Escribo estas líneas luego de leer este artículo de Hernán Iglesias Illa sobre la reacción de Juntos por el Cambio al ascenso de Javier Milei y la respuesta, unos días después, de una lectora de la revista, Silvina Ciriani. Lo hago como otra suscriptora más, para dar otro pasito al debate, que espero que siga.
No solo el kirchnerismo cumplió en estos días 20 años en la política argentina. También lo está haciendo el PRO o, como se llamó en aquellas elecciones porteñas donde postuló la fórmula Mauricio Macri-Horacio Rodríguez Larreta, Frente Compromiso por el Cambio. Aquella primeras elección Macri la perdió, pero volvería a perder ocho elecciones y 16 años después, en 2019. En 2005, aquella formación, hegemonizada por la Fundación Creer y Crecer (de Macri) y el Grupo Sophia (de Rodríguez Larreta), compitió en las legislativas y volvió a ganar la primera minoría porteña. Obtuvo seis diputados nacionales por CABA (Mauricio, Paula Bertol, Eduardo Borocotó, Esteban Bullrich, Ester Schiavoni y Nora Ginzburg) y tres de la provincia de Buenos Aires (Pablo Tonelli, Paola Spátola y Eugenio Burzaco). También compitió en Entre Ríos, pero no alcanzó el piso legal del 3% del total de votos.
Macri y Gabriela Michetti, finalmente, llevaron al PRO al Ejecutivo porteño en 2007. Fueron elegidos en segunda vuelta frente a Daniel Filmus, el candidato que la Casa Rosada impuso para debilitar al también peronista Jorge Telerman. No está de más recordar que el actual director del Teatro Colón logró desplazar a Ibarra del Gobierno tras el caso Cromañon, en acuerdo con los líderes políticos del PRO en la Legislatura.
Vaya esta brevísima historia de resiliencia y eficacia política de los primeros años del PRO para evitar los análisis fáciles y apresurados de la emergencia de una opción de centroderecha en el siglo XXI, nacida –como el kirchnerismo– en el sentimiento de disolución creado en las condiciones del 2001, ante la dramática caída del populismo de la convertibilidad. Hubo muchos que fueron para un lado. Otros, contra el sentido común “peronista”, fueron para el otro. Y, como era previsible, también con peronistas –siempre sospechados, eso sí– adentro.
Una historia con el PRO
Fue en el 2007 cuando nació mi historia con el PRO. Voté en primera vuelta a Telerman, como le correspondía a una peronista progre no K, y salí tercera. En el balotaje voté por primera vez por Macri.
No bailé ni festejé con globos amarillos. Hice lo que correspondía ante lo que ya era un evidente proyecto dominante que emanaba desde la Rosada. No me creí a Alberto Fernández ni a la candidata Cristina Kirchner republicana y democrática. En la nacional voté a Elisa Carrió. Empezaba la resistencia.
Mientras tanto, el PRO aterrizaba a gobernar por primera vez la Ciudad. Horacio Rodríguez Larreta, jefe de Gabinete, y un grupo de ministros muy comprometido, totalmente ignorante de la enorme mayoría de los asuntos: sin calle. Incluso con poca cultura y limitada lectura. Me acuerdo de los comentarios que se hacían en torno a la importancia que, por ejemplo, le daba Mauricio al Colón. Casi que quería tirarlo abajo por la enorme magnitud de la obra de infraestructura que exigía su funcionamiento. Pero alguien lo hizo entender. Tres años después, en 2010, lo reinauguró con el presidente uruguayo José Pepe Mugica en el palco.
Un año antes, con Francisco De Narváez y Felipe Solá como primeros candidatos a diputados nacionales de la provincia de Buenos Aires, Unión-PRO les ganó a Néstor Kirchner y Daniel Scioli las “testimoniales por dos puntitos”. Otro revival: Momo Venegas diciéndome, en ese 2009, “hay que apoyar a Mauricio”. El dirigente sindical del campo murió aliado a Macri, pero antes tuvo que pasar por duros períodos de destrato, como cuando le pedían que se quedara en otra habitación cuando ganaban alguna elección, para ocultarlo frente al electorado: muy negrito, sí.
Pasaron las elecciones de 2011 con su 54% (“nadie puede ganarle a una viuda reciente”, había recomendado Jaime Durán Barba). Hermes Binner, un patriótico 17% que seguía resistiendo vaya a saber por qué. Tercero salió Ricardo Alfonsín con el 11%, cuarto Alberto Rodríguez Sáa y quinto, Eduardo Duhalde. El PRO no respaldó a ningún candidato. En 2013 el gran ganador fue Sergio Massa, que, enfocado solo en la provincia de Buenos Aires, le sacó una ventaja de 44% a 32% a Martín Insaurralde en las legislativas. En Tigre, cuentan las crónicas, se cantaba “se siente, se siente Massa presidente”. Con muy bajo perfil, el PRO respaldó algunas listas en distintos puntos del país y logró 9 bancas (tenía 5).
