ZIPERARTE
Nota mental

#3 | El factor humano

¿Cuánto influyen las personas en el devenir de la Historia? Quizás más de lo que uno cree.

Hace rato que mi Instagram sufrió una purga que dejó a la de Joseph Stalin de los años ’30 como tibia en comparación, aunque en mi defensa los muertos fueron solamente simbólicos. Durante mucho tiempo pensé que había exagerado, que no era sano haberme construido un cono del silencio como el del Superagente 86, no tanto porque me estuviera inventando una realidad paralela (boludo no soy) sino porque mucha gente que sube cada tanto una historia elogiando el Estado presente en el Impenetrable chaqueño puede ser, por lo demás, inteligente, culta y ocurrente, así de misterioso es el cerebro humano. Pero desde la masacre de Hamás del 7 de octubre esa purga cobró sentido: no tuve que toparme con ninguna bandera de Palestina.

Tengo sin embargo a una persona del mundo del cine que me cae bien y cuyos posteos, por algún motivo misterioso, no me irritan. Los observo como si pertenecieran a alguien de otro mundo o de otra especie. (Eso sí: no posteó la bandera de Palestina, o yo no la ví.)

El otro día esta persona reposteó algo de la directora Albertina Carri (una de las primeras víctimas de la purga, mi Nikolái Bujarin) que reproducía un poema de Pier Paolo Pasolini que a mí siempre me había gustado y que incluso había tuiteado en algún momento. Acá va:

Si no se grita viva la libertad con humildad
No se grita viva la libertad
Si no se grita viva la libertad riendo
No se grita viva la libertad
Si no se grita viva la libertad con amor
No se grita viva la libertad
Ustedes, hijos de los hijos, gritan
Con desprecio, con ira, con odio viva la libertad.
Así que no griten viva la libertad.
Esto lo saben, hijos de los hijos
Que gritan viva la libertad con desprecio, con ira, con odio.

Siempre me gustó este poema porque lo leía como dirigido a los resentidos a quienes les molestaba más el éxito ajeno que el fracaso propio. Yo pensaba en el kirchnerismo, que gritaba con desprecio, con ira y con odio. Por eso lo había tuiteado al poema. Y también recordaba otro que, desde la izquierda, criticaba a ese progresismo falopa. Lo publicó Pasolini en el Corriere della Sera el 2 de marzo de 1968, al día siguiente de un enfrentamiento entre estudiantes y policías en Valle Giulia, una especie de preludio del Mayo Francés. Se llama «El PCI a los jóvenes» y el siguiente es un fragmento:

Tienen caras de hijos de papá.
Buena raza no miente.
Tienen el mismo ojo malo.
Son miedosos, inciertos, desesperados
(muy bien) aunque saben también cómo ser
prepotentes, vengativos y seguros:
prerrogativas pequeñoburguesas, amigos.
Cuando ayer en Valle Giulia se agarraron a trompadas
con los policías,
¡yo simpatizaba con los policías!
Porque los policías son hijos de pobres
(Traducción: Diego Tatián)

Con el antecedente de ese poema en el que bardeaba a los estudiantes progres, pensé que en el de “Si no se grita viva la libertad con humildad” estaba haciendo algo parecido. Desde ya que Pasolini era comunista, no me hacía tantas ilusiones, pero como había sido expulsado del Partido Comunista Italiano por homosexual, quizás la llama de la libertad ardía con más intensidad que la de la igualdad. ¡Qué ingenuo fui!

Ver ese poema en el Instagram de Albertina Carri me sorprendió un instante, pero enseguida me di cuenta de que Pasolini estaría mucho más de acuerdo con su manera de usarlo que con la mía, porque ella estaba hablando evidentemente de los libertarios.

Busqué entonces de qué año era el poema, dónde había sido publicado, y descubrí que era de La rabbia, un documental de 1963. Se trata de una película de montaje hecha con imágenes del noticiero cinematográfico Mondo libero, a las que Pasolini les puso un texto en off.

Cuál no sería mi sorpresa al ver que el poema en cuestión estaba dirigido a los participantes de la Revolución húngara de 1956, un levantamiento en contra del gobierno prosoviético que fue aplastado a los pocos días, y a sus simpatizantes en Roma y París. “Los rusos pisotean con sangre todo derecho a la libertad”, dice el cartel de un manifestante, uno de los que Pasolini dice que grita con desprecio, con ira y con odio.

