ZIPERARTE
Domingo

Eso ya no se puede decir

Una sociedad donde cualquiera siente que puede decir cualquier cosa tiene sus problemas. Pero peor es vivir en una sociedad donde reinan la censura o la autocensura.

Lo que hay de particularmente malo en silenciar
una opinión es que se comete un robo a la raza
humana; a la posteridad tanto como a la
generación actual; a aquellos que disienten
de esa opinión, más todavía que a aquellos que
coinciden. Si la opinión es correcta, se les priva
de la oportunidad de cambiar el error por la
verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio
no menos importante: la más clara percepción y la
impresión más viva de la verdad, producida por su
contraste con el error.
–John Stuart Mill, Sobre la libertad

 

Por suerte hay cosas que ya no se pueden decir”. Escuchamos esta frase varias veces en estos días. La dijeron políticos y también periodistas. Con naturalidad, celebrando el tiempo actual. Se refieren a la defensa de una agenda que muchos compartimos: la de la diversidad sexual, la inclusión social, cultural y económica y la no discriminación étnica ni religiosa. En términos personales, me siento más cómoda en una sociedad donde no es habitual escuchar frases como “judío usurero”, “trola chupapijas”, “puto de mierda” o “negro cabeza”. Son todas horrendas, discriminatorias, humillantes. Fue gracias a mucha militancia y mucha pedagogía que se logró instalar como problema la discriminación y que dejamos de naturalizar el uso de un lenguaje agresivo y nos volvimos más inclusivos y amables. Esta agenda se volvió mainstream sólo después de que la humanidad entera sufriera el costo de millones de vidas terminadas por los intolerantes.

Por eso se volvió de sentido común la idea de que es virtuoso que ya no se digan determinadas cosas. Sin embargo, lo que este sentido común muchas veces oculta es que esta corrección se logra sólo a expensas de otro valor muy preciado, el de la libertad de expresión. Existe una tensión entre la libertad de expresión y la corrección política: muchos prefieren cuidar lo que se dice aun cuando eso signifique limitar la libertad de expresión; otros prefieren que se pueda decir cualquier cosa, aun cuando eso implique el riesgo de ofender y lastimar.

Posiblemente esta cuestión sea una de las tensiones principales del siglo XXI. No logramos solucionar la gran tensión del siglo XX,  que fue la de libertad e igualdad, y no sabemos si los ejes libertad de expresión-corrección política serán tan fuertes como para configurar un mundo bipolar. Sí estamos seguros de que la experiencia muestra que, cuando se privilegia una de estas dos dimensiones, se lo hace a costa de la otra.

La libertad de expresión tiene una historia larga. El hit de Voltaire (“podré no estar de acuerdo con lo que decís pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”) fue producido en el siglo XVII y expresó el valor del respeto y la tolerancia como bases para una sociedad democrática. Lo paradójico es que son estos mismos valores los que ahora nos llevan a considerar como positivo que algunas cosas no deban ser dichas.

El contexto de producción

Saussure, Peirce y Benveniste nos enseñaron que el contexto de producción de la enunciación importa, al igual que sus intenciones. No es lo mismo quién lo dice, dónde lo dice, cuándo lo dice, cómo lo dice. Las situaciones enmarcan y determinan y no existe la validez abstracta. Las cosas están bien o mal, en todo caso, en situaciones puntuales. Entendiendo tanto quién es la persona que la enuncia como el momento, el lugar y la situación en la que eso sucedió. Si se dice algo que puede ofender a una minoría, no es lo mismo que la persona pertenezca o no a esa minoría, o incluso a otra. Un judío usando la palabra “judío” tiene más libertades para hacerlo –al igual que si un gay habla de “putos”– frente a otros que no lo son.

También existen el humor y la ironía. ¿Hay temas o modos que el humor debe evitar? ¿O, por el contrario, es un registro que permite impunemente la expresión de barbaridades? Para pensar sobre estas preguntas no se me ocurre nadie mejor que Rowan Atkinson, Mr. Bean. En una campaña ciudadana que se hizo en Inglaterra con el objetivo de reformar una ley que penalizaba los insultos, Atkinson afirmó:

Con la ambición razonable y bienintencionada de contener elementos molestos en la sociedad, se ha creado una sociedad de una naturaleza extremadamente controladora y autoritaria. Eso es lo que se podría llamar “la nueva intolerancia”, un nuevo pero intenso deseo de acallar voces incómodas de disenso. “Yo no soy intolerante”, dicen muchas personas; dicen muchas personas de voz suave, muy educadas y de mente liberal: “¡Sólo soy intolerante de la intolerancia!”. Y la gente tiende a estar de acuerdo y decir “sabias palabras, sabias palabras”. Y, sin embargo, si piensas sobre esta supuestamente indiscutible frase durante más de cinco segundos, te das cuenta de que lo único que propone es el reemplazo de un tipo de intolerancia por otra, lo que para mí no representa ningún tipo de progreso.

La cancelación es el castigo que se impone sobre una persona que hace o dice algo inaceptable socialmente. Aquí quiero distinguir la diferencia entre las palabras y las acciones, porque si bien existe una dimensión performativa del discurso, ésta definitivamente no es total y no hay una relación determinante entre lo que uno dice y su accionar en ese sentido. Sin dudas en el aspecto en el que es más interesante centrarse es en el de la enunciación, porque para las acciones hay castigos concretos que están tipificados en el código penal.

Los tiempos de la cancelación

Ahora que dije mis razones teóricas para estar en contra de la cancelación de Franco Rinaldi, voy a agregar algo personal.

