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Nota mental

#23 | Terminemos con las murgas

La invasión sonora de Plaza Armenia ejemplifica el atropello institucionalizado: bombos y platillos que irrumpen en la vida cotidiana con financiamiento oficial.

Entre las veces que más cerca estuve de que me cagaran a trompadas, que no fueron pocas, están aquellas en las que me enfrenté con algún pelotudo que hablaba en el cine. El nivel de irritación que me produce esto no es normal. Tuve que analizarlo y llegué a la conclusión de que no me molesta tanto el ruido en sí, que rara vez me impide escuchar los diálogos de la película o seguir la trama, sino la actitud de quien habla: alguien a quien no le importa en absoluto estar en una sala repleta de personas y se cree con el derecho de romper el silencio para decirle a su mujer, novia o amigo: “Uy, este lo va a matar”, como si estuviera en el living de su casa.

Cuanto más intrascendente es el comentario, más refuerza mi hipótesis de que en ese comportamiento existe más un placer por conquistar territorio que por dialogar realmente sobre la película. Por eso, cuando tengo detrás o al costado a alguno de estos especímenes, por más que hable bajito y poco, me resulta imposible abstraerme del ruido de su voz. El “shhhh” suele ser inútil, porque para ellos es apenas un telón de fondo habitual. Hay que llegar hasta un “¿te podés callar?”, preferentemente mirándolos a los ojos. En general, no se lo esperan y se callan, porque después de todo no era tan relevante lo que tenían para decir. Esto, hasta que un día me cruce con Hugo Conzi en una función de Los indestructibles 5 y no la cuente, aunque las probabilidades son relativamente bajas.

Algo similar ocurre con quienes escuchan música sin auriculares en el transporte público. No importa si la música me gusta o no. Está claro que un transporte público no es una biblioteca y que quizás una canción de Bad Bunny puede mimetizarse con el ambiente sin problemas. Pero no puedo superar la actitud de la persona que decide escuchar sin auriculares. Su único propósito es hacernos partícipes. No le basta con disfrutar a Bad Bunny, necesita que todo el vagón escuche a Bad Bunny, que algunos compartan su gusto y que otros se irriten. Antes de que lo preguntes: jamás me enfrenté con ninguno de estos ejemplares porque no viajo en transporte público. Son cosas que me cuentan.

Pero lo que más padezco de este tipo de invasiones es la murga de la Plaza Armenia. Vivo desde hace más de quince años a dos cuadras de la plaza y durante los meses de primavera y verano escucho casi a diario, varias horas por la tarde y noche, los bombos y platillos de la murga. Como vivo en un piso alto, el sonido llega nítido a mi cocina. Al igual que en los casos anteriores, no representa un ruido incapacitante. No me impide ver una película, dormir la siesta o mantener una conversación. No alcanza ese nivel. Pero percibo una intrusión, como si alguien se hubiera metido en mi casa sin invitación.

Por otra parte, no nos referimos acá a un ritmo más o menos sofisticado. Escucharlo un domingo por la tarde puede ser motivo de corchazo, pero el candombe uruguayo tiene cierto encanto y se entiende que los murgueros los practiquen todas las semanas porque tiene sus yeites. La murga de Plaza Armenia constituye un continuum desde hace quince años, un monótono “bum bum bum”, comparable a la tortura china de la gota que cae incesantemente sobre la cabeza.

Resulta evidente que debe haber existido rotación de murgueros en estos quince años. Me cuesta creer que una persona con plenas capacidades cognitivas pueda tocar el bombo de esa manera por más de un año. Nótese la ironía: hay rotación de murgueros, pero no de vecinos.

No logro concebir otro motivo para que el murguero viaje todos los días hasta Plaza Armenia y se dedique a tocar el bombo y el platillo que no sea el de perturbar a los vecinos. Su actividad carecería de sentido si yo no escuchara el bochinche desde mi casa. Puedo fácilmente imaginar a una persona de izquierda interpretando esto como el pataleo de un gorila ante el aluvión zoológico que invade su barrio. No tengo objeción alguna con el aluvión zoológico, siempre que se desarrolle en silencio. Pero, evidentemente, si no molesta a los gorilas, pierde su razón de ser.

Lo peor de todo es que se trata de un atropello institucionalizado. El Gobierno de la Ciudad subvenciona estas murgas. En otras palabras: les paga por venir a molestarme. Que quede claro: una cosa es el carnaval, limitado a dos noches al año, y otra muy distinta son estas murgas que taladran durante casi seis meses, prácticamente todos los días, varias horas, desde hace años.

No soy de las personas que llama a la policía cuando alguien pone la música fuerte en el departamento de al lado. Yo mismo he puesto la música fuerte alguna vez. Pero existe una diferencia sustancial entre poner la música fuerte en tu propio espacio y una invasión sonora que excede los límites de lo tolerable. En mi propio departamento, la música alta puede ser un momento de descuido, un exceso ocasional, incluso una forma de celebración o simple disfrute. Es mi espacio, mi territorio. Si me equivoco, me paso de rosca, hay una autorregulación natural: los vecinos me lo harán saber, yo mismo me moderaré.

Pero la murga de Plaza Armenia no es un descuido. Es una ocupación sistemática, premeditada, del espacio sonoro común. No es música, es ruido con pretensiones de legitimidad. Un ruido que no busca otra cosa que hacerse notar, que gritar “estoy acá” sin importar a quién moleste. Un ruido financiado, paradójicamente, por el mismo gobierno que debería garantizar la convivencia y el descanso de sus ciudadanos.

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Diego Papic

Editor de Seúl. Periodista y crítico de cine. Fue redactor de Clarín Espectáculos y editor de La Agenda.

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