Se murió María Kodama, viuda del único escritor argentino que escaló al universo. Celosa, custodió la obra que le fue legada, y en estos 37 años que pasaron desde la muerte del hombre con quien se casó vía México o Paraguay, como decía una canción de esa época predivorcio, Borges sacó el carnet provisorio de la inmortalidad, que tanto había buscado. ¿Cuánto mérito tuvo la exótica gestión Kodama en este éxito? Nunca lo sabremos, pero sí podemos constatar que la viuda construyó, entre la inocencia y la manipulación, su propia personalidad pública, que traía con ella una interpretación personal de Borges (etéreo, sentimental, simpático y espiritual), y puso de esa manera su granito de arena, incluso a su pesar o en su contra, para que se siguiera hablando de él.
Fue, como todos los héroes de su marido, una heroína sacrificial; quizás como la Viuda Ching (mi heroína preferida de Borges: dolorida, rencorosa y maleva pero finalmente civilizada), la viuda Kodama hizo de una experiencia de cuidado, de una extraña experiencia amorosa, un negocio pero también algo mucho más profundo: una identidad, una aventura que le dio sentido a su vida. Fue una advenediza que, como en todos los cuentos fantásticos de Borges, se tropezó con un objeto maravilloso que empezó a resultarle angustioso y del que quiso, tal vez, desprenderse.
Si hay una obra literaria apta para circular en Internet y que efectivamente ahí está, toda entera, gratis y en fragmentos, ésa es la obra de Borges, compuesta como se sabe por poemas, ensayos y cuentos lo suficientemente breves –escritos, eso sí, con lo que parece el lenguaje de Dios– como para ser digeribles por la atención flotante y ansiosa en la que ya nos ejercitaron 20 años de redes sociales.
El fetichismo de la mercancía libro en papel todavía guía los trinos de la conversación pública, sobre todo cuando se trata, naturalmente, de literatura.
Borges imaginó Internet en su cuento “La biblioteca de Babel”, y el que fue entendiendo que era su único libro –un libro inacabado e inacabable, vivo, un libro de arena, esquivo a las interpretaciones unívocas–, sus Obras completas, es un antecesor del teléfono inteligente, un rectángulo laberíntico de múltiples entradas y salidas y de lectura fragmentaria y con mucho doble clic; es perfectamente lógico que su obra se disemine de manera cuántica en las pantallas. Pero el fetichismo de la mercancía libro en papel todavía guía los trinos de la conversación pública, sobre todo cuando se trata, naturalmente, de literatura. Así que sigue siendo importante, o fingimos que sigue siendo importante, quién detenta los derechos legales de su circulación, aun cuando en este país fundado por la mitología del contrabando y la elusión impositiva sólo una ínfima minoría de la ínfima minoría que lee libros paga para leer a Borges. Ese porcentaje escueto alcanzó para que en 2010 el Grupo Bertelsmann-Mondadori le anticipara a la Viuda Ching como mínimo dos millones de euros por el pase de Borges de su editorial de siempre, Emecé (entonces ya comprada por Planeta) a lo que hoy es Penguin Random: eso, más flujos colaterales varios, constituye la facturación de Borges Inc. durante diez años.
A María Kodama no la quisieron los amigos y familiares de Borges, con su hermana Norah –que publicó una carta desgarradora cuando se enteró a larga distancia de su muerte– y su compinche íntimo Adolfo Bioy Casares a la cabeza. Era la intrusa. Lo capturó en sus últimos años y se lo llevó a morir a Ginebra, donde le inscribió una tumba amoroso-islandeso-sajona y donde tenía tanto sentido que muriera como si lo hubiera hecho en Buenos Aires, porque ahí, en Suiza, durante su adolescencia y durante la Primera Guerra Mundial, en un exilio en el que la familia derrochó sus últimas hectáreas, se le armó la extranjería mental con la que terminaría esculpiendo su obra. Kodama hizo con Borges lo que Borges hizo con la tradición universal: apropiación cultural.
