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El Cable Francés

#5 | El mapa y la lengua

Cada regreso a Buenos Aires es para el que emigró un intento de compaginar recuerdos y nuevas realidades. Este ejercicio, en el que la identidad está en juego, se ha transformado por la tecnología.

Después de la oscuridad del río, las luces de la ciudad brotaron en la noche como una plancha de microchips. Líneas ambarinas y mercuriales se cruzaban en un entramado que anunciaba una geografía en las sombras. La primera figura reconocible desde el aire fue la cancha de River, punto de referencia para ir nombrando mentalmente las primeras avenidas, barrios, monumentos. Los faros de los vehículos, las farolas de las plazas, los restaurantes eran puntos para unir y trazar el mapa. ¿Cuántas veces hice este viaje para cruzar el Atlántico en los últimos —¡ya!— 30 años? Al menos 50. Cada regreso es una actualización del mapa y el territorio, superponer la memoria a la realidad verificable. ¿Qué cambió? ¿Qué sigue igual? Los recuerdos se ajustan a la realidad y revelan las diferencias, los registros falsos y las evoluciones del paisaje.

El regreso empezó antes del despegue. Una pareja obesa de argentinos —fenómeno que se ha ido acentuando en los últimos años— se sentó saludando a una compatriota con quien compartían fila de tres. Ella era médica —lo sabremos cuando en medio del viaje la tripulación pregunte si hay un doctor a bordo—. La complicidad con sus vecinos fue instantánea, a través de una conversación acerca de los últimos pormenores de la relación entre Wanda Nara y Mauro Icardi, luego sobre la insolente longevidad de Mirtha Legrand. El otro momento de comunión argentina sería el aplauso al aterrizar, una celebración que a esta altura es una manifestación irónica y consciente del ser nacional, pero que siempre desconcierta al extranjero.

El personal de tierra, al pisar la manga, es el primer contacto con los autóctonos. El amistoso toqueteo entre compañeros, los cortes de pelo, los diálogos, son señales tangibles de esa realidad física, tras meses de abstracciones. El lenguaje argentino llega sin filtros ni esfuerzo al cerebro, destapando los oídos, acostumbrados a la mediación de la traducción. Pero esta transición es mucho menos brutal que antes de internet.

“Call back“

En los ’90, nuestra versión del país se congelaba al despegar el avión de Ezeiza. Las noticias eran las que daban los amigos por carta y los familiares por teléfono, primero en unas llamadas internacionales carísimas, por tanto escasas, luego más asequibles por las tarjetas prepagas y el sistema de “call back“. Para leer noticias había que encontrar una síntesis informativa que condensaban las versiones internacionales de La Nación o Clarín en un puñado de kioscos de diarios de París.

La lengua había quedado museificada en el instante en que se cerraba la puerta del avión. La desactualización del lunfardo, la infiltración de los galicismos, la prosodia del francés denunciaban la longevidad del desarraigo, fosilizando la identidad del emigrante. El contacto con un compatriota recién llegado a París permitía un aggiornamiento tan artificial como exagerado de nuevas expresiones, de las que los inmigrantes no podían tener certeza de en qué círculos se utilizaban y cuánto sobrevivirían esos modismos a estrenar. Dejé de mantener el registro allá lejos con “altas llantas“.

Para quienes trabajamos con el idioma, el desafío de la vigencia de nuestra lengua era todavía más grave. Libros, revistas, diarios eran recursos para mantenerse frescos, pero sólo a través de la lengua formal, incluso en las publicaciones con estilos más coloquiales, como la Rolling Stone o los suplementos para jóvenes.

La bifurcación entre quienes seríamos de habernos quedado y la persona en la que nos convertíamos por haber partido se ensanchaba día a día. Algunos, los más viejos, optaban por un corte claro y sano con el pasado, entregándose a la asimilación. Otros adoptaban un comportamiento muy común entre los latinoamericanos: convertirse en un latino profesional en su versión nacional. Vi a muchos descubrir el mate y la necesidad de pasear con un poncho recién años después de llegar a París. Es también cierto que muchos renunciaban a europeizarse, cultivando un exotismo artificial que pagaba más a la hora de seducir a los locales. Uno de los aprendizajes más crueles del inmigrante es que su humor, fundamental sobre todo para los varones en el juego de la seducción, no tenía el mismo grado de eficacia y mucho se perdía in translation. Todo esto cambió con la banda ancha y las redes sociales.

