What is a weekend?
—Condesa Violet Crawley
No creo en Dios y soy bastante ajeno a lo religioso, pero me siento profundamente judío. Mis cuatro abuelos lo eran y cuando me hice el test de ADN me dio 75% ashkenazi y el 25% sefaradí de mi abuelo paterno una mezcla de croata, español, portugués, africano del norte y un 0,5% levantino, que es donde empezó todo.
Aunque lo que más me conecta con mi judaísmo es descubrir en él ideas que reflejan mi forma de entender el mundo. Dije al principio que era ajeno a lo religioso, y es nomás porque nunca podría adaptar mi cosmovisión al corsé de una religión, sea cual fuere. Pero el judaísmo no es solo eso.
Doy un ejemplo. Hace unos cinco años, instalé una mezuzá en mi casa. Una mezuzá es ese tubito que va fijado en el tercio superior del marco derecho de la puerta, generalmente en diagonal (aunque los sefaradim la ponen vertical), que contiene un pergamino con dos pasajes del Shemá, 14 versículos de la Torá que incluyen la declaración central de fe del judaísmo.
Dirás: muy ajeno a la religión no eras, papito. Es difícil de explicar. De hecho, cuando vino el rabino a colocarla (porque muy gentilmente vino uno que se ofreció por Twitter), me propuso ponerme los tefilim y le dije que no, que gracias, que me parecía demasiado. Tampoco la pavada.
Pero me gusta tener la mezuzá en la puerta. No porque considere de verdad que bendice mi casa, sino como exhibición de orgullo judaico en épocas complicadas. Antes de que algún lector resople: ya sé no estoy en Irán, ni siquiera en París, ni siquiera en La Matanza. De hecho, comparto palier con un solo departamento y el otro día un vecino al que no conocía me tocó timbre para pedirme manteca, y para que le abra me dijo “yo también soy judío, acabo de besar la mezuzá ”. Es decir que debo estar en uno de los lugares más amigables para ser judío. Pero bueno, prefiero tener la mezuzá antes que no tenerla.
Todo esto viene a cuento porque en aquel momento, cuando googleé al respecto, encontré un dato extraordinario en la página de Jabad Lubavitch (organización que Milei puso en el radar de los no judíos). Alguien pregunta: “Tenemos hijos pequeños. ¿Puedo poner la mezuzá más baja, de modo que puedan alcanzarla para besarla?” Y la respuesta es la siguiente: “No ponga la mezuzá más bajo que la altura asignada por mandato. En cambio, levante a sus niños hacia la mezuzá. Usted inculcará en ellos —y en usted mismo— una lección valiosa: si un ideal está más allá de su alcance, esfuércese hacia él, en lugar de comprometer el ideal para ponerlo a su alcance”.
Me pareció espectacular. No solo por la idea que transmite del esfuerzo, incluso en niños, sino también porque un detalle tan operativo como la altura de la mezuzá pueda ser transformado en un consejo de vida tan concreto. Y, lo que es mejor, con el que yo estaba de acuerdo.
Hace un año y medio, mi amiga Sabrina Ajmechet me invitó a una cena de shabat. Como era el único varón que había hecho el bar mitzvah, me pidieron que recite el kidush. No suelo ir a cenas de shabat, en mi casa solo festejamos Pesaj y Rosh Hashaná y el que dice las oraciones es mi viejo (y antes mi abuelo). Nunca había recitado el kidush. Pero como era el único habilitado para hacerlo, googleé el kidush en fonética y lo recité. Mi primer kidush.
Eso fue el 6 de octubre de 2023. Al día siguiente, ya todos sabemos lo que pasó. Lo conté en X y mi amigo Sergio Corach (que vive en Israel) me dijo: “Significa que, aunque seas progre, secular, sos judío hasta la médula. Y el nexo con todo el pueblo judío está presente. Y también el valor y el respeto por la vida de todas las criaturas. Eso enseña la Torá y enseña el castigo al que quema niños: no debe quedar ni uno”. Lo de progre fue una chicana suya. En cuanto al castigo a los que quemaron niños, en estos 20 meses y medio podemos decir que, si queda alguno, tiene los días contados.
El otro día estaba leyendo Historia de los judíos, de Paul Johnson, y me encontré con otro ejemplo de estos que me hacen decir “y claro, como no voy a ser judío”, y tiene que ver justamente con el shabat. Johnson enumera los motivos por los que los judíos eran mirados con desconfianza en la antigüedad y da como una de las razones la observancia del shabat : es decir, que no querían trabajar un día a la semana. Pero era más que eso: sus esclavos también tenían que descansar. Lo dice Deuteronomio 5:14: “Pero el día séptimo es de descanso para el Eterno, tu Dios. En él no harás trabajo alguno, ni tampoco tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu sierva, ni tu ganado, ni tu asno, ni el forastero que habita dentro de tus puertas. Tu siervo y tu sierva descansarán como tú”. Y Johnson agrega una observación genial: “El día de descanso es una de las grandes contribuciones judías al bienestar y la alegría de la humanidad”. Dicho en criollo: inventamos el fin de semana. De nada, gente.
Por eso los griegos y los romanos creían que los judíos eran perezosos. Un prejuicio atávico que sigue siglos después. Recordemos, por ejemplo, cuando alguien preguntó por qué no había árbitros judíos en el fútbol argentino y Julio Grondona dijo: “No creo que ningún judío pueda ser árbitro de primera, porque es difícil y ellos nunca buscan lo difícil”. El fin de semana ya era un hecho hacía siglos, probablemente Grondona ni sabía que lo habían institucionalizado los judíos y, sin saber por qué, pensaba que eran perezosos. Así funciona el antisemitismo.
En cuanto al fin de semana, si bien yo no cumplo con las leyes del shabat, sí lo encuentro sagrado, y esto era desde antes de saber que era un invento judío, por eso mi satisfacción al leer ese párrafo del libro de Johnson. Además, no percibo que la gente en general lo vea de la misma manera.
El home office y el WhatsApp son muy lindos, pero tienen su lado oscuro: ya no hay límites claros entre el ocio y las responsabilidades laborales. Más aún en el mundo freelance. Terminamos leyendo mails del trabajo a las ocho de la noche en un bar. Pero, así y todo, los viernes a la tardecita (cuando sale la primera estrella) me parece evidente que hay que bajar la persiana.
Por eso mi sorpresa e indignación cuando recibo mensajes laborales los fines de semana. ¿A quién se le ocurre ofrecerme una nota un domingo? ¿O preguntarme si leí tu nota un sábado? ¿Acaso no leíste la Torá?
Hace varios años, cuando trabajaba en otra revista, mandé a la mierda a un colaborador porque me rompió mucho las pelotas un sábado. Siempre me sentí un poco culpable por haber reaccionado tan mal. Ahora entiendo que solo estaba siguiendo los preceptos de Hashem. Y no por haberlos aprendido en una yeshivá sino porque los tenía incorporados en mi ser desde hace cinco mil años.
Nos vemos en quince días.
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