JAVIER FURER
Domingo

Diferentes grados de hijaputez

La campaña para el balotaje sobre Milei y el "consenso democrático" mostró que seguimos sin tener un buen consenso sobre la violencia de los '70.

Cualquiera que tenga alma, o las conexiones neuronales que le permitan representarse un alma, entiende que es monstruoso hacer parir mujeres, asesinarlas y robarles los bebés. Que es monstruoso ingresar hijos a una sala de tortura para que los padres confiesen. Que es monstruoso tirar gente drogada de un avión. Que es monstruoso que una mamá no sepa dónde está su hijo o hija o nietos. Estas cosas pasaron en nuestro país, no hace tanto. No hay complejidad acá. Yo soy un partidario extremo de la libertad de expresión: me parece perfecto que quienes dicen que esas cosas no existieron o que fueron excesos lo digan abiertamente, con todas las garantías de la ley, así podemos explicarles por qué están equivocados.

Dicho esto, nunca entendí eso de que “no se pueden comparar” los crímenes de los militares con los crímenes de los guerrilleros. Todo se puede comparar. De hecho, cuando en una discusión alguien exclama “¡pero no podés comparar!”, en realidad lo que está diciendo es que ganó su término de comparación, que su propuesta es mejor/más grande/más linda que la del otro.

Vamos a un ejemplo concreto, que leí por primera vez en el Diccionario crítico de los años 70 (2017), de Gustavo Noriega. El 2 de julio de 1976, un miembro de Montoneros pone una bomba vietnamita en una intendencia de policía de Capital, asesinando a una veintena de personas, entre ellos un civil; más de cien sobrevivieron mutilados. No hay evidencias, pero se sospecha que la acción fue planificada por Rodolfo Walsh, encargado de inteligencia de la organización. El jefe de la policía rechaza el reclamo de venganza de sus subordinados; asegura que la represión a la guerrilla debe ser “oficial, pública, controlada”. Los policías se amotinan, piden sangre, sacan un preso del calabozo y lo fusilan en el Obelisco. Días después, encuentran al autor del atentado, José Salgado, y lo chupan; uno le saca los ojos con una cuchara.

El primer delito es, hoy, imprescriptible. A mí me parece bien. A Victoria Villarruel le parece mal.

¿No queremos decirle teoría de los dos demonios? Perfecto, digámosle la teoría de los dos hijos de puta. Y son dos hijos de puta: el policía porque es un sádico que usa sistemáticamente las fuerzas de seguridad, los campos de concentración y las cucharas del Estado para desaparecer gente y torturarla; el otro, porque metió una bomba que liquidó y mutiló personas. El primer delito es, hoy, imprescriptible. A mí me parece bien. A Victoria Villarruel le parece mal. Y es verdad que para abrir nuevamente los juicios a militares y policías en este siglo se vulneraron varios derechos constitucionales, se juzgaron cosas ya juzgadas, se penaron retroactivamente los delitos. No lo dice ella solamente, lo dice Claudia Hilb, militante que se exilió en Francia en 1976. Comparto su incomodidad en ¿Por qué no pasan los 70? (2018):

La declaración de nulidad de las leyes [de obediencia debida y punto final], la derogación de los indultos, el desconocimiento de la cosa juzgada, el juzgamiento de los crímenes como ‘crímenes de lesa humanidad’ (una figura recién incorporada a la Constitución de 1994, o sea, posterior a los hechos), todas estas medidas que se van abriendo camino en distintas instancias legislativas y judiciales, y que pueden ser bastante discutibles desde la óptica del Estado de derecho, se justifican esencialmente en nombre de la necesidad de juzgar crímenes que exigen castigo.

El segundo crimen, el de la bomba terrorista, había prescrito como delito común en 2006, pero un libro de Ceferino Reato de 2022 detallando el episodio hizo lugar a la reapertura del expediente. No se sabe qué pasará con ese juicio. Pero el caso ilustra dos cosas que el kirchnerismo no ha hecho y que, como ciudadano interesado en la democracia, creo que deben hacerse. Primero, que la memoria de nuestra sociedad execre esos delitos sin contemplaciones, que la sociedad repudie a sus autores y a las organizaciones que los promovieron. Segundo, que el Estado reconozca a las víctimas de esos atentados y repare a sus familias. Lo mismo dice Villarruel, pero también María O’Donnell: 

Efectivamente, yo encuentro que [Villarruel] parte de un punto que no ha sido tratado en la forma en que se construyó la memoria, que tiene que ver con darles un lugar a esas víctimas también (…). Quedó realmente un hueco muy pendiente, creo yo, en ese proceso, que tiene que ver con las víctimas de las organizaciones guerrilleras que, efectivamente, se han sentido tremendamente desamparadas, desoídas e ignoradas por el Estado.

