Pocos saben hoy que Argentina alcanzó el reconocimiento internacional definitivo de su independencia gracias a un tratado de libre comercio con el país que más odio sigue despertando entre los nacionalistas. Vaya sorpresa: independencia, libre comercio y Gran Bretaña en una misma oración. Sobre el olvidado George Canning, actor central de aquel acuerdo, ya poco se conoce: en nuestras escuelas no se lo recuerda ni se lo enseña. Algunos saben que hubo una avenida con su nombre en la capital del país que ayudó a independizar, y poco más. Hoy quiero recordar a esta especie de Marqués de La Fayette sudamericano y argentino, ya que la semana pasada se cumplieron 199 años de la firma de aquel Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Argentina y el Reino Unido.
Pasadas las grandes victorias militares de la gesta emancipadora y el Acta de la Independencia de 1816, todavía restaba el reconocimiento formal de las demás naciones del mundo. En Europa aún persistía la amenaza de las monarquías absolutistas, que se resistían a reconocer a los países “insurgentes”. Las repúblicas sudamericanas intentaban sin éxito gestiones diplomáticas para que fuera reconocida su independencia. Sólo Gran Bretaña se mantenía oficialmente neutral y la amenaza crecía contra los americanos. En 1815 Napoleón fue derrotado y el absolutismo monárquico regresó al poder en Europa. Estas monarquías habían sellado una alianza contra los liberales que pasó a la historia como la Santa Alianza. Su objetivo era intervenir en los países que hiciera falta para mantener el orden de la legitimidad del derecho divino y el absolutismo como forma de gobierno. El rey español Fernando VII, por lo tanto, se preparaba para intentar recuperar sus dominios en América. Sin embargo, liberales y absolutistas continuaron disputándose el poder en Europa. Y fue justamente en España donde se desató el conflicto más importante de aquel entonces.
En 1820, el coronel Rafael Riego inició una revolución liberal contra el absolutismo de Fernando VII que se extendió por la península y estableció un gobierno liberal. Los sucesos en España fueron tan graves que la Santa Alianza, alarmada, resolvió reunirse en Verona en octubre de 1822. El zar Alejandro I de Rusia, el príncipe Klemens von Metternich, el duque de Wellington, el rey Federico Guillermo III de Prusia, el emperador Francisco II de Austria y el ministro francés François-René de Chateaubriand, entre otros, estuvieron presentes.
George Canning representaba a una nueva Inglaterra, una nueva clase social, apoyado por la opinión pública y por la prensa liberal, pero no contaba con la simpatía de la nobleza.
George Canning, un joven estadista liberal, ministro británico de Relaciones Exteriores, representaba a una nueva Inglaterra, una nueva clase social, apoyado por la opinión pública y la burguesía de su país, por la prensa liberal y los banqueros de la City, pero no contaba con la simpatía de la nobleza. En Verona pasó a la historia cuando se plantó solo frente a toda la política europea vencedora de Napoleón. Su enfrentamiento con la Santa Alianza lo llevó incluso a alejarse tanto del rey como del propio Wellington.
En Verona debía resolverse el problema español. Miles de soldados realistas franceses cruzaron los Pirineos y el zar de Rusia todavía tenía a sus cosacos en el corazón de Europa. Canning se enfrentó a todos ellos. Aprovechó la entrada triunfal del general Antonio José de Sucre a Quito, después de la batalla de Pichincha, para decirle a Wellington que no acepte ninguna declaración que signifique mantener los derechos de España en América. Los diplomáticos europeos se quejaron de Gran Bretaña por estar “protegiendo a los jacobinos insurgentes en todo el mundo”.
No hubo definición en Verona sobre el futuro de las repúblicas hispanoamericanas y con ello se logró que ninguna potencia europea perturbara el proceso de independencia. Sin embargo, esto no impidió que Francia invadiera España para derrocar a la amenaza liberal de Riego. Un numeroso ejército francés conocido como los Cien Mil Hijos de San Luis ocupó sin mayores problemas la península. Un ejército que superaba ampliamente a cualquier ejército sudamericano.
Canning escribió a Wellington para que advierta al Conde de Villèle lo siguiente: “Queremos comerciar con las antiguas colonias españolas, le guste o no les guste”.
Francia temía que la España liberal más próxima a Gran Bretaña le concediera ventajas comerciales. La cancillería francesa revivió entonces una vieja maniobra de intentar coronar un borbón en América para disputar la influencia y hegemonía británica. Las monarquías absolutistas de Europa aspiraban a coronar príncipes europeos en las capitales de América para no perder influencia. El diario Argos, de Buenos Aires, advirtió y criticó la estrategia francesa.
