Hace poco más de un mes, mientras los argentinos seguíamos con atención los partidos de la selección en Qatar, un debate inesperado enrareció el clima mundialista. El disparador fue una nota publicada en The Washington Post, donde la historiadora estadounidense Erika Edwards se preguntaba, con cierto dejo acusatorio, por la ausencia de jugadores de origen africano en el equipo argentino. El artículo generó indignación y burlas, pero también respuestas serias y argumentadas. A mí, en particular, me hizo pensar en algunas cosas que vienen pasando en el mundo académico norteamericano, donde la obsesión por mirar todo con un prisma racial está empobreciendo los estudios clásicos y las humanidades, quitándoles su universalidad y entregándolos al tribalismo de las políticas identitarias.
Empiezo por el artículo de Edwards. En Argentina, las respuestas críticas a su artículo se centraron en tres puntos débiles de su argumento. Por un lado, le explicaron que, por razones puramente económicas (en lo que después fue Argentina nunca hubo “economías de plantación” que requirieran la importación masiva de esclavos), la presencia afroamericana en nuestro país ha sido históricamente mucho más acotada que en el resto del continente americano. Por otra parte, produjo algo de sorpresa esta obsesión por la etnicidad porque, dentro de la inmensa cantidad de problemas que padece la Argentina, las divisiones raciales no parecen ser uno de los más apremiantes (o al menos, no tanto como en Estados Unidos y buena parte de América Latina). En tercer lugar, se le señaló que la composición del plantel de la selección era perfectamente representativa de los niños, jóvenes y adultos que juegan cada día en las calles, canchas y potreros del país.
Más allá de estas razones, la pregunta de fondo debería ser por qué debemos aceptar la dicotomía ramplona que opone dos constructos llamados whiteness y blackness. Así como en tiempos antiguos un jonio se consideraba distinto de un macedonio, o un íbero de un dacio, o un etrusco de un celta, o más adelante un lombardo de un húngaro o un danés de un búlgaro, hoy un serbio difícilmente vea como un par a un gallego o un friulano se identifique necesariamente con un valón por compartir el color de su piel. Lo mismo observamos en el inmenso océano del continente africano, donde conviven somalíes, yorubas, oromos, bantúes o zulúes, cuyo espectro genético es considerablemente más amplio del que podemos encontrar entre un persa y un occitano.
Retomando el caso argentino, una sociedad forjada por un abanico de colectividades tan amplio que incluye rumanos, mocovíes, judíos askenazíes, piamonteses, griegos, árabes, polacos, catalanes, lituanos, gascones, turcos, tehuelches y sigue la cuenta, ¿puede ser considerada simplemente white? Categorías como whiteness y blackness son sencillamente insuficientes y explican menos de lo que anulan. Uno podría preguntarse entonces cuál es el criterio para definir la blackness. ¿Debemos priorizar características cromáticas por sobre dimensiones culturales, históricas, lingüísticas o sociales?
Griegos y romanos: racistas
Parece un buen momento, entonces, para poner el foco sobre algunas concepciones de base que vienen ganando peso en la academia norteamericana en las últimas décadas y que explican las motivaciones de la profesora Edwards. Quisiera detenerme en algo que está sucediendo específicamente en el área de las Letras Clásicas, esto es, en el estudio de la lengua y cultura griega y latina, en el estudio de los orígenes culturales de nuestra civilización. Se ha vuelto habitual en este ámbito leer o escuchar que la tradición grecorromana es esencialmente “racista” y que es preciso “descolonizar” los estudios de latín y griego mediante una mayor representación de sectores considerados como previamente postergados. Estas concepciones han llegado a traducirse en reformas de planes de estudio en algunas de las universidades más importantes.
