En la escena post-créditos del último capítulo de Diciembre 2001 (Star+) vemos a un militar cortando un teléfono de esos verdes oscuro de Entel y dando la noticia: “Dice Menéndez que se acabó, mi Teniente General”. Se escuchan los hielos tintineando en un vaso. Ya adivinamos que de whisky. Un texto sobreimpreso explica: “14 de junio de 1982”. A Galtieri lo vemos de atrás, sentado en un sillón, gritando que no piensa dejar el Gobierno ante un brigadier que le trae las órdenes de los generales. Corte: “Próximamente. Diciembre 1983”.
Parece un chiste, una parodia de los finales de las películas de Marvel (después de todo, también es una producción de Disney) en las que Thanos anuncia que se viene el fin del mundo. Solo faltaba un texto que dijera “Raúl Alfonsín will return”. Pero entiendo que no es un chiste y al fin y al cabo cuadra perfecto con el tono de superficialidad irresponsable de toda la miniserie.
En 2004, Nicolás Repetto volvió a la televisión después de casi tres años de ausencia con un informe que “resumía” lo que había pasado mientras él estaba en España. Fue muy mal recibido por una sociedad golpeadísima, que sintió que lo que había sufrido en el cuerpo y en el bolsillo no se podía contar con tanta liviandad en cinco minutos. Diciembre 2001 es un poco como ese informe, pero como ahora pasaron más de dos décadas a nadie le va a molestar.
La miniserie está basada en el libro de Miguel Bonasso El palacio y la calle, publicado al calor del momento, en 2002. Ese dato, sumado a los nombres de los realizadores (Benjamín Ávila director, Mario Segade guionista) y los actores, avivó el prejuicio de que nos encontraríamos ante un panfleto K. “¿Cómo puede ser que Disney haga esto?”, era el clamor de las redes sociales cuando apenas se habían difundido unas pocas imágenes. Es un poco agotador mirar todo bajo ese prisma (Argentina, 1985, División Palermo, Santa Evita, la inminente miniserie sobre Menem), aunque es cierto que puede ser inevitable cuando se trata de una obra que narra un hecho político.
Hay otro libro sobre esa época que parece más “definitivo”. Se trata de Doce noches, de Ceferino Reato, publicado en 2015. Además de la imprescindible perspectiva que da el tiempo, el libro de Reato usa como fuentes, junto con las entrevistas, más de 40 libros, entre ellos el de Bonasso. Tengo entendido que fue considerado, pero se eligió al final el otro. Esta elección, que a simple vista podría parecer un ajuste progresista, funciona al revés. El subtítulo de Doce noches es: “El fracaso de la Alianza, el golpe peronista y el origen del kirchnerismo”. En El palacio y la calle, y aún más en Diciembre 2001, el kirchnerismo no existe. Néstor Kirchner no aparece ni siquiera como guiño en la reunión de gobernadores que unge a Adolfo Rodríguez Saá (en el libro de Bonasso es mencionado en varias oportunidades), y tampoco –esto es lo más importante– en los textos finales que cuentan que Eduardo Duhalde llamó a elecciones anticipadas en 2003.
Las mil y una de Sapag
Esto no es un mal argentino, es cierto, pero muchas veces parece que la energía que ponen los realizadores en el casting, en el maquillaje y los peinados para lograr una galería de personajes lo más parecidos posible a los originales no les alcanza para dotarlos de alma (carnadura, diría un crítico teatral). Es muy fácil burlarse de esto y señalar aciertos y errores (el De la Rúa de Jean-Pierre Noher es muy parecido, el Duhalde de César Troncoso tiene un rictus constante muy exagerado e insoportable, el “Chacho” Álvarez de Fernán Mirás no tiene nada que ver y es horrible, la “Chiche” Duhalde de Alejandra Flechner no tiene nada que ver pero está muy bien), pero no me parece peor que, por poner un ejemplo, Vice, de Adam McKay. Lo que sí es mucho peor es la narración (lo digo sin ser particularmente fanático de la película de McKay).