Los franceses restablecieron a Fernando VII con todas sus facultades de monarca absoluto. En noviembre de 1822, Riego fue ejecutado, convirtiéndose en un mártir de la emancipación sudamericana. Francia aprovechó su influencia en la España absolutista para considerarse representante de los intereses de la Santa Alianza en América. Canning entendió que había que apurar el reconocimiento de las Provincias Unidas frente a dicha amenaza. Escribió a Wellington para que advierta al Conde de Villèle, presidente del consejo de ministros de la Francia de Luis XVIII, lo siguiente: “Queremos comerciar con las antiguas colonias españolas, le guste o no les guste”. Y que si Francia enviaba su flota, ellos mandarían “una mucho más grande”. En definitiva, después de la batalla naval en el Cabo Trafalgar una década antes, la escuadra británica en el Atlántico era una barrera infranqueable para las aspiraciones de la Santa Alianza en Sudamérica.
Gran Bretaña, nuestro primer amigo
El 2 de febrero de 1825 se firmó el tan esperado tratado para los argentinos, porque al celebrarse la amistad perpetua con la nación más poderosa del planeta, el país se aseguró un poderoso aliado. Se legalizó al fin el creciente comercio bilateral que se remontaba al contrabando a lo largo de un siglo en las orillas del Río de la Plata; el giro comercial que fue vital para financiar el fisco de Buenos Aires; el origen, al fin y al cabo, de los recursos patrios para soportar las guerras por la emancipación.
Gran Bretaña fue el primer país del mundo que concretó un tratado de amistad y comercio con Argentina, concediendo además un préstamo de un millón de libras, fundamentales para el momento de aquel naciente país sin recursos, infraestructuras y amenazado en sus fronteras por potencias extranjeras al norte y al este, y por salvajes al sur. El tratado fue trascendental para la historia argentina. No únicamente porque permitió el ingreso del país al concierto de las naciones, sino porque además sentó grandes precedentes liberales que más tarde se establecerían en la Constitución de 1853, y reafirmó principios liberales por los cuales los argentinos ya venían luchando desde la Revolución de Mayo.
Fue además un tratado ventajoso para nosotros en términos económicos. La libertad de comercio y la reciprocidad impositiva permitió al país exportar sus productos al mercado británico (el más grande de aquel entonces) sin derechos de aduana por más de un siglo hasta las políticas proteccionistas que llevaron a negociar el Pacto Roca-Runciman en 1933. Un ejemplo de la época demuestra lo beneficioso del tratado: el convenio negociado entre Gran Bretaña y Portugal cuando la familia real huyó de Napoleón a Río de Janeiro concedió al comercio británico en Brasil una tasa preferencial del 15%; ya en el caso argentino, no existieron preferencias.
Gran Bretaña fue el primer país que concretó un tratado con Argentina, concediendo además un préstamo de un millón de libras, fundamentales para aquel naciente país sin recursos.
A lo largo del siglo XIX e inicios del siglo XX, los grandes estadistas e historiadores argentinos y sudamericanos entendieron la importancia de esta victoria diplomática para la Argentina y las repúblicas de Sudamérica. El presidente Julio Argentino Roca dijo: “Como argentino, he abrigado siempre gran simpatía a Gran Bretaña. Por haber sido la primera nación que reconoció el derecho de ser libres e independientes a las repúblicas de Sudamérica: de niño aprendí a pronunciar con admiración y cariño el nombre del ministro Canning”. El presidente Bartolomé Mitre recordó: “Cuando las colonias hispanoamericanas declararon su independencia a la faz del mundo nadie creyó en ellas. No encontraban quien les prestase un peso, ni quien le fiase un ciento de fusil. Solo el capital inglés tuvo fe en su porvenir”.
El estadista brasileño Ruy Barbosa sentenció: “No faltaba sino que la Santa Alianza extienda el brazo a través del océano para arrebatar a las colonias recién redimidas los fueros de su libertad. Y fue así que Canning exclamó: «Yo llamé a la vida un nuevo mundo para restablecer el equilibrio del antiguo»”. El historiador y jurista Emilio Ravignani dijo: “Para el momento en que se firmó y para la mentalidad que había en el país, que impuso de un modo permanente y cerrado el ejercicio del catolicismo sin tolerar otras religiones, el tratado constituyó una honda revolución”. Juan Manuel Rosas llegó a decirle al cónsul inglés (y segundo marido de Mariquita Sánchez) Jean Baptiste Washington de Mendeville que consideraba aquel convenio como “el tratado de nuestra independencia” y Juan Bautista Alberdi sostuvo que “el tratado con Gran Bretaña impidió a Rosas convertir a Buenos Aires en otro Paraguay”.
Los vecinos de Buenos Aires se enteraron de la firma del Tratado de Amistad, Comercio y Navegación entre Argentina y el Reino Unido que nos daría la independencia en el banquete de San Andrés del 30 de noviembre de 1824. El relato del cónsul británico Woodbine Parish sobre la reacción de los 70 comensales que asistieron aquella noche demuestra la importancia de aquel momento histórico para la Argentina. Parish nunca vio nada semejante a esa locura y euforia. Creyó por un momento que las mesas y las sillas del lugar seguirían la suerte de las botellas y copas que fueron arrojadas por las ventanas de acuerdo al estilo español.
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