Por supuesto que es ambiguo. También dice:

Negros inviernos de Hungría
Ha estallado la contrarrevolución
Negras ciudades de Hungría
Los hermanos blancos matan
Negros recuerdos de Hungría
Los hermanos burgueses no perdonan
Negra paz de Hungría
Quieren sangre por los pecados de Stalin
Negro sol de Hungría
Los pecados de Stalin son nuestros pecados

Me di cuenta entonces de que el poema de Pasolini podrá ser muy lindo, pero no contiene un átomo de verdad. No hay manera de gritar “viva la libertad” si no es con desprecio, con ira y con odio. Al menos si uno lo está haciendo para librarse de la esclavitud.

Pero, además, sea como sea, olvidando esos jueguitos poéticos que en el fondo no importan demasiado, ¿de qué lado quiero estar en la Revolución húngara de 1956? Yo no tengo dudas que del lado de los revolucionarios (o de los contrarrevolucionarios, como los llama Pasolini).

Hablando de Stalin y la Revolución húngara, vi estas semanas, como todos, la serie de Netflix sobre la Guerra Fría Turning Point: The Bomb and the Cold War. Apasionante. Brian Knappenberger –de quien ya había visto Turning Point: 9/11 and the War on Terror, que también recomiendo– es un bastante digno discípulo de Ken Burns, aunque por momentos cede a la tentación de tomar partido, en particular al final del segundo capítulo, cuando relaciona un poco antojadizamente a Roy Cohn, mano derecha del senador Joseph McCarthy, con Donald Trump, a quien representó y asesoró en los ’70 y los ’80. Un flashforward innecesario. Pero es Netflix y hay que hablar mal de Trump.

Pero la disonancia de esa secuencia se da precisamente por la armonía del resto, que me pareció bastante equilibrado. Y entre la infinidad de puntas de las que agarrarse, una de las que me resultó más interesante es la idea de hasta dónde la Historia la hacen los hombres, las personas particulares, y hasta dónde estas son nada más muñecas de trapo arrastradas por el torrente de los acontecimientos.

Uno imagina que sin Abraham Lincoln igual la esclavitud se hubiera abolido tarde o temprano y que sin Mahatma Gandhi la India habría alcanzado su independencia alguna vez, es decir que estaríamos ante la teoría del torrente de la Historia. También es cierto que nada es igual a nada y que si un aleteo de mariposa puede cambiar el destino del Universo, mucho más un Lincoln o un Gandhi. Quizás, como pasa siempre, la respuesta esté en algún lugar en el medio (no exactamente a mitad de camino, recordá que no somos Corea del Centro).

Quizás porque toda narración necesita personajes, Turning Point parece inclinarse más por la tesis de que a la Historia la hacen los hombres. La anécdota de la caída del Muro de Berlín es el mejor ejemplo. Por supuesto que el Muro iba a caer más temprano que tarde, pero la conducta de dos personajes secundarios el 9 de noviembre de 1989 aceleró el proceso.

El primero fue un funcionario del gobierno de Berlín Oriental, Günter Schabowski, que dio una conferencia de prensa para anunciar algunas medidas de alivio a la férrea política del Partido Socialista, entre ellas la posibilidad de que los ciudadanos solicitaran permiso para cruzar a Berlín Occidental. Pero en su anuncio, Schabowski no aclaró que debían pedir permiso, simplemente dijo que a partir de ese momento podían cruzar. Así fue como la gente de Berlín Oriental empezó a amontonarse en las puertas del Muro.

El otro personaje de esta historia es Harald Jäger, un oficial de la Stasi, guardia del cruce de la calle Bornholmer, que se vio superado por la cantidad de gente que se agolpaba en su puesto, desobedeció la orden de reprimirlos y abrió la frontera.

Hubo un tercer personaje que influyó en los hechos de ese día, por omisión: Mijaíl Gorbachov, que desde Moscú tomó la decisión de no reprimir tampoco. Gorbachov (a quien los que leímos Anatomía de un instante recordamos como un “héroe de la retirada”), junto con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, fueron personajes que resulta muy difícil menospreciar como simples peones envueltos en el remolino de acontecimientos históricos que los superan. Archie Brown, uno de los entrevistados de Turning Point, escribió un libro que se llama justamente The Human Factor: Gorbachev, Reagan, and Thatcher, and the End of the Cold War.

El factor humano. Probablemente es más importante de lo que uno cree. Da un poco de miedo saber que estamos en manos de personas.

Nos vemos en quince días.

 

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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