En resumen, que no veo dónde está la dificultad en comparar. Hay diferentes grados de hijaputez. Es como cuando alguien exclama “¡pero qué hijo de puta!” porque lee sobre un ex intendente que navega de alquiler con el dinero de los contribuyentes vía corrupción; o porque cualquier día de la pandemia prende el noticiero y un intendente sale en cámara oculta confesando que encubre la venta de droga en ambulancias; o porque ve que alguien cruza un semáforo en rojo y atropella una moto. Son tres hijos de puta, aunque uno es peor que otro. El código penal y, en el caso de los dos ’70, la memoria de una sociedad, están preparados para distinguir y condenar diferentes grados de hijaputez. 

Por eso me parece de sentido común exigir el castigo a la infamia que los militares le hicieron a los guerrilleros y a sus familias y, a la vez, el rechazo absoluto a los crímenes de las organizaciones armadas, cuyos atentados destrozaron a otros y a sus familias. Muchas víctimas de una represión estatal ilegal fueron, a su vez, asesinos que provocaron un dolor infinito. Nadie lo dijo con mayor sensibilidad que el dueño de la poesía, Luis Alberto Spinetta, en una entrevista de 1983 para Cerdos y Peces

Las Madres de Plaza de Mayo merecen mi mayor adhesión y mi mayor respeto. No sé si es justo que sus hijos aparezcan como héroes, pretender reivindicarlos como mártires. Como madres, ellas saben por qué están luchando y me parece perfecto. Pero muchos de los hijos de las Madres de Plaza de Mayo fueron tipos que hicieron miles de cagadas por otro lado. Claro que a una madre pedirle que invierta su proceso de madre y que condene a su hijo es imposible, pero también es imposible que consideren que sus hijos, que hicieron muchas cagadas, sean mártires inmolados a favor de la paz mundial.

Spinetta me ayuda con un paréntesis: estoy hablando, como él, de gente que efectivamente cometió crímenes mientras militaba en organizaciones armadas. Es obvio que entre los desaparecidos y asesinados hubo inocentes, ignoraremos para siempre cuántos, porque ignoraremos para siempre cuántos fueron los 30.000 y eso es parte de nuestra tragedia. Lo sé de primera mano: mi viejo entró en el Falcon porque, sin estar al tanto, le alquiló a una mujer el galpón de su marido montonero desaparecido; mientras viajaba y veía ir y venir las granadas en el piso del auto, le decían “cómo vas a cantar, Jesucristo” (eso siempre me impresionó; además, mi papá tiene barba larga, pero es gordo). Fueron hasta la casa de la mujer y el comando la cagó a palos adelante de los hijos. Mi viejo zafó a las pocas horas porque su socia era novia de un militar. A veces llora cuando lo cuenta. Plot twist: votó a Luder en 1983. 

El consenso democrático

Hablando de votantes, en las semanas previas al balotaje se dijo que los votantes de Milei amenazaban con romper el “consenso democrático”. No sé muy bien qué significa esto. Entiendo que el consenso democrático fundado por Alfonsín (imperfecto, como no puede ser de otra manera entre humanos) involucraba un rechazo a la dictadura y a la violencia política y el respeto a la democracia y los derechos humanos. Por eso se juzgó a los jefes militares y a las cúpulas guerrilleras. Cualquiera que haya leído aún por encima material relativo al juicio sabe que se contempló la diferencia de jerarquía entre los delitos del Estado y los de asociaciones de particulares.