Siempre se habla de la importancia de traer a gente de afuera de la política para mover un poco el tablero, porque no vienen con la cabeza formateada y las prácticas definidas del nacido y crecido en un partido político. Por eso es importante tener en cuenta que la sociedad civil y la política son mundos diferentes que se encuentran y que, al elegirse mutuamente, deben aprender a convivir. Es cuando este logro se alcanza cuando surgen los mejores resultados: la gente que viene de afuera de la política trae frescura y ayuda a sacudir el ambiente gracias a una decisión virtuosa de la propia política, que rompe su actitud corporativa y le abre la puerta a quienes hicieron recorridos diferentes.

Esta semana todos nos enteramos de que hace unos años Franco Rinaldi dijo barbaridades, barbaridades que él también considera barbaridades. Y explicó el contexto en el que fueron dichas: la performance que tantas noches montaba en eso que se llamaba Un café con Franco. Acá es donde hay que hablar de la plataforma en la que se produjo, porque si hubiera sido en un teatro o en televisión todos entenderían más fácil el formato o los tonos. Era un streaming en el que, frente a su audiencia, Rinaldi montaba su show y largaba sentencias ríspidas sobre los acontecimientos de coyuntura, acompañadas de sus características carcajadas.

Franco Rinaldi, ciudadano, hacía un show. Franco Rinaldi, candidato a legislador, explicó lo que pensaba, lo que no y pidió disculpas.

Conozco a Franco desde nuestros tiempos de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Compartimos suficientes espacios como para tener claro su compromiso con la democracia, el pluralismo, la diversidad y la inclusión. Por eso, eso que hacía en sus redes lo entendía como un show que a mí no me causaba gracia. Pero eso es todo lo que tengo para decir sobre las intervenciones de Franco: que a mí no me gustaban. ¿Importa eso? Estoy segura de que no. Pero es realmente lo único que siento que se puede decir. Rinaldi era un ciudadano sin ninguna responsabilidad puntual sobre otros ciudadanos, que prendía su streaming y decía las cosas que tenía ganas a un público que se entretenía escuchándolo. ¿Decía cosas horribles? Sí, la verdad que sí. Y, ahora que salieron de su nicho natural de consumo, ofendieron y preocuparon a muchos. Por eso me parece muy importante lo que hizo Franco en los últimos días: aclarar que él no piensa eso, que no es a partir de esas declaraciones que va a cumplir sus tareas de legislador y que se disculpa ante todo aquel que se haya sentido afectado por sus dichos. Franco Rinaldi, ciudadano, hacía un show. Franco Rinaldi, candidato a legislador, explicó lo que pensaba, lo que no y pidió disculpas. Ahí tendría que haber terminado el episodio, sin ninguna instancia de judicialización de la candidatura.

Hace dos años, a mí también me trataron de bajar de la candidatura. No se llegó tan lejos, no hubo una presentación ante la junta electoral, pero sí presiones y pedidos informales. Fue por mis tuits, principalmente por aquellos en los que decía que las Islas Malvinas no son argentinas, publicados en 2012, cuando diversos actores de la academia argentina (Luis Alberto Romero, Beatriz Sarlo, Hilda Sabato, Daniel Sabsay, entre otros) firmaron una declaración basada en argumentos históricos y legales para pensar la cuestión.

A pesar de sus diferencias, en ambos episodios hay un hilo conductor. Franco y yo, antes de tomar la decisión de ser candidatos, formábamos parte del debate de ideas. Otra coincidencia es que ambos hacíamos un uso intensivo de las redes sociales, espacios con especificidades y prácticas particulares que son mal comprendidos fuera de su contexto. Pertenecemos a la misma generación. Entramos en la facultad estallando el 2001 y siempre fuimos antikirchneristas. Eso solo ya nos hizo polémicos en el ambiente en el que estábamos. Nos acostumbramos rápido a la incorrección política, cada uno con sus formas particulares. Y fuimos construyendo cada uno su carrera hasta que nos llegó el ofrecimiento de ser candidatos. ¿Es casualidad que a los dos nos haya tocado atravesar un pedido de quitarnos la candidatura? No lo creo. Esto no es algo que le suele suceder a quienes hacen su carrera dentro de la política partidaria, porque desarrollan rápido una tendencia a ser más precavidos y a estar más atentos a cómo puede ser leído lo que dicen. Su juego no es el del debate público sino el de la responsabilidad de la representación política.

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La razón por la que John Stuart Mill defendía la libre expresión de forma absoluta era porque entendía que la mejor forma de combatir cualquier idea mala o falsa no era silenciarla sino derribándola con argumentos. En medio de la convulsión de este episodio, tengo la seguridad de que democracia se mejora con conversaciones y, sobre todo, al poner en discusión temas en los que no hay acuerdo, en los que hay matices importantes y en los que sólo son posibles los diálogos basados en una intención compartida de entenderse y respetarse.

Prefiero vivir en una sociedad donde las personas se sienten libres de decir cualquier cosa (incluso cosas que están mal, incluso cosas que lastiman) a una sociedad donde reina un clima de autocensura o de censura. Si, en uso de esa libertad, se ofende a alguien o se dice algo equivocado, siempre está la posibilidad de disculparse y aprender de los errores. Un aprendizaje individual de quien enunció y también un aprendizaje colectivo, por parte de la sociedad que se involucra en el debate. No tengamos miedo, porque eso inmoviliza y nos hace peores. De los errores no sólo aprende la persona que los cometió sino también la sociedad que sirvió de escenario y, por eso, bien aprovechados, son una oportunidad que pueden ayudar al fortalecimiento de la experiencia democrática.

 

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Sabrina Ajmechet

Licenciada en Ciencia Política y doctora en Historia. Profesora de Pensamiento Político Argentino en la Universidad de Buenos Aires. Diputada nacional por la Ciudad de Buenos Aires (JxC).

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