El jueves murió en Miami Donald Sutherland. Tenía 88 años y había trabajado en unas 140 películas a lo largo de medio siglo. Era canadiense, pero había empezado su carrera en el West End londinense. Se hizo conocido primero como uno de los doce del patíbulo en la película de Robert Aldrich (1967) y, definitivamente, como “Hawkeye” Pierce en M*A*S*H (1970), la comedia bélica de Robert Altman que en su momento fue furor al tomarse en joda la guerra en pleno conflicto de Vietnam (aunque la película transcurre en la Guerra de Corea).
Los ’70 de Donald son ejemplares: El pasado me condena (Alan J. Pakula, 1971), Venecia… rojo shocking (Nicolas Roeg, 1973), Como plaga de langosta (John Schlesinger, 1975), 1900 (Bernardo Bertolucci, 1976), Casanova (Federico Fellini, 1976), El águila ha llegado (John Sturges, 1976), Locura yanqui (John Landis, 1977), Les liens de sang (Claude Chabrol, 1978), Colegio de animales (John Landis, 1978) y Los usurpadores de cuerpos (Philip Kaufman, 1978). Mis favoritas: Venecia… rojo shocking y Los usurpadores de cuerpos, esta última nos ha dado un meme y todo.
M*A*S*H (not my cup of tea) podés verla en Star+ y Les liens de sang, en Movistar TV. Para alquilar o comprar: Los usurpadores de cuerpos, El pasado me condena y Colegio de animales, en Apple TV (esta última también en Google Play). Fin.
Pero no quería hacer de este newsletter un obituario mezclado con Internet Movie Database y TV Guía, aunque sé que a muchos les puede resultar bastante útil. Pensando en Donald Sutherland me acordé de la primera secuencia de 1900. No hay una primera secuencia que haya visto más veces que esta. La película completa la vi solo dos veces (una este fin de semana), pero la primera secuencia hasta que Leonida dice “ya no hay más patrones” (9 minutos sin contar los títulos) la debo haber visto no menos de cien.
La película es muy buena, pero no sé si amerita sus cinco horas con 18 minutos de duración. El elenco multinacional y el doblaje no ayudan. Y va de mayor a menor. Lo mejor es la primera hora y media, hasta que Olmo y Alfredo crecen, hasta la Primera Guerra Mundial. Y esos nueve primeros minutos son extraordinarios.
De esa secuencia, siempre me impresionó en particular la escena del linchamiento de Attila y Regina, precisamente la de Donald Sutherland y Laura Betti. Por si algún caído del catre no vio 1900: estamos en el campo italiano el 25 de abril de 1945, el día en que el Comité de Liberación Nacional proclama la insurrección general en todos los territorios ocupados por los fascistas y Benito Mussolini se raja para Suiza (infructuosamente, pues será asesinado por los partisanos dos días después).
Hay viento y parece que se acerca una tormenta. Attila y Regina son una pareja de mediana edad, vestidos con ropa de ciudad, que caminan a paso apurado llevando bicicletas con equipaje al costado del camino. Regina se larga a llorar. Attila está preocupado, pero la mira y le sonríe para tranquilizarla. Ese gesto lo dota de humanidad. Se nota que la quiere.
Un grupo de campesinas los ve y grita: “¡Attila y Regina!” Los persiguen horqueta en mano y ellos corren campo abajo, abandonando las bicicletas y el equipaje. Regina corre con rabia. Siempre me llamó la atención eso: ante el peligro, deja de llorar y pasa a la rabia. Un grupo de mujeres tira a Regina de los pelos al suelo y otro sigue persiguiendo a Attila, que saca un pequeño revólver y trata de disparar mientras huye. Pero vuelve para tratar de ayudar a su mujer (un segundo gesto de amor) y una campesina le clava una horqueta en la pierna y otra en el pecho. Empieza a caminar a los tumbos como un moribundo en una película de terror y sale del plano, hasta que quedan solas las campesinas con las horquetas como una banda de asesinas.
La escena es violenta, brutal. Colabora el rostro desencajado de Donald cuando le clavan las horquetas, pero creo que todo está en la puesta de Bertolucci. Y lo más interesante es que, aunque uno intuye que Attila y Regina algo hicieron para merecer el odio de esas campesinas, no sabemos quiénes son. La escena es brutal también porque el espectador se identifica con Attila y Regina, no con las campesinas.
Después de ese prólogo de 9 minutos, la acción retrocede a comienzos de siglo (al 27 de enero de 1901, más precisamente, el día de la muerte de Giuseppe Verdi, el día del nacimiento de Olmo y Alfredo, los protagonistas) y vamos a descubrir quiénes son Attila y Regina, dos de los villanos más crueles y sádicos de la historia del cine. Attila es el capataz del campo, luego camisa negra fascista, que desde que mata a un gato de un cabezazo al final del primer acto sabemos que Bertolucci nos está diciendo que va a ser capaz de cualquier cosa.
¡Qué distinta sería esa primera escena si conociéramos las tropelías de las víctimas! Sin dudas estaríamos deseando que las campesinas los alcancen y los hagan puré. No sé si resultaría menos violenta la escena, pero seguramente sería mucho menos interesante.
Si me apuran, creo que no hay mejor manera de mostrar el asesinato de un villano. Desde ya que me refiero a películas con la intención de comunicar algún tipo de verdad trascendental. Es una manera de no desnaturalizar la violencia intrínseca de un asesinato. Pero no es por una cuestión moralista, sino para entenderla mejor. (Cabe aclarar que el asesinato de Attila no se concreta hasta el final de la película, lamentablemente.)
La palabra “empatía” se puso de moda en los últimos años y la repiten con mayor vehemencia quienes menos la practican. Se trata, se supone, de la capacidad de compartir los sentimientos de otras personas. Y el valor está en compartir los sentimientos de personas que son diferentes a uno.
Esa escena de 1900 me hace empatizar con Attila y Regina. Eso no significa que no crea que merecen ser castigados, desde ya. Ni siquiera significa que parte de mí no sienta cierta satisfacción por la justicia ejecutada. Pero al haberla visto por primera vez protagonizada por una pareja de personas y no por una pareja de monstruos, logré ver el dolor y el miedo que siente cualquier ser viviente, por más psicópata que sea.
Todo esto lo tenía en la cabeza hace mucho, no del todo elaborado, y le di forma cuando me puse a pensar en Donald Sutherland, pero porque lo quiero relacionar con otra cosa de la que quiero hablar hace un mes y no me animo porque no termino de encontrar las palabras.
Se trata de otro caso de empatía con un villano: Máximo Thomsen. La entrevista que le hizo Rolando Barbano me dio mucha pena. Así lo expresé en X y recibí mayoría de improperios. Podría resumirlos en dos corrientes. Uno: “Yo no siento empatía por Máximo Thomsen, siento empatía por los padres de Fernando Báez Sosa”, como si hubiera una cantidad finita de empatía que uno tuviera que elegir a quién destinar; y dos: “Ese es el plan del abogado, que vos sientas empatía”, como si yo tuviera que comportarme de acuerdo con lo que hace el abogado de Thomsen (o con lo que creo que hace), ya sea para ir en su favor o para ir en su contra.
Me importa un pepino si Máximo Thomsen es culpable o inocente, malo o bueno, miente o dice la verdad, a los efectos de sentir pena por él. Lo que no quiere decir que me parezca bien que esté preso (eso no lo sé, son cuestiones legales que se me escapan, aunque algo se dijo en Seúl). Pero no es incompatible pensar de alguien que es flor de hijo de puta y empatizar con su dolor, aunque creamos que se lo merece.
Nos vemos en quince días.
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