Quiero flashear ser pobre
—PoxyClub
En los primeros años de secundaria en ORT Montañeses teníamos una hora semanal para hablar de nuestros problemas en grupo con la coordinadora. No sé si era la época —comienzos de los ’90— o nuestra clase social, pero el resultado era siempre el mismo: no teníamos problemas. O quizás no eran tan graves como para compartirlos en una charla de dos horas con una trabajadora social de 29 años. O eran demasiado graves para eso. En fin.
La cuestión es que de todas esas sesiones solo recuerdo una, cuando terminamos hablando de las “conchetas”. En esa época, los chicos de 13 o 14 años decíamos “conchetas”, no “chetas”. No me acuerdo mucho más, solo que unos chicos acusaban a unas chicas de ser “conchetas” —básicamente, de ser superficiales y preocuparse únicamente por vestirse bien y usar ropa de marca—. El veredicto al que llegamos gracias a la coordinadora fue que las conchetas eran personas como cualquier otra: mientras a nosotros nos gustaba jugar al Mortal Kombat, a ellas les gustaba ir a la galería Churba a comprarse ropa. Y que por ahí no eran tan superficiales como creíamos. Parece una pavada, pero un par de años después Amy Heckerling hizo una obra maestra con esa misma idea. Probablemente se puede hacer una obra maestra con cualquier idea.
Me resulta tierno que unos chicos de clase media alta que probablemente no habían cruzado la General Paz más que para ir a la Costa en verano pudieran acusar de concheto a alguien. Me recuerda ese meme del gordito con el zócalo que decía: “Jorge: quiere ser hardcore pero su mamá no lo deja”.

Este recuerdo random de la preadolescencia me vuelve a menudo porque veo cómo hoy gente adulta, intelectual y sofisticada se comporta exactamente como esos chicos que acusaban a las conchetas de superficialidad o que querían ser hardcore pero sus mamás no los dejaban.
Un ejemplo paradigmático es el personaje de Caro Pardíaco, una burla a “la rubia tarada” con una misoginia aceptada solo porque “cheta mata mujer”. Pero es una cheta completamente falsa, inexistente, que vive únicamente en la imaginación de Julián Kartún y sus seguidores. Como bien observó Luis Figueroa, le dice hot dogs a los panchos, cosa que ninguna cheta de verdad haría jamás. Quien imitaba bien a los chetos era Fernando Peña, porque al ser cheto y asumirse como tal sin vergüenza, pintaba su propio mundo.
Otro que habló de los chetos en nuestros estudios centrales fue el cineasta Mariano Llinás. Refiriéndose al “macrismo”, dijo que veía “una vulgaridad que tiene que ver con la riqueza, una vulgaridad que tiene que ver con la ignorancia, un tipo de vulgaridad propia de los chetos, es decir alguien que es burro, tiene guita, solamente establece las formas de superioridad machista a través del deporte y una especie de sospecha hacia todo lo intelectual”. Cuando Hernanii le preguntó si él mismo no se consideraba cheto, se inventó una categoría ad hoc : “Siento que vengo de un territorio más complejo. Tal vez yo sea de los últimos porteños de una clase que tiene que ver con una transversalidad que incluye si querés cierta noción aristocrática, pero que también incluye cierta noción barrial y que también incluye cierto sentido profundo de lo popular, que no es esnob, que tiene un sentido igualitario central, que efectivamente proviene de la clase media, para quien cualquier idea no igualitaria es aberrante, que probablemente sea antiperonista también de formación. Un tipo de porteño que no es tan frecuente y que cuando yo nací todo el mundo que me rodeaba era así”.
Es muy gracioso leerlo transcripto: qué minuciosa y matizada es la descripción que hace de sí mismo y qué caricaturesca la que hace de los demás.
Pero quiero detenerme en esa idea de que “el lujo es vulgaridad”, esa frase del Indio Solari que también pronunció Borges en una entrevista con Mario Vargas Llosa. Tendemos a darla por cierta, pero es apenas una boutade . El Indio Solari dice esa frase tomando un Old Rip Van Winkle en bata de seda Hermès mientras mira la nieve caer en la 5ta Avenida de Manhattan. Borges la dice después de que Vargas Llosa le comenta: “Vive usted prácticamente como un monje, su casa es de una enorme austeridad, su dormitorio parece la celda de un trapense, realmente es de una sobriedad extraordinaria”. Son dos cosas diametralmente distintas.
Lo que quiero decir es que no hay una verdad intrínseca en esa frase que está en el corazón del desprecio a los chetos y del pobrismo. Como cuando Lali Espósito enseñaba en un programa de la TV española a tomar fernet con una botella de coca cortada, como si los primeros que hicieron eso no lo hubieran hecho simplemente porque no tenían nada mejor a mano.
Me acuerdo del día en que asumió Alberto Fernández. Una cheta culposa kirchnerista miraba por TV a la gente bañándose en jugo de culo en la fuente de Plaza de Mayo y tuiteó: “Antes me molestaba esa gente, pero después entendí que era por resentimiento, por no poder compartir su alegría”. Por supuesto, nada le impedía abandonar el aire acondicionado de su hogar y unirse a la algarabía popular. Pero todo esto ya lo dijo mucho mejor que yo Jarvis Cocker hace 30 años en la canción «Common People»: “Creés que ser pobre es cool”.
No digo esto desde el lugar del cheto herido. Como dice mi amigo Diego Mintz, no se puede ser judío y cheto. Sí recuerdo bien un día —esto fue más hacia fines de los ’80— en que, vaya uno a saber por qué, le pregunté a mi vieja si nosotros éramos de clase media. Y ella, también vaya uno a saber por qué, me dijo: “Y… más bien media alta”.
Pero juzgar a los chetos es cosa de preadolescentes. Además, uno es lo que es, independientemente de lo que crea o quiera ser. Podés decir, como Charly, “no voy en tren, voy en avión”. O podés decir, como el Indio, “yo voy en trenes, no tengo donde ir”. Uno de los dos te está mintiendo. Yo prefiero al que me dice la verdad.
Nos vemos en quince días.
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