[ Si te gusta lo que hacemos y querés ser parte del cambio intelectual y político de la Argentina, hacete socio de Seúl. ]
Es inevitable simplificar un conflicto de meses (la serie empieza en marzo de 2001 con la asunción de Ricardo López Murphy como ministro de Economía) con tantas aristas y complejidades políticas y económicas para que entre en cuatro horas, pero para simplificar algo hay que comprenderlo en profundidad. No hay nada más difícil que hacer simple lo complejo. En ese paso, Diciembre 2001 pierde el nudo de la cuestión y termina siendo más una telenovela de Pol-ka (de ahí viene Segade) que un House of Cards o incluso una Argentina, 1985 (volvé Argentina, 1985, te perdonamos).
La dificultad de simplificar lo complejo se ve primero en la cantidad de carteles explicativos al comienzo de los capítulos y en la presentación de cada personaje, que se suman a imágenes de archivo de noticieros que también explican y explican. Pero la historia no parece en ningún momento capturar el conflicto, y no me refiero con esto a sus diferencias con la realidad. No funciona dentro del universo mismo de la ficción.
Como dije antes, los realizadores eligieron empezar la narración con la asunción de López Murphy. El conflicto planteado por el texto del comienzo es sencillo: no hay un mango y el préstamo del FMI no llega. Las medidas de López Murphy son duras y el ministro del Interior, Federico Storani, renuncia: “¡Va a pulverizar el presupuesto universitario!”.
Pero la historia no parece en ningún momento capturar el conflicto, y no me refiero con esto a sus diferencias con la realidad.
El peronismo huele sangre. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, le dice a De la Rúa que no van a apoyar las medidas de López Murphy: “Lograste lo que nadie, Fernando, unir al peronismo”. Duhalde, dando órdenes desde su cama, es el gran villano: le pide a un asesor que aceite contactos con los piqueteros y sabe que los días de López Murphy están contados.
Esto es lo que Bonasso llama “el palacio”. Y también está “la calle”: el drama se restringe a la vida del dirigente social Héctor “El Toba” García, que el 20 de diciembre salvará la vida del manifestante Martín Galli, alcanzado por una bala policial. Si bien esa subtrama no sufre del mal de la imitación (“El Toba” García es un personaje real, pero no nos resulta tan familiar), no termina de cuajar. Se sospecha que las decisiones tomadas en el palacio repercuten en la calle, pero no se entiende por qué ni cómo. Es probable que la desconexión entre ambos universos se deba más a la incapacidad que a otra cosa, pero es inevitable pensar que ahí está el nudo que los realizadores no quisieron, no pudieron o no supieron desatar.
Así como está contada, parece más una novela de la tarde y el préstamo del FMI una simple excusa para hacer avanzar la trama.
En resumen: ¿cuáles eran las opciones? ¿Eran buenas las medidas de López Murphy? ¿Eran malas? ¿Buenas o malas para quién? ¿Qué significaba la convertibilidad? ¿Qué significaba una devaluación, antes del corralito? No es que la serie deba responder (o al menos formular) esas preguntas para ser fiel a la realidad, sino para que funcione internamente la ficción. Así como está contada, parece más una novela de la tarde y el préstamo del FMI una simple excusa para hacer avanzar la trama.
El problema es que esa excusa empieza a debilitarse. En varias oportunidades De la Rúa exclama “¿Qué más quieren que haga?” ante la mirada atónita de su jefe de Gabinete, Chrystian Colombo (Luis Luque). Está claro que el objetivo es mostrarlo débil y dubitativo, pero si uno se limita a analizar lo que está viendo, sin incorporar información de afuera, De la Rúa tiene razón. No hay plata, Domingo Cavallo (Luis Machín) no consigue el préstamo del fondo y ni los peronistas ni los propios aceptaron el ajuste de López Murphy.