Tengo para mí que parte de la solidez del consenso democrático se rompió, primero, con los indultos de Menem y, después, con la negativa del kirchnerismo a habilitar el debate sobre el accionar de la guerrilla. Si sus atentados no podían juzgarse, porque ahí no podían vulnerarse derechos constitucionales, juzgarse cosas ya juzgadas, los delitos no podían viajar en el tiempo y retroactivarse, al menos me hubiese gustado que la maquinaria gubernamental productora de memoria colectiva los repudiara. Que en las escuelas se enseñara que es incorrecto secuestrar y matar gente, repartir pastillas de cianuro, enrolar niños soldados y condenar a muerte a tus militantes de segunda cuando pasás a la clandestinidad porque te parece que tu modelo ideal de sociedad lo amerita. Que en los lugares de memoria hubiera algo más de historia, que se explicara el contexto, qué había ocurrido antes de 1976, por qué. Un sueño democrático: que no se usara la tragedia de toda una nación para hacer política partidaria. Lo mismo le hubiese gustado a Tzvetan Todorov, filósofo búlgaro-francés ya muerto, que en 2010 visitó la ESMA y el Parque de la Memoria y escribió

Tampoco estoy sugiriendo que la violencia de la guerrilla sea equiparable a la de la dictadura. No solo las cifras son, una vez más, desproporcionadas, sino que además los crímenes de la dictadura son particularmente graves por el hecho de ser promovidos por el aparato del Estado, garante teórico de la legalidad. (…) Sin embargo, no deja de ser cierto que un terrorismo revolucionario precedió y convivió al principio con el terrorismo de Estado, y que no se puede comprender el uno sin el otro. (…) La Historia nos ayuda a salir de la ilusión maniquea en la que a menudo nos encierra la memoria: la división de la humanidad en dos compartimentos estancos, buenos y malos, víctimas y verdugos, inocentes y culpables. Si no conseguimos acceder a la Historia, ¿cómo podría verse coronado por el éxito el llamamiento al ‘¡Nunca más!’? (…). En Argentina, varios libros debaten sobre estas cuestiones; varios encuentros han tenido lugar también entre hijos o padres de las víctimas de uno u otro terrorismo. Su impacto global sobre la sociedad es a menudo limitado, pues, por el momento, el debate está sometido a las estrategias de los partidos.

Vivimos en lo siniestro. Tenemos un país destruido. Y, en parte, es gracias a lo que ocurrió en los ’70. Una fracción minoritaria de la sociedad decidió, cuando había 4% de pobreza y la gente salía de la escuela pública sabiendo leer y escribir, tomar las armas y liberar al país, no sólo de una dictadura, sino de la oligarquía, el imperialismo y el capitalismo injusto. Trajeron a Perón, que los descartó y ordenó masacrarlos por vía ilegal desde 1973 porque no aceptaban la democracia (no lo digo yo, lo explica el ex militante Sergio Bufano en Perón y la Triple A, 2015). Y es cierto: mantuvieron las armas porque querían llegar al socialismo, no a la fantasía mileísta del socialismo larretista, sino al real, al socialismo del asesinato en masa y los privilegios para la vanguardia. No lo digo yo, lo dice Oscar del Barco, filósofo anarquista exiliado, que apoyó ese proyecto en su momento: “Fuimos partidarios del comunismo ruso, después del chino, después del cubano y como tal callamos el exterminio de millones de seres humanos que murieron en los diversos Gulag del mal llamado ‘socialismo real’”. 

La solidez del consenso democrático se rompió con los indultos de Menem y con la negativa del kirchnerismo a habilitar el debate sobre el accionar de la guerrilla.

En suma: esas organizaciones contribuyeron a la espiral de violencia y fueron arrasados ellas y otros por un poder infinitamente superior en recursos y crueldad. Como actores fundamentales de esa época, tienen responsabilidad en nuestro fracaso permanente. Lo admite Martín Caparrós, ex militante de las FAR, en Argentinismos (2011): 

Creo que ese grupo de personas que activamos en los sesenta y setenta somos, sin duda, el grupo social más fracasado de esta larga racha de fracasos que es la historia argentina. (…) Ahora, cuarenta años después de ese propósito, la Argentina es un país infinitamente peor que aquel contra el cual luchábamos: un país mucho más pobre, mucho más injusto, mucho más bruto, mucho más enfermo: mucho más difícil de vivir. (…) No me parece que sirva como excusa decir que los militares nos mataron varios miles: si los militares nos mataron varios miles fue porque presentamos la batalla equivocada, otra que supimos perder por goleada. Perdimos la pelea que decidimos empezar: eso es fracaso. Pero, insisto, el fracaso central es más amplio: es la Argentina, es haber facilitado/permitido que este país sea tanto peor que el que nos parecía intolerable entonces.