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Kodama heredó de Borges el desdén de la izquierda (en especial la izquierda peronista), que con la llegada de la democracia consolidó su hegemonía en el ámbito cultural. Hasta su muerte, Borges era un viejo conservador que escribía bien: el libro Antiborges compila palazos de Scalabrini Ortiz, Gelman, David Viñas y hasta de un amigo de estas páginas, hoy converso, Juan José Sebreli. Pero la obra de Borges era de una genialidad extrema para cualquiera que tuviera un mínimo de criterio literario; pese a que esta época nos ha convencido de que no es así, a veces la sensibilidad estética prima por sobre la sensibilidad política. La carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires fue recreada a su imagen y semejanza y abrigó a buena parte de sus mejores lectores: Ana María Barrenechea, Enrique Pezzoni, Nicolás Rosa, Jorge Panesi, Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo y siguen las firmas, Alan Pauls, Carlos Gamerro, etc. Los académicos, por lo general, esnobearon también a María.
Kodama entró al complejo Mondo Bizarro Borgeano, se llevó el Santo Grial y madrugó a todos. En el programa que Cristina Mucci le dedicó en estos días puede verse la evolución de su construcción como personaje público a lo largo de los años. Cualquiera podía leer a Borges mejor que ella, pero ella tenía algo que nadie tenía: no sólo los beneficios económicos sino sobre todo la clave secreta de su intimidad. Sin preocuparse demasiado por ser fiel a la realidad (otra vez, fiel a las infidelidades del maestro), Kodama, ya desde su physique du rol, actuó un personaje que llamó la atención del público, incluso más allá de las amabilidades del periodismo cultural, un arte difícil porque casi siempre se ocupa de dar buenas noticias, algo que no le interesa a nadie. ¿Qué otra viuda literaria es tan conocida para la gente común? En pos de la edificación de su relato, Kodama acentuó su japonesidad y al mismo tiempo negó a su familia (hablaba del padre, al que ascendió poco menos que a la categoría de samurai, pero jamás de la madre y del hermano), quizás para aplacar posibles correcciones.
Kodama entró al complejo Mondo Bizarro Borgeano, se llevó el Santo Grial y madrugó a todos.
En su exotismo también seguía a Borges que, muy joven, recién llegado de España, entendió que su negocio para triunfar en un escenario literario que se empezaba a llenar de apellidos italianos era ser simultáneamente un antiguo criollo y un inglés spenceriano. En su cuento temprano “El impostor inverosímil Tom Castro”, un estafador de poca monta convence a una viuda millonaria de que es su hijo perdido en un naufragio justamente porque no se parece en nada a su hijo, a diferencia del resto de los candidatos que se presentan después de que ella publique un aviso en el diario buscándolo. Para Borges, la suspensión de la incredulidad, la convención que hace funcionar a la ficción, no corría más: decirte que te voy a mentir es la mejor manera de que me creas. Kodama hizo un acting desfachatado, por momentos cómico, por momentos enojoso e inverosímil, que consiguió sin embargo convertirse en un polo de la discusión en torno a Borges.
Las desdichas de Borges con las mujeres, e incluso sus problemas sexuales, son célebres. Después de una iniciación traumática a la que aludiría en varios cuentos (“La noche de los dones” y “Ulrica”, por ejemplo), Borges se dedicó al enamoramiento platónico serial: les propuso matrimonio a no menos de diez mujeres. Su amigovia Estela Canto y su psicólogo, el doctor Kohan Miller, dieron detalles acerca de su impotencia, y la deslenguada Silvina Bullrich contó que Borges se le había abalanzado en su living con un resultado precoz: “Me arruinó el sillón”. Ya antes, en los años ’30, los inconvenientes íntimos de Borges eran vox populi. Un crítico literario antisemita se burlaba de su impotencia: “¡Nunca pasa nada entre usted y una mujer!”. Con esa mierda, Borges fabricaba combustible literario: en “Tlön Uqbar Orbis Tertius” le hace decir a su amigo Bioy Casares, un copulador serial, que “la cópula es abominable”.
The Ladies Man
Hacia 1955 pasaron tres cosas: tuvo un accidente que agudizó su ceguera, su fama argentina empezó a consolidarse (como poco después la mundial) y cayó el peronismo, lo que provocó que fuera nombrado director de la Biblioteca Nacional. Esos hechos le acercaron un grupo creciente de discípulas y admiradoras. Borges ya era un hombre maduro. Tengo la teoría, y algunas personas que lo trataron me la confirmaron, de que Borges exageraba su ceguera para aprovecharse y recibir el contacto físico de estas mujeres que lo querían ayudar.