Si la serie enfrentara de lleno ese dilema quizás ganaría peso dramático (las actuaciones y los diálogos berretas, sin embargo, son otro problema). Pero probablemente hubiera sido imposible hacerlo sin tomar partido y es evidente que el objetivo es no molestar a nadie. En eso sí se parece a Argentina, 1985 (aunque acá sí aparece Alfonsín).
El golpe
Lo que Reato llama sin ambages “el golpe peronista” y Bonasso, con más suavidad, pero tampoco tanta, “conspiración” (el subtítulo de El palacio y la calle es “Crónicas de insurgentes y conspiradores”), en Diciembre 2001 se diluye no tanto para perdonar al peronismo (Duhalde es un claro villano) sino para estar en la misa y en la procesión.
Al principio “El Toba” García va a pedir comida a un supermercado. El dueño le dice: “¿Qué garantía me das de que les damos comida e igualmente no nos rompen todo?”. Y “El Toba” le contesta: “Mirá, esta protesta es genuina. El municipio no va a jugar a los saqueos”. Duhalde mira la protesta por televisión y pregunta: “¿Hay alguien nuestro ahí?” “No, señor”, contesta un asesor. “Hay que estar antes”, dice. Enseguida “Chiche” Duhalde agarra el teléfono y llama al intendente.
Lo que ese diálogo deja bastante claro, a la hora de la verdad, cuando llega el 19 de diciembre (tercer capítulo) se confunde. En un barrio del conurbano, unos tipos de lentes oscuros echan a correr rumores de saqueos. Un dirigente piquetero sale por TV y dice que son de los servicios y que hace responsable a De la Rúa, Cavallo y Enrique Mathov (el secretario de Seguridad, el otro villano de la serie, pero este más que de Los Soprano parece de 24).
Diciembre 2001′ reproduce intacta la noción doñarrosista de que De la Rúa era un boludo y los peronistas unos hijos de puta.
Como con cada elemento de la serie, se hace difícil saber si se trata de una disolución adrede o de una simple ineptitud narrativa. Lo cierto es que ni tanto, ni tan poco: Diciembre 2001 reproduce intacta la noción doñarrosista (no por eso equivocada, aunque siempre todo es más complejo) de que De la Rúa era un boludo y los peronistas unos hijos de puta.
Pero hay algo interesante en Diciembre 2001: los únicos personajes de ficción. Son Javier Cach (Diego Cremonesi) y Franco Musciari (Nicolás Furtado), asesores de De la Rúa y de Duhalde, respectivamente. Aunque son rivales, tienen una buena relación, casi de amistad. Cach observa el derrumbe con impotencia (proponiendo algunas cosas que son desestimadas por los más experimentados) y Musciari colabora con el empujón del peronismo, pero son iguales.
Al final, Musciari lo invita a Cach a la asunción de Duhalde. Cach está deprimido, no solo por el fracaso del Gobierno sino también porque su madre (Cecilia Rossetto) fue víctima del corralito y él se siente culpable porque no le pudo avisar. No le avisó porque no lo supo con anticipación. El contraste no puede ser más grande: Musciari está exultante porque sabe que empieza una era de éxitos para él.
La serie en general está totalmente desideologizada, menos quizás con este final, que dice bastante explícitamente que si hay tongo, te canto la marchita.
En la asunción, Musciari le propone a Cach que trabaje para ellos. “Sos el más peronista de los gorilas”, le dice. Cach se ríe y termina aceptando. Entre el tumulto de asesores y flamantes funcionarios, empezan a cantar la marcha peronista. Cach se ríe con timidez primero y después se une al coro general.
Es fácil ver en el recorrido de Cach el de muchos: progres que votaron a la Alianza, que luego se hicieron kirchneristas. Pero no me parece que vaya por ahí, porque en ningún momento hay una discusión ideológica entre ellos. La serie en general está totalmente desideologizada, menos quizás con este final, que dice bastante explícitamente que si hay tongo, te canto la marchita. Y no solo tongo: Cach sabe que los peronistas al menos le habrían avisado que saque la plata del banco. Es mejor estar en el bando de los hijos de puta que en el de los boludos.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.