Volví a votar a Macri en 2015. Antes, ese mismo año, lo hice por Horacio y no por Gabriela (donde tenía la mayoría de mis amigos) porque Mauricio lo había pedido.
Volví a votar a Macri en 2015. Antes, ese mismo año, lo hice por Horacio y no por Gabriela (donde tenía la mayoría de mis amigos) porque Mauricio lo había pedido. Encontré el camino. No fue por Chano y su Ciudad Mágica, ni por ninguna de las expresiones de frivolidad y new age que abundaban en las mesas de los amarillos. Fue por unas charlas que tuve con Marcos Peña, un pibe excepcionalmente inteligente como solo otro que conocí décadas atrás, solo que a éste nunca lo movió el dinero. Casi un asceta o un trotskista, que con las exigencias de la gestión derivó en una versión estalinista moderna. Salía muda de aquellas charlas. Se me estaba revelando una verdad, una nueva epistemología para pensar los nuevos tiempos. Los libros de Jaime y Santiago Nieto, más el inolvidable viaje que hizo Hernán Iglesias Illa y plasmó en el libro American Sarmiento, terminaron de hacer el trabajo.
No vale la pena contar la innumerable cantidad de anécdotas que tengo de los cuatro años de la experiencia de Cambiemos en el Gobierno. Todos tenemos muchísimas. Daré un pantallazo.
Ví la gestión desde la Casa Rosada, para Infobae. Puedo dar fe de que no había amigos para dar la información, sino relevancia de los medios. Nosotros no éramos bien evaluados. A Mauricio le gustaba La Nación (digamos todo). Nunca tuve ningún privilegio (pero ninguno) y hasta les molestaba hablar conmigo por cosas que –sabían– yo conocía porque intersticios siempre hay y finalmente esto es Argentina, una sociedad aluvional, donde todos buscamos familia.
Había una narrativa (Mauricio, el presidente zen), pero la línea era no construir relato ni grieta sino esperar que los acontecimientos se fueran haciendo evidentes.
Había una narrativa (Mauricio, el presidente zen), pero la línea era no construir relato ni grieta sino esperar que los acontecimientos se fueran haciendo evidentes en la vida de la población y no gastar tiempo en debates. Al que se consideraba un enemigo de la cultura del Gobierno, abrazarlo. Esperar. Que la economía se ponga en marcha, que sea mejor trabajar fuera del Estado que adentro, tratar de echar a la menor cantidad de contratados posibles. No sembrar miedo. Al único que le empezó a hacer un poco de ruido la estrategia elegida fue al propio Macri, quien luego de ver en algunas discusiones televisivas a Fernando Iglesias pidió conocerlo y, antes de designarlo candidato a diputado nacional, lo nombró su killer.
Antes había emergido en el gabinete una figura que Macri intuyó distinta: Patricia Bullrich. A la semana de haber asumido le instalaron una huida de una cárcel que pudo terminar pésimo y logró superar. En las reuniones de ministros se peleaba con Carolina Stanley por la manera en la que negociaba con los piqueteros. Y a Mario Quintana lo retaba porque le creía a Juan Grabois y a Emilio Pérsico. “Cuando puedan, te van a cagar”, advertía Pato, muy disruptiva con el tono general de los encuentros, donde nadie decía lo que pensaba. Marcos nunca le tuvo confianza. Patricia era rebelde.
En la Ciudad gobernaba Rodríguez Larreta, fundador y verdadero heredero de la zaga. No solo por el aporte original a la sociedad, sino por las responsabilidades políticas y administrativas que asumió desde el primer día. Modelo PRO tradicional, desplegado pragmáticamente en la ciudad asediada por el kirchnerismo desde que llegaron a la política, obligado a generar condiciones de gobernabilidad siempre desde posiciones débiles.
Tiempo de herederos
El 2023 es un tiempo de “herederos se buscan”. Es lo que marca la era pero se hace notar particularmente en nuestro país. Ya nadie duda de que el modelo populista está agotado por falta de crédito y que ya no hay lugar para las lágrimas. Solo hay dos caminos posibles. Algunos ya encontraron en quién depositar el legado, aunque sea espiritual. Es el caso del papa Francisco, que ya postuló Arzobispo de Buenos Aires al seguramente futuro cardenal Javier García Cuerva.
Hay quienes tienen claro en política el camino, como Cristina Kirchner, pero no tanto. Su hijo Máximo no le salió como querría, pero se las rebusca. Nunca le va a soltar la mano y lo hace aprender al lado de Wado de Pedro, Axel Kicillof y, sobre todo, Sergio Massa. Hace poco mostró por primera vez a dos de sus nietos y otros dos sobrinos nietos, como para que no queden dudas de que el apellido Kirchner tiene vida para rato. Autocracia pura y dura, hasta que los argentinos lo permitan.