Capas geológicas

Como muchos, empecé a usar Twitter y lo dejé por no encontrarle ni la vuelta ni la gracia, antes de retomarlo adictivamente. Pero la diferencia es que el principal uso que yo le daba era mantener el contacto con una lengua viva, una patria orgánica, instantáneamente actualizada. Quedaba luego por completar —si esto es acaso posible—, para la puesta al día, la parte de átomos, el contacto físico, y lo inasible de la ciudad.

Quienes regresamos periódicamente, vemos Buenos Aires en time lapse. Nos sorprendemos por las variaciones que, para quienes las presencian en tiempo real, no son tan evidentes y se naturalizan con rapidez. El necesitar que te bajen a abrir del edificio para entrar o salir, el cartoneo y despanzurramiento de nuevos tipos de contenedores, la necesidad de usar exclusivamente radiotaxis (antes de Uber), el robo de los porteros eléctricos de cobre, la aparición de los tótems orwellianos en el hall de los edificios, pero también los acentos de las sucesivas inmigraciones de peruanos, dominicanos, ucranianos, venezolanos y rusos son distintas capas geológicas que fueron llamando la atención del emigrado que regresaba como turista. Palermo y sus infinitas iteraciones (de Hollywood a Queens), los paladares, el apogeo y caída de las cervecerías artesanales. Ahora me cuentan amigos que hay un local donde sólo se venden huevos.

Y luego están las constantes que no llaman la atención de los locales. Los que nos fuimos al Norte lluvioso admiramos como idiotas y hasta tener tortícolis el cielo de ese azul irrepetible y nos exclamamos idiotamente “qué lindo está el día“ cada vez que pisamos la calle. Nos sorprende también ver a los porteros manguereando con agua potable sus metros cuadrados de unas baldosas siempre a punto de ser cambiadas o recién reemplazadas.

En Recoleta, el barrio de mi infancia, la Plaza Vicente López sigue teniendo la misma configuración de juegos, pero ahora está enrejada y con espacios caninos, justo al lado de donde durmiendo en un cochecito recibí un pelotazo y mi madre tuvo que comprobar si seguía respirando. El rubio de las madres ociosas que van a buscar a sus hijos al colegio Champagnat se ha mantenido sin variantes. Sí hay muchos más perritos en la calle en unas cuadras donde la población se mueve en cámara lenta y con ayuda de acompañantes por la vejez. Sus hijos y nietos se han mudado a barrios privados o a otros países. En Dos Escudos las empleadas se exasperan con las señoras arrogantes que maltratan a las vendedoras. Tipos canosos y engominados con cinturón Cardón conversan sobre inversiones en cocheras en La Biela en horarios en que el común de los mortales trabaja.

Paso por delante de la casa de mi padre, a donde no pude volver a ingresar desde su muerte, en la misma vereda donde lo crucé mil veces, desde que le llegaba a la cintura hasta que le sacaba una cabeza.

Escribo esto mientras escucho el rugido agónico de la línea 17 de colectivos. Así como el caos de cables enredados que atan entre sí los edificios son una constante visual, los motores de los bondis bramando ese ruido tan innecesario —existen versiones mucho más silenciosas— son la respiración y banda sonora de la ciudad.

¿Por qué estás pendiente de lo que pasa en Argentina? La memoria emotiva está íntimamente ligada a una identidad que el paso del tiempo no logra borrar ni reemplazar, pero también la tecnología ha abolido en gran medida la geografía, que antes forzaba el corte y un trasplante completo en la nueva tierra. Cada vez más parece que no es necesario elegir, se puede estar de algún modo presente a miles de kilómetros y ausente entre quienes nos rodean. Desde mi mesa en el café, veo una pareja y sus hijos adolescentes, cada uno absorbido en las pantallas de sus celulares. ¿Dónde están realmente?

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Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

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