Es uno de mis recuerdos más remotos. Estoy en el asiento trasero del auto y mi madre se detiene ante un semáforo en rojo en la avenida Del Libertador. Impaciente, le pregunto qué pasa si uno no quiere parar. La respuesta me sublevó. La idea de que no había opción, de que no era una sugerencia o un acuerdo, sino que había que someterse si uno no quería enfrentarse a multas o, peor aún, la cárcel, me resultó escandalosa. Entendía la necesidad de coordinar el tránsito para evitar el caos, pero lo que me chocó fue que, en ese momento, entendí que había llegado a un mundo en el que las reglas ya venían escritas, se me aplicaban y nadie me había consultado nada, simplemente tenía que acatar o asumir las consecuencias.
Volví a pensar en esta reacción infantil a raíz de un juicio atípico que culminó la semana pasada en Francia. El caso se había viralizado en abril de 2024 a raíz de un video (15 millones de vistas acumuladas) en el que unos policías detenían un vehículo en el norte de Francia y el conductor, acompañado por su esposa, se negaba a obedecer las órdenes del gendarme que pretendía realizarle un control de alcoholemia. En la secuencia, el hombre rechazaba la autoridad del representante del Estado repitiendo una y otra vez una extraña expresión: “Je ne contracte pas”, algo que podemos traducir por “no contrato”. Su mujer lo secundaba con la misma convicción: “No hemos contratado”. “Ya no pertenezco a la República francesa Presidencia. Sí, es una empresa privada, desde 1947. Y ustedes también están registrados en Washington DC bajo un número, lo que los convierte en mercenarios en territorio francés”, explicaba doctamente el hombre. Diez minutos después de un diálogo surrealista y ante la negativa de someterse a la verificación, un agente rompió la ventanilla y detuvo al conductor, Pierre Legrand. Como identificación y registro, la pareja presentó unas raras tarjetas amarillas con sus nombres y la mención “Common Law Court” (CLC, tribunal de derecho común), para señalar que sólo respondían legalmente a una enigmática jurisdicción.
Pierre y su mujer Laetitia pusieron en ese momento en el radar de los franceses la existencia de un movimiento desconocido: los “ciudadanos soberanos”. Como este empresario desempleado y su esposa, una enfermera que perdió el trabajo durante la pandemia por negarse a vacunarse, se calcula que unas 300.000 personas en Estados Unidos comparten esta peculiar visión del mundo: apenas reconocen algunos conceptos del derecho común anglosajón, tribunas populares e ignoran las leyes estatutarias (impuestos, licencias de conducir y números de seguridad social). En la variante francesa, los “ciudadanos soberanos” afirman que la República francesa es en realidad una empresa privada fundada tras la Segunda Guerra Mundial y registrada en Estados Unidos, con la que ellos no han firmado ningún contrato —“no contrataron”—, por lo que no estarían atados a un convenio ni a obedecer a sus empleados. Los documentos entregados fueron producidos por el fantasioso organismo CLC, que vende sus credenciales a entre 50 y 80 euros y ofrece consejos remunerados para sortear problemas con el fisco o las facturas de electricidad.
La pareja ha dejado de pagar impuestos, ya no lleva el auto al control técnico obligatorio (VTV), no vota más; en otras palabras, ignora deliberadamente la autoridad del Estado francés. El desencadenante, lo que les “abrió los ojos”, explican, fue “el covid, con la restricción de las libertades, de poder respirar y caminar libremente”. Ahora, sólo se informan a través de las redes. Comparten informaciones seudolegales con otras 20.000 personas en Telegram para esquivar la ley desde una perspectiva conspiranoica.
Legrand, sin antecedentes judiciales, fue condenado la semana pasada a cinco meses de prisión en suspenso por resistencia a la autoridad y agresión a un agente de policía. A la salida del tribunal, tras un juicio tan kafkiano como su arresto, el hombre de 53 años que nunca sale a la calle sin su sombrero de cowboy, reiteró que no se sometía a esta autoridad “ilegal”, que haría su propia denuncia hasta el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y remitiría el caso a la Corte Penal Internacional.
En Estados Unidos, intentos de arresto como el de Legrand han terminado con el “ciudadano soberano” muerto por la policía. Fundado en ese país por William Potter Gale en 1971, el concepto de los “ciudadanos soberanos” tiene sus raíces en el movimiento Posse Comitatus, que surgió en Estados Unidos a finales de los años ’60 como una organización de ultraderecha basada en teorías conspirativas contra el Estado federal y una paranoia antisemita. Casos como el de la familia Legrand pueden prestar a sonreír. Los luditas, terraplanistas y otros pintorescos grupos marginales pueden resultar unos simpáticos freaks que se rebelan contra el sistema y, en general, son inofensivos (no hablo ni de milicias supremacistas ni de los antiguos anarcos armados). Sin embargo, muchas posturas que parecían excéntricas están dejando de serlo en una época marcada por el fin de los grandes consensos que imperaron desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
El fin de los grandes consensos
El irresponsable sometimiento de la Organización Mundial de la Salud (OMS) a China, foco de la infección de covid y las políticas autoritarias, arbitrarias y opacas que dieron lugar a una represión ciega, ideológica e instrumentalizada por parte de gobiernos (algo claro en el caso argentino) provocaron resentimiento y una mayor desconfianza hacia las élites que, de Londres a Buenos Aires, se pasaban por alto las prohibiciones que imponían a la población. El gran encierro de las familias fue también la ocasión para que los padres vieran de cerca los contenidos de los manuales escolares y descubrieran hasta qué punto el wokismo impregnaba la enseñanza, llevándolos a poner en tela de juicio el sistema educativo. Fue en esos días que muchos tomaron la “red pill”.
