El domingo vi Juror #2, la última película de Clint Eastwood. Si quisiera ser cuidadoso con las palabras, debería decir “la película más reciente” y no “la última”, pero es probable que también sea la última. No solo porque Eastwood ya tiene 94 años, sino también porque Warner Bros., el estudio con el que trabaja desde hace 49 años, la mandó al bombo, estrenándola solo en 50 salas. Parece que el fracaso de la anterior, Cry Macho, borró de un plumazo medio siglo de éxitos. Está bien, no lo van a ver a Eastwood llorar.
Sería muy tentador decir que el motivo del ostracismo de la película es su argumento a contrapelo del clima de época: James Sythe (Gabriel Basso) es acusado injustamente de cometer un femicidio, la fiscal Faith Killebrew (Toni Collette) es una mujer a la que no le cabe mejor adjetivo que “conchuda” que pretende condenarlo para subir el perfil y conseguir los votos necesarios para lograr el cargo de Fiscal de Distrito. Pero sería un error presentar la película en estos términos, y el motivo por el que Warner la estrenó en pocas salas es meramente económico.
El protagonista, en realidad, es Justin Kemp (Nicholas Hoult), el Jurado #2 del título, un alcohólico en recuperación cuya esposa, tras un embarazo perdido, está a punto de dar a luz. Justin es llamado para formar parte del jurado en el juicio contra Sythe. El primer día, mientras la fiscal Killebrew expone el caso, descubre algo perturbador: la noche del supuesto crimen, estuvo en el bar junto al acusado y su novia. A punto de recaer, pidió un trago, pero solo se quedó mirando el vaso mientras reflexionaba sobre sus problemas. Camino a su casa, golpeó algo con su camioneta. Al bajar a investigar, no vio nada y asumió que había sido un ciervo. Ahora, en el tribunal, se enfrenta a una verdad terrible: esa noche mató a una persona, y un inocente está siendo juzgado por el crimen.
Diez de los doce jurados creen que Sythe es culpable. A la manera de Doce hombres en pugna, Justin Kemp debe convencer al resto de que es inocente, pero no, como Henry Fonda en la película de Sidney Lumet, porque se carga sobre sus hombros la responsabilidad de hacer que funcione la justicia, sino porque sabe que es inocente y para no cargar con la culpa de que un hombre pague por un crimen que cometió él.
Como pasaba también en su película anterior a Cry Macho, El caso de Richard Jewell, acá las instituciones hacen todo mal. No por corrupción, sino por desidia. Y queda en manos de algunas personas con voluntad torcer el cauce de los hechos. En Richard Jewell eran el guardia del título (Paul Walter Hauser) y su abogado Watson Bryant (Sam Rockwell). Acá son, al principio, Justin y Harold (J. K. Simmons), otro de los jurados, un expolicía que huele que se investigó mal. Al final hay una vuelta de tuerca que no voy a revelar y le da a la película un giro interesante que demuestra que Eastwood no es tan “macho” como parece. No olvidemos que en Los imperdonables su personaje es contratado por un grupo de prostitutas para vengar a una compañera desfigurada por un cliente tras burlarse del tamaño de su pene.
En Juror #2, ningún funcionario o servidor público actúa correctamente. La policía, al investigar la muerte de la víctima, se enfoca en Sythe por sus antecedentes criminales y descarta otras posibilidades. El perito considera improbable que la muerte fuera causada por un golpe contra las rocas y concluye que fue causada por un objeto contundente. El abogado defensor (Chris Messina), a pesar de sus buenas intenciones y su convicción en la inocencia de su cliente, no logra plantear hipótesis que siembren dudas en el jurado.
El único testigo ocular, un anciano que vio a Justin bajar de su camioneta tras atropellar a la víctima, está convencido de haber visto a Sythe porque la policía solo le mostró su fotografía. Para agravar la situación, Sythe tiene tatuajes en el cuello, antecedentes por narcotráfico, fue visto peleando con su novia en el bar y la fiscal Killebrew está decidida a condenarlo. De no ser por la duda que Justin planta en el jurado, el juicio habría terminado en diez minutos.
Clint Eastwood dirigió 40 películas, de las cuales solo siete son westerns. No es tan poco, en realidad (un 17,5% de su filmografía). Pero si incluimos las películas en las que actuó o que produjo, el porcentaje se va al 28% (14 de 50, si no conté mal). Y con su icónico debut en la trilogía de Sergio Leone, claro. (Las tres para alquilar o comprar en Google Play y Apple TV, para aquellos afectos a lo legal.) Lo que quiero decir es que a veces pareciera que toda película de Clint Eastwood fuera un western.
Los westerns cuentan la fundación mítica de un país y sus instituciones en un tiempo donde estas todavía son frágiles. Aunque hay sheriffs, jueces y alcaldes, las leyes son ambiguas, y los hombres suelen imponer justicia por mano propia. En Los imperdonables, el sheriff “Little Bill” Daggett (Gene Hackman) castiga al agresor de la prostituta exigiéndole pagar con caballos al empleador de la víctima por las ganancias perdidas. Indignada, una de las prostitutas, Strawberry Alice (Frances Fisher), organiza una colecta entre las demás para reunir mil dólares y contratar a un cazarrecompensas.
Pasaron 150 años, las instituciones ahora son mucho más fuertes, las leyes están escritas en piedra, una maquinaria enorme se pondría en marcha si un hombre tajea a una mujer en la cara y un ejército de abogados escribió libros acerca de las penas que le corresponden al culpable, y otro ejército deberá leerlos e interpretarlos, además de que los médicos deberán examinar la herida y los peritos interpretar cómo se produjo.
Eastwood parece decir que las instituciones, antes frágiles y en formación, ahora se han vuelto demasiado rígidas y burocráticas. Por eso, el guardia que encuentra la bomba en Richard Jewell es un personaje “diferente” y las autoridades insisten en considerarlo culpable hasta el final. En 15:17 Tren a París, los héroes son ciudadanos comunes, no la policía, quienes desbaratan el atentado. En Sully, la Junta Nacional de Seguridad en el Transporte intenta culpar al piloto por aterrizar en el río Hudson. La burocracia se convierte en un obstáculo para resolver problemas, y aparece el héroe, un outlaw que, actuando bajo sus propias reglas, encuentra la solución.
En Juror #2 se suma la capa de complejidad de la culpa, porque Justin no actúa solo por un sentido del deber como Richard Jewell, Sully o los tres chicos del tren a París. Y también otra capa: la de la redención. No olvidemos que Justin es alcohólico recuperado y Sythe es ex narcotraficante. Los dos están buscando su segunda oportunidad. Esa noche, en ese bar, los dos se encontraron ante una bifurcación en el camino. Justin, con un vaso de whisky adelante. Sythe, peleando con su novia y saliendo a buscarla bajo la lluvia. Ninguno de los dos recayó, pero el destino quiso que uno de los dos tenga que terminar tras las rejas.
Dije al principio que el argumento de Juror #2 va a contrapelo del clima de época. En realidad, no hay película más actual en cuanto a los temas que toca. Solo que la opinión que tiene sobre ellos es distinta a la de la media.
Si te gustó esta nota, hacete socio de Seúl.
Si querés hacer un comentario, mandanos un mail.
Si querés suscribirte a este newsletter, hacé click acá (llega a tu casilla martes por medio).