Un ejemplo que hizo ruido es el de la Universidad de Princeton, donde en 2021 se eliminó el requisito de nivel intermedio de latín y griego para iniciar un major en Clásicas, en cuyos primeros años tampoco se requerirá el estudio de esas lenguas entre los cursos ofrecidos. Esta medida fue acompañada por sendas reformas en los departamentos de “Politics” y “Religion”, donde se incorporaron cursos sobre racismo. La universidad ha sostenido que esta medida apunta a paliar el “racismo sistemático en el campus” y contribuir a la formación de una “comunidad intelectual más vibrante”, lo que sea que eso signifique. A pesar de las objeciones presentadas por ex alumnos y otros críticos externos, la reforma ya se encuentra en curso. El cuerpo de profesores de la universidad, por su parte, guardó un prudente silencio que merece ser analizado.
Un ejemplo que hizo ruido es el de la Universidad de Princeton, donde en 2021 se eliminó el requisito de nivel intermedio de latín y griego para iniciar un ‘major’ en Clásicas.
Fundamentos similares sostuvo en 2020 Yale, otra universidad de la Ivy League, cuando su Departamento de Artes eliminó su tradicional curso de “Introducción a la historia del arte” y lo reemplazó por otras tres materias: “Artes decorativas globales”, “Artes del camino de la seda” y “Políticas de representación”. Los argumentos, una vez más, aludían a la necesidad de “asegurar la diversidad”, considerando que “los nuevos cursos también considerarán al arte en relación con cuestiones de género, clase y raza y discutirán su rol en el desarrollo del capitalismo occidental”.
El trasfondo parece ser, entonces, más profundo. Quisiera traer a colación un episodio sucedido en el congreso anual de la Sociedad de Estudios Clásicos norteamericana (SCS) realizada en San Diego en enero de 2019, en el marco de un workshop cuyo tema era “el futuro de los estudios clásicos”. El panel, compuesto por tres profesores universitarios norteamericanos, se propuso hacer un balance del siglo y medio de vida de la SCS y trazar un horizonte hacia el futuro. Entre los expositores se encontraba la profesora Sarah Bond, de la Universidad de Iowa, en ese momento responsable de la comunicación en redes sociales de la SCS y fundadora del llamado WOHA (Women of Ancient History, o Mujeres de la Historia Antigua), quien exigió profundizar la “diversificación de citado”, esto es, que hubiera una representación más “diversa” en términos étnicos y de identidad sexual entre nuestra elección de referencias bibliográficas. En otras (sus) palabras, que los investigadores debían deliberadamente reducir la proporción de citas de hombres blancos (“male white men”) en favor de women of colour. El mismo criterio debía seguirse, naturalmente, en la conformación de paneles, comités, boards de revistas, proyectos de investigación, etc.
La siguiente expositora, Joy Connoly, de la City University de Nueva York, continuó en esa misma línea, en su caso abogando por una reforma en los currículos de estudios clásicos que sacara al estudio de la lengua del centro y se concentrara en la lectura de literatura clásica traducida en lenguas modernas. Así, decía, se ganaría “compromiso popular” y mayor peso en la administración de las universidades. Incluso, sostuvo que el estudio de latín y griego no debían ser un requisito indispensable y que era preciso abrir el juego a temas “de mayor interés”.
Decimos “casi” unánime porque la profesora Mary Frances Williams tomó el micrófono con el objetivo de manifestar su desacuerdo con los puntos de vista expuestos.
Finalmente, las palabras del tercer expositor fueran probablemente el quid del asunto. Nos referimos a Dan-el Padilla Peralta, profesor de Latín de Princeton, quien sostiene regularmente (y ese día no fue la excepción) que los estudios clásicos, así como la sociedad norteamericana y la civilización occidental en su conjunto, adolecen de un racismo sistemático y estructural, donde reinan, según su óptica, la white supremacy y el white privilege. Su “proyecto emancipatorio” o intento de “justicia epistémica reparadora” es radical: “descolonizar” la academia a través del abandono de una sagrada tradición científica como la evaluación anónima (o simplemente impersonal) de la producción científica. En efecto, sostuvo en su exposición que las políticas de publicación en journals sólo consolidan la estructura racista y que era necesario que los white male men “renunciaran a sus privilegios” en favor de gender-non-conforming scholars of colour.