Curtis Yarvin, señalado como el intelectual orgánico del trumpismo, sitúa en la pandemia “el gran despertar” que creó las condiciones para el inverosímil regreso de “the orange man”, propulsado por un influjo monárquico y con la promesa de erradicar a la oligarquía encarnada en la burocracia y el “Estado profundo”. El hecho de que ahora se tome en serio la pista de que el covid pudo salir de un laboratorio chino (¿recuerdan cuando Twitter censuraba cuentas que pusiesen en duda la palabra oficial?) y que muchas de las draconianas obligaciones de la pandemia eran injustificadas, no van a mejorar la confianza en las instituciones.
En un mundo donde las elecciones ya no se ganaban por el centro sino desde los márgenes, donde la historia no había, después de todo, terminado con la victoria eterna de la democracia liberal, el público abandonaba la prensa tradicional para buscar y fabricar sus propias noticias y opiniones en el ecosistema de las redes, que premian la ultranza y castigan los matices. No quedaban “gatekeepers”, guardianes que separan la paja del trigo. La “gran prensa”, como The New York Times y el Washington Post, había mordido el anzuelo de las provocaciones de Trump y había activado el modo “resistencia”, adoptando cada vez más un enfoque militante, rifando así el prestigio de sus periódicos. La clase política, los medios, la educación estaban tomados por una revolución cultural con sed de justicia social y obsesionada con el género y la raza —notoriamente a partir del caso George Floyd— a manos de una vanguardia esclarecida cada vez más cortada del sentido común.
El 7 de octubre de 2023 en Israel y el regreso de lo impensable —“Nunca Más”— fue también para muchos la revelación de que la ONU, la Cruz Roja, las universidades más prestigiosas del mundo como Harvard o el MIT, la venerable BBC, Amnistía Internacional también funcionaban desde hace rato en modo zombie-woke. Todas las instituciones nacionales e internacionales veían su autoridad erosionada hasta quedar completamente desacreditadas. No quedó ninguna referencia por encima de la sospecha, y con razón.
Y los marginales, las “canastas de deplorables”, según la expresión peyorativa de Hillary Clinton, empezaron a tener su revancha. Vivimos el “vibe shift”, el cambio de humor. Lo primero que hizo la Administración Trump fue quitarle la protección al ex asesor científico de Joe Biden, Anthony Fauci, y desmontar los bastiones del progresismo, desde la cooperación internacional humanitaria al ministerio de Educación. No hay tabúes, todo puede ocurrir. De un plumazo, Trump tiró por la borda la doctrina militar estadounidense y el sistema liberal económico que hizo de Estados Unidos la primera potencia económica. En esta nueva era, los marginales pasan al centro. El antivacunas Robert F. Kennedy Jr. es ahora secretario de Salud y Kash Patel, el hombre que prometió transformar el FBI en un “museo del Deep-state”, fue propulsado al frente de la Oficina Federal de Investigación. Otro aporte significativo: la semana pasada, la notoria conspiracionista Laura Loomer —dice que los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un “inside job” y se autodescribe como “nacionalista pro-blanca”—, se reunió con Trump en el Despacho Oval. Loomer llegó con una lista de personas que juzgaba que no eran leales al presidente, entre ellos parte de la cúpula del Consejo de Seguridad Nacional. Veinticuatro horas después, seis de los integrantes del equipo eran echados.
Aunque por momentos la realidad estadounidense se parece a la comedia distópica Idiocracy, que retrata un Estados Unidos antiintelectual que ha evolucionado hacia una sociedad completamente estúpida dominada por el entretenimiento y el consumismo, el movimiento contra la élite no se circunscribe a Estados Unidos. La desconfianza hacia la clase dirigente —otros lo llaman “la casta”— estuvo detrás de los “chalecos amarillos” en Francia, del variopinto movimiento Querdenken (pensadores laterales) que en Alemania se oponían a las restricciones del covid o del Brexit en Reino Unido (otro impensable). Argentina tiene su propia versión de un hartazgo contra la clase dirigente que se encarna en una estrafalaria anomalía del sistema y conquista el poder.
El rencor hacia la llamada “elite globalista” liberal desconoce la legitimidad de cosas que parecían grabadas en el mármol —la separación de poderes es una de ellas— abriendo una nueva etapa marcada por la incertidumbre. También por la brutalidad, frivolidad y vulgaridad de las redes sociales, que forman ya parte integral de la forma política al más alto nivel. Es el fin de los consensos. Lo excéntrico empieza a ocupar el centro y todo —cualquier cosa— parece posible.
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