En 1967, Borges se casó, por gestión de su madre, con la viuda (todo está lleno de viudas) Elsa Astete, pero el matrimonio fue un fracaso rotundo y él terminó huyendo a escondidas del hogar conyugal para volver, a los 70, al departamento de la calle Maipú donde siguió viviendo con su mamá Leonor Acevedo hasta que la buena señora murió a los 99 años, en pleno Rodrigazo. Borges ya tenía entonces 76, y pudo emanciparse. Su obra literaria, fantástica en todos los sentidos, llena de aventureros, delincuentes y barrabravas, es la de un niño que sueña con irse por fin de la casa de mamá, un niño que sueña con un mundo de varones solos. María Kodama, que ya revoloteaba hacía algunos años, apareció e hizo su magia. Dos soledades se encontraron. Ella lo acompañó e hizo las tareas de cuidado en sus últimos años. Fue, quizás –no lo sabemos–, la única mujer con la que Borges pudo imaginar, al menos, que finalmente había llegado el amor.
María Kodama, que ya revoloteaba hacía algunos años, apareció e hizo su magia. Dos soledades se encontraron.
Muere un ser humano, y se lleva consigo el misterio de su vida. ¿Quién era María Kodama? ¿Cómo evaluaría ella misma el papel que decidió jugar durante casi 50 años, un papel lateral, dependiente? Los beneficios de ser la heredera de Borges están claros; María pudo tener una vida económica autónoma y pasearse por el mundo. Pero también hay costos que pagar. Debió ser agotador someterse a los rituales de Viuda Oficial a los que se obligó, de micromilitante borgeana en campaña permanente, y también enfrentarse a los muchos que no la quisieron de movida y a los muchos que siguieron sin quererla a medida que ella ejercía movimientos de custodia con modales ansiosos. Es fácil decir que no entendía a Borges, quien escribió para probar que el verdadero escritor es el lector, que la lectura es un ejercicio creativo, sinuoso, hereje, traidor, hasta violento. Pero, haciendo uso de la benevolencia, elijo observar también que ese Borges último, oral, oracular, por momentos cursi, al que la crítica en general desatendió, completa al Borges relampagueante de Ficciones y El Aleph; que Borges fue, más allá de todo, como quizás querría Kodama, un existencialista, un buscador espiritual.
Sus únicos herederos
Kodama se fue, por otro lado, con un chiste: no dejó testamento, o dejó que alguien escondiera el testamento. Los sobrinos a los que siempre había negado salieron en los diarios gracias a ese último gesto misterioso. ¿Fue un gesto punk, un never mind the bollocks? ¿Ella misma se sintió inmortal, y pensó que nunca iba a morir? ¿Quiso reparar algo con esa familia a la que había ocultado? Como sea, los intelectuales fueron llamados a declarar en los medios y cundió la alerta por los sobrinos, aparentes herederos, y –casi un reflejo pavloviano argentino– se pidió la expropiación de los derechos de la obra de Borges, para que el Estado la cuide y no se la fuguen.
La historia de las herencias literarias suele ser accidentada. En las primeras décadas de vigencia de los derechos, los primeros herederos, hijos o viudos, tienen menos distancia afectiva y más sensibilidad para la ofensa. Es esperable que durante los 33 años que quedan antes de que la obra pase a dominio público los beneméritos sobrinos, si es que ellos terminan siendo en efecto los destinatarios de la bomba y si son, como parece, gente más o menos sensata, hagan una gestión más distante y razonable, con respeto de los contratos vigentes y una buena curaduría profesional. Ya llegará una buena edición crítica, ya llegarán buenas ediciones didácticas y antologías que pongan a Borges al alcance de todos. Los lectores seguiremos disfrutando de las Obras completas, esperemos que sin tener que tropezarnos antes con el prólogo de un funcionario de ocasión o con el de un empresario con ansias de figuración. El tiempo, como decían los Rolling Stones, que según Kodama le gustaban a Borges, está de su lado.
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