Me considero un ex cínico. Una evidencia de este cambio es que ya no siento rechazo por los animales domésticos. Antes tenía una postura anti perros y gatos que era más una pose, porque nunca me dieron fobia ni nada parecido. Me acuerdo de que una vez un gatito de una amiga insistía todo el tiempo en treparse a mis piernas y yo lo bajaba cada vez. No lo hacía por otra cosa que porque ese era mi personaje. Qué pelotudo.
Hoy me gustan los animales. Tampoco voy por la calle acariciando a cada perro que me cruzo, pero si voy a la casa de un amigo y su mascota me mueve la cola, le doy unas palmaditas. Y si mi amigo le dice “dejalo tranquilo”, yo aclaro que “no, no me molesta”. Lo normal, digamos.
No tengo ni tendría perro porque no quiero comprometerme a sacarlo todos los días a hacer sus necesidades, mucho menos a levantar la caca y ponerla en una bolsita, situación que me parece tan necesaria como humillante. Tengo un gato principalmente porque no hace falta pasearlo ni bañarlo. También me parecen bichos más elegantes, limpios y aptos para un tres ambientes.
Esta introducción es para atajarme, para aclarar que lo que voy a decir lo diré desde el amor a los perros y que no hay una pizca de cinismo en esto.
Acá va: los fanáticos de los perros, o perrófilos, son una secta muy violenta.
El último ejemplo de esto que digo ocurrió el sábado, cuando una usuaria de X tuiteó: “ODIO a la gente que lleva a sus perros a todos los lugares. Flaca, estás viniendo a almorzar en un micro café de Palermo, dejá el puto perro en tu casa, tienen olor y no va a dejar de ladrar”, junto con una foto de un perro de tamaño medio, atado con una correa, parado al lado de su dueña, que estaba sentada en la mesa del bar.
Debo decir que coincido bastante con la chica en cuestión. No entiendo a la gente que lleva a su perro a todos lados. ¿Por qué necesitás a tu perro todo el tiempo? No es tu celular. Una novia que tuve oriunda de Ituzaingó hablaba de su perro como “el perro de mi casa”, y me pareció un gran concepto. El perro es de la casa, no de las personas. Pero claro, para eso hay que tener una casa con jardín y vivir en el Conurbano.
Pero independientemente de lo que uno opine del contenido del posteo, me sorprendió la cantidad y virulencia de las respuestas. Van tres ejemplos:
“Quedate tranqui que las garrapatas de los perros no afectan a los gatos.”
“Si no te gustan los animales no vayas a un lugar pet friendly, quedate chupándole los huevos depilados a tu empleador en Nordelta, botinera inmunda.”
“Prefiero en mi mesa a mi perro o el de otro que a un gato apaleado relleno de siliconas y mampostería. Hay bares de trolas donde vas a estar más cómoda.”
Y así.
Me llamó la atención, porque no me pareció tan polémica la afirmación de la chica. Y sin embargo la gente reaccionó como si hubiera propuesto carnear al perro y hacerlo a la cacerola.
Algo parecido pasa con los fuegos artificiales. De un tiempo a esta parte se han vuelto mala palabra, y esto no es algo woke: es transversal a todas las ideologías políticas. Estoy solo en esta.
Cuando era chico (años ’80, principios de los ’90) tiraba muchos fuegos artificiales. Desde rompeportones muy ruidosos hasta cañitas voladoras de las más caras. Me parece lógico que se morigere su uso, porque en más de una oportunidad estuve a punto de perder un dedo o un ojo: una vez un amigo me tiró un rompeportones pensando que ya estaba usado, por suerte lo esquivé y me explotó a centímetros; otra vez una cañita voladora no levantó vuelo y explotó en el suelo: imaginate el estallido de luces que solés ver a 60 metros de altura, detonando a sólo cinco metros de tu cara. No hubo heridos.
Dicho esto, he pasado fin de año en Río de Janeiro y en Brisbane (Australia) y hay lindos shows de fuegos artificiales. Me parece que, tomando los recaudos pertinentes, son una hermosa manera de festejar algo importante: fin de año, ganar un Mundial, esas cosas. No son para todos los días, porque perderían su carácter excepcional, pero que den las 12 el 31 de diciembre y que no suene nada es como descorchar un champán sin gas.
Como evidentemente el peligro de volarse un dedo o sacarse un ojo no era suficiente para disuadir a la gente de tirar cuetes, a alguien se le ocurrió decir que “asustan a los perros”. La idea parece ridícula, pero no lo es tanto si pensamos en el grupo humano que moviliza: los perrófilos. Ahora los que tiran un chaski boom son asesinos de perros. Pocas veces me han puteado tanto en X como cuando osé defender los fuegos artificiales.
Entonces aparecen historias como una que leí una vez: un perro, asustado por el ruido de los fuegos artificiales, saltó por el balcón y se mató. El procedimiento mental mediante el cual se llega a la conclusión de que el culpable de esa muerte es el ruido y no la ausencia de red en el balcón me resulta incomprensible. Diría que es un caso de queja de progre pero, como dije antes, esto es transversal a todas las ideologías.
Ni hablar de los casos de perros que mueren de un ataque cardíaco. ¿Ninguno muere de un ataque cardíaco cuando escucha un trueno? ¿La bocina de un auto? ¿Una olla que se le cae a su dueño? Un perro que muere de un ataque cardíaco por un ruido, ¿no debería estar en tratamiento cardiológico? En la Primera Guerra Mundial había perros que llevaban mensajes entre las trincheras. ¿Qué les pasa a nuestros perros que tienen el corazón tan frágil?
Mi gato se asustó bastante con la tormenta del otro día. El viento daba contra el ventanal y hacía un remolino. Las sillas del balcón volaron de un lado al otro. Rocco abrió los ojos, se subió a la mesa y se puso en estado de alerta. Yo lo acaricié para que se tranquilizara, pero o no entendió o no le importó. Los animales se asustan porque no saben a qué se deben esos ruidos. Paradójicamente, los perros de la Primera Guerra Mundial no se asustaban por la misma razón.
Pero voy a decir algo, y espero que no me linchen: el miedo que puede sentir un animal no es tan grave. Es un animal. No va a sufrir estrés postraumático ni habrá que mandarlo al psicólogo. No le va a traer problemas en el laburo ni le va a transmitir el trauma a sus crías. Al día siguiente se va a olvidar. Quizás antes: después de que explote la última cañita y se distraiga jugando con una cucaracha muerta. Es un animal.
Con esto no quiero decir que me parezca mal que la gente trate a sus mascotas como si fueran sus hijos. La gente puede hacer lo que quiera. La clave está en no molestar al prójimo. Si nos pusimos de acuerdo (más o menos) en que hay que levantar la caca de los perros, no me parece tan delirante la sugerencia de que un perro no pueda entrar a un bar.
Además, ¿alguien le preguntó al perro si tiene ganas de estar tirado mirando zapatos de milipilis mientras su dueña se toma un latte macchiato?
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