Cualquier lector medianamente atento entiende qué quiero hacer acá. No hace falta ser Villarruel para hablar de estas cosas. Ni Spinetta, ni O’Donnell, ni Caparrós, ni Del Barco, ni Todorov, ni Bufano, ni Hilb están a favor de una dictadura ni son antidemocráticos. Intuyo que, del listado, los vivos no votaron a Milei y los muertos, de tener la desgracia de resucitar en el cuarto oscuro y conocer a los candidatos, tampoco lo hubieran hecho. Lo que quiero mostrar es algo obvio y es que lo que nos pasó en los ’70 y lo que hicimos y hacemos con eso es muy complejo, ciertamente mucho más complejo que la imagen que quiso imponer el kirchnerismo en las últimas dos décadas, banalizando a su conveniencia una época atroz, despreciando cualquier crítica que se filtrara en el debate público, patoteando como “negacionista” a quien quisiera saber más de ese horror. De haber estimulado un debate plural, de haber reconocido y reparado el sufrimiento de otros seres humanos y sus familiares, de haber criticado a fondo los partidos y proyectos políticos involucrados, nuestra democracia sería distinta. No creo que moviera demasiado el amperímetro electoral, pero ¿cuántos canallas estarán enviando memes del Falcon porque percibieron que era políticamente incorrecto pensar cualquier otra cosa que no fuera la historia oficial?

Vos sos la dictadura

Lo que sucedió en los ’70, además, es mucho más complejo que lo que muchos votantes de Massa quisieron creer y quisieron hacerle creer al resto. Me parece alucinante que hayan acusado a la mitad de la población de anti-democrática y amante de la dictadura porque no querían votar un partido fundado por un militar golpista, un partido que cobijó asesinatos y desapariciones ambidiestras entre 1970 y 1976, que propuso convalidar la auto-amnistía militar en 1983, que se negó a participar de la CONADEP, que indultó a militares ya juzgados en 1989 y 1990 y que, cuando revocó los indultos en 2005, le negó a la sociedad producir un retrato de sí misma más verdadero, más profundo. Paso por alto el temor que genera la “estética nazi” de Milei en personas que instan a votar al único partido que trajo nazis bastante más reales al país.

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Me parece increíble, también, que una mitad de la población haya acusado a la otra de anti-democrática y amante de la dictadura simplemente por querer elegir otra mafia para gobernar nuestros destinos, otros inoperantes. Se pueden decir un montón de cosas del desequilibrado mental de Milei, y se dirán más de acá en adelante, pero no que haya amenazado el “consenso democrático” básico: se presentó a elecciones limpias y las ganó en buena ley, con fiscalización voluntaria y, en parte, gracias al voto de los pobres y de los jóvenes (ahí está el dolor para muchos: las dudas sobre la propia identidad, la certeza del paso del tiempo). Esas elecciones consagraron gobernadores e intendencias y un poder legislativo donde están representadas todas las fuerzas políticas de importancia, con mayoría peronista. Los sindicatos ya aprestan sus paros, ahora la inflación sí es intolerable. ¿Me gusta el resultado? No. ¿Se rompió el consenso democrático? No. Es más: me parece muy argentino que sea una figura como Milei la que celebre el aniversario por los 40 años ininterrumpidos de democracia en un país con más de 40% de pobres. Ojalá nos hiciera reflexionar para mejor. No sucederá. 

Vivimos en lo siniestro. Tenemos un país destruido, en parte por culpa de las consecuencias de los ’70. Dejo al margen a los actores políticos de esa época nefasta y de ésta, de quienes podemos reclamar todo, porque, a algunos mucho más, a algunos menos, nos cagaron la vida, a veces con nuestra anuencia, indolencia o complicidad. Pero entre nosotros, entre los ciudadanos, entre la gente que hace lo que puede para vivir como cree que merece vivir y que dice saber qué necesitan los demás para vivir mejor, entre nosotros los rasos, me parece, ninguno tiene altura moral para reclamar nada del otro.

 

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Ismael del Olmo
Ismael del Olmo

Historiador (UBA) e investigador del Conicet.

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