Según se puede observar en la grabación, el auditorio respondió a estas expresiones con una aprobación casi unánime. Decimos “casi” unánime porque la profesora Mary Frances Williams tomó el micrófono con el objetivo de manifestar su desacuerdo con los puntos de vista expuestos. Podríamos sintetizar sus objeciones en dos ideas sencillas. Por un lado, que el corazón de los estudios clásicos es el trabajo filológico y el estudio de las lenguas originales de los textos, de las voces del pasado, por lo cual no es posible abandonar esto sin desnaturalizar la disciplina en su conjunto. Por otra parte, que la tradición clásica ha dejado como legado nociones como libertad, igualdad y democracia que han forjado la modernidad y, con ella, la concepción de que el mérito, el esfuerzo y el talento son más importantes que los orígenes étnicos o de cualquier otro tipo para el desarrollo personal y profesional.
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La respuesta de los panelistas fue granítica. Una de las expositoras llegó a expresar que no se identificaba con la civilización occidental (cuya sola existencia puso en duda) y que el estudio no debía concentrarse en autores canónicos como Homero, Cicerón, Demóstenes o Heródoto porque todos ellos eran white male men. Sin embargo, el clímax llegó cuando Williams le dijo a Padilla Peralta que ella no creía que él hubiera obtenido su trabajo (una cátedra tenured, o vitalicia, en Princeton) por su fenotipo sino por su mérito personal. El problema estuvo en un punto de difícil traducción. Las palabras textuales de Williams fueron: “You may have gotten your job because you’re black, but I’d prefer to think you got your job because of merit”.
Más allá de la lectura semántica y pragmática que podamos hacer de sus palabras, tras la respuesta de Padilla, quien la acusó de racismo, se le retiró el micrófono, se la invitó a retirarse y se le prohibió asistir a los eventos de la SCS en los días sucesivos por “acoso” (harassment). Algunas semanas después, la SCS envió un mail general a todos sus miembros repudiando y expulsando a Williams por haber “acusado a un profesor de haber obtenido su puesto por ser black”, interpretación que no parece desprenderse de lo que se escucha en el video, donde parece haber expresado, más bien, la idea contraria. Acto seguido, también fue cesada de sus funciones de la Asociación de Historiadores de la Antigüedad (AHA). Sus intentos de expresar su visión de los hechos fueron inmediatamente desestimados. De más está aclarar que el coraje de la profesora Williams derivó en una reducción significativa de sus vínculos y caminos de desarrollo profesional.
Un problema endémico
Este episodio, por extravagante que parezca, es sólo un ejemplo de un problema endémico en la academia norteamericana, donde estos llamados a la segregación y suspensión del mérito son acompañados por constantes episodios de sanciones a la libre expresión y la consiguiente e inevitable autocensura (más difícil de medir). Según se desprende de los testimonios que hemos traído a colación, la calidad profesional de un investigador sería secundaria frente a su identidad. De acuerdo con esta perspectiva del mundo, sería necesario desmantelar al mundo académico como lo conocemos y “descolonizarlo”. Así como las revistas tendrían que publicar autores en función de su raza, género, etc., con ese mismo criterio tendrían que formarse los comités de aquellos journals y así debería orientarse el desarrollo profesional.
Podríamos apelar al ejemplo local para pronosticar el fracaso del proyecto, porque los argumentos (salvo la dimensión racial) se parecen en cierto sentido a los que se dieron en la UBA cuando en 1985 se decidió sacar latín y griego del plan de estudios de la carrera de Historia. Uno se pregunta cuál fue el beneficio concreto de aquella medida además de distanciar aún más a los estudiantes de las lenguas. De acuerdo con el mismo criterio, no hay proyectos en el horizonte para ofrecer cursos curriculares de lenguas modernas —ni orientales ni amerindias ni de ningún otro tipo— a los futuros historiadores y filólogos. Al igual que los expositores de la SCS de 2019, los estudiantes de humanidades son cada vez más rehenes de las traducciones y sus hermeneutas de turno. No es tan difícil avizorar en qué redundará la reforma que hace tan sólo un par de meses, en octubre de 2022, llevó a cabo la carrera de Letras de la UBA al reducir la carga curricular de las lenguas clásicas. Dicho todo esto, es preciso insistir en que no apareció en los debates, ni en 1985 ni en 2022, la cuestión del “racismo” o el anti-blackness como argumentos, lo cual demuestra, contra lo que la profesora Edwards sospecha, que la identidad étnica no es un tema que forme parte de la agenda pública en Argentina como sucede obsesivamente en los EEUU.
