo de las más de diez mesas disponibles pasa a quedar solamente una. Yo pido una hamburguesa, Rebecca un sándwich de pollo; ambas cosas están bien por el precio. La comida no es muy importante, francamente me interesa más la composición demográfica del lugar y en ese sentido veo una mayoría blanca-británica en el público, pero también una importante minoría que se ve asiática, aunque también podría de Saint Helena (Sheri me mostró fotos hace un rato y la diversidad de la gente en sus islas parece extrema).
Me interesa más la composición demográfica del lugar y en ese sentido veo una mayoría blanca-británica en el público, pero también una importante minoría que se ve asiática.
Terminamos de comer y todavía falta bastante para que anochezca: está tan sorpresivamente soleado que queremos caminar. Se nos ocurre ir a Chandlery, un supermercado de cadena que vimos ayer en el camino de vuelta al hotel desde Gypsy Voce, pero cuando llegamos descubrimos que ya está cerrado (lo cual confirma que no hay que confiar ciegamente en Google Maps, según el cual debería haber estado abierto). Pero Rebecca quiere comprar Reese’s, una golosina de manteca de maní, para la hija de una amiga suya en Chile, y sabe que los vio en el minimercado por donde pasamos el domingo después de comer en The Narrows Bar. Allá vamos.
En el camino al almacén vemos un proyecto gigantesco de construcción: un geriátrico con vista a la bahía. Quizás la población envejece, quizás las Malvinas pronto importen viejos: sea lo que sea que pase, es claro que hay obras y movimiento. Lo cierto es que descubrimos una nueva parte de la ciudad, quizás la más oriental, y todas las casas parecen muy nuevas. El presente parece bueno. Auguro también un buen futuro para Stanley.
Durante esta, la última caminata del día, nos cruzaremos solamente con la misma pareja dos veces: en este pueblo no camina nadie. Una vez en el hotel, logro finalmente que María Alicia me conteste un llamado. Sigo triste, pero al menos puedo escucharla. Me voy a dormir temprano.
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