Hay universidades norteamericanas que ya han eliminado directamente el área de Clásicas como campo de estudios específico.
Hay universidades norteamericanas que ya han eliminado directamente el área de Clásicas como campo de estudios específico. Howard University es una de las que ha hecho el pasaje al acto, como parte de sus “esfuerzos de priorización”, diluyendo los estudios clásicos en un major denominado “Estudios interdisciplinarios”, que incluye orientaciones como “Desarrollo comunitario”, “Estudios ambientales”, “Bioética”, “Humanidades interdisciplinarias: antiguas y modernas”, “Asuntos Internacionales”, “Certificado de Justicia Social” y “Estudios de mujeres, género y sexualidades”. El menosprecio va acompañado por un punto que me interesa especialmente y es que Howard University es una de las más antiguas instituciones educativas pertenecientes al HBCU, es decir, Historically Black Colleges and Universities. En otras palabras, una de las universidades tradicionalmente más comprometidas con el desarrollo profesional de la comunidad afroamericana –cuyas singularidades han sido, como recordaremos, anuladas bajo la etiqueta blackness– optó por renunciar al universalismo en favor de un nuevo tipo de segregación identitaria.
El profesor Cornel West de la Universidad de Harvard, quien por uno rasgo fenotípico en particular queda absuelto de cualquier potencial acusación de white privilege, ha definido este creciente menosprecio hacia las letras clásicas como una verdadera “catástrofe espiritual, un signo de decadencia, declive moral y profunda estrechez intelectual”. En su nota publicada en 2021 en The Washington Post, West recuerda que grandes referentes de las luchas por los derechos civiles como Frederick Douglass o Martin Luther King eran ávidos lectores de Cicerón, Demóstenes o Catón, cuyas páginas significaban oasis de liberación mental frente a las vicisitudes y el dolor. Su lectura, tal como las de Thomas Chatterton Williams o Roosevelt Montás, de lo que significa la tradición clásica es el opuesto exacto de lo que escuchamos en la conferencia de 2019, porque lo entiende como lo que es: un diálogo permanente con el pasado y con nosotros mismos, en el cual nos preguntamos críticamente qué somos, sin detenernos en detalles nimios o superficiales como el grado de pigmentación de nuestra epidermis. La diferencia entre el caso Howard y el caso Princeton es una cuestión de escalas: el primero viene del futuro para advertirnos lo que sucederá si avanzamos en esa dirección. Podríamos, incluso, preguntarnos si esta campaña de “desclasicización” de la blackness no representa más bien una nueva forma de subestimación anclada en prejuicios racistas.
Visto en perspectiva, se comprende mejor el vínculo entre el tribalismo identitario y el menosprecio hacia la filología, tal vez la menos falible de las humanidades debido a que su objeto consiste precisamente en la datación, en la contextualización, en la reconstrucción histórica de la palabra y de todo aquello que nos hace humanos. Como expresó recientemente Peter Brown (quien del estudio de la antigüedad “no clásica” sabe tanto como sabe de lenguas non-white): “El trabajo del historiador consiste en reconocer las singularidades de los tiempos pasados, sumergirse en la rareza sin esperar de ella que resuelva problemas que le son ajenos”. La esencia de las humanidades son las lenguas, las artes del decir y las ideas que vehiculizan —la libertad, la dignidad personal, el honor, la singularidad y complejidad del individuo—, sus formas de concebir sus virtudes y sus vicios. Si las volvemos artificios de guerras identitarias, estaremos despreciando la tradición erudita que mantuvo viva a esta cultura durante milenios y la volvió inteligible, precisa y próspera. Arrojar a las humanidades a la hoguera de las vanidades tribales sería tan catastrófico como las llamas que nos privaron de los tesoros de la Biblioteca de Alejandría.
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