Al viejo liberalismo se le impuso un heredero a los sopapos. Un trastornado se volvió mediático criticando el sentido común keynesiano y elogiando a Milton Fridman. Sus postulados libertarios y sus escenas de rockstar empezaron a atraer a los jóvenes quienes, impulsados por las nuevas tecnologías y un nuevo salto global (que juzgo más bien no-ideológico), empezaron a sentir que el impulso “león” no debía ser reprimido y lo único que valía era sacarse la pata del Estado y ser y producir y vivir.
Pibes cuyos padres votaron a Macri. Hijos que no escuchan lo que Javier Milei dice sobre aborto, trasplantes, educación pública.
Es lo que, ahora, se le llama la ultraderecha. Pibes cuyos padres votaron a Macri. Hijos que no escuchan lo que Javier Milei dice sobre aborto, trasplantes, educación pública. Es la nueva rebeldía. ¿Querés que piense como vos? Yo quiero ser libre.
Pandemia, encierro y después el horror económico sin salida solo le sumaron adeptos, aquí y allá. En el medio, Javier nunca criticó a Macri (como sí lo hicieron varios de Juntos por el Cambio), empezó a apoyarse en Domingo Cavallo (que le acercó a Carlos Kikuchi) y una oleada de protectores vino en su auxilio, desde Diana Mondino hasta Carlos Rodríguez y Roque Fernández, fundadores de quizás el primer think tank argentino, el CEMA. Pero en todas partes del país anquilosadas estructuras partidarias empezaron desentumecerse para dar una base electoral desde donde votarlo.
Los viejos liberales ven en Milei al hijo que ya no esperaban. Conocen los riesgos. Pero apuestan. Ven en el Brexit un camino. Si después a Gran Bretaña le fue bien o mal, se verá más adelante. Están en la pelea cuando eran tiempos de retirada. En democracia, solo estuvieron cerca con Carlos Saúl Menem, que era peronista. Milei quiere al menemismo, lo reinvindica, pero no es menemista. Están cerca de Bolsonaro y de Vox, pero tampoco en forma orgánica. Es, más bien, “una oleada”.
La herencia de Mauricio Macri
El caso del PRO tiene otras complejidades. Por empezar, porque Mauricio fue él mismo hijo primogénito de un inmigrante italiano que se hizo de abajo, con un talento excepcional para los negocios y capacidad innata para entrar donde quería, incluida la alta sociedad. Clase media inmigrante, de trabajo, que formó empresas y conmovió el establishment local con nuevas alianzas y capacidad de influencia.
Franco lo crió como su heredero. Lo mandó a estudiar al Cardenal Newman y lo llevaba a las fábricas cuando tenía 12 años. Hubiera querido que fuera un gran empresario, pero se le dio por otro lado. Y contra los consejos de su padre entró un día a la Casa Rosada, primera generación de Macri en los asuntos del Estado. Perdió la reelección (una escena para la que claramente no estaba preparado) y a los 64 años que hoy tiene se siente obligado a liderar la transición en un partido competitivo pero por primera vez muy dividido, expuesto a los ojos del electorado, donde la política definitivamente ingresó y se hizo ineludible. Sin discurso zen y con todas las mezquindades, esas que tanto inquietan a los votantes.
Curiosamente, o no, los dos herederos que disputan el legado son de apellido patricio, de las primeras familias que llegaron a la Argentina, Rodríguez Larreta y Bullrich. Uno viene trabajando con él hace más de 20 años y tiene desarrollada una red profesional y territorial como nunca tuvo el partido. Otra llegó a la presidencia del PRO con la pandemia, después de una gestión nítida en materia de Seguridad, altamente elogiada en el electorado propio. A fuerza de trabajo, experiencia y carisma, tomando el último Mauricio (el que no se rindió y movilizó), está sentada a la mesa chica del partido.
A fuerza de trabajo, experiencia y carisma, tomando el último Mauricio (el que no se rindió y movilizó), está sentada a la mesa chica del partido.
Sus modelos, sus visiones, sus aliados son distintos. ¿Pero tanto? Sobre todo son diferentes sus historias. Uno viene de adentro. La otra viene de afuera. A veces se dice, “los dos son peronistas”, pero todos los que conocemos al peronismo estamos al tanto de sus infinitas máscaras.
Las anécdotas de décadas que alguien como yo tiene con Patricia son infinitas y divertidas, cálidas, vitales, emotivas. Con Horacio tengo pocas anécdotas y frías, siempre distantes. Básicamente, Patricia y Horacio son sentimentalmente opuestos. Hay quienes dicen que aquí se juega la interna Menem-Cafiero, liderazgo versus aparato. Ponele.
No sé quién va a ganar y, la verdad, tampoco sé a quién voy a votar el 13 de agosto. No me gustan los fanáticos de ningún lado porque no me gustan los fanáticos, en general. Disfruto de ver el otro lado de los asuntos, los procesos, las complejidades de la gobernanza y esas cosas. Y me conmueven la valentía, el arrojo, la intuición y la apuesta a la hora de encarar nuevos caminos, sin dudar. Sé, en cambio, a quién voy a votar el 22 de octubre. Me lo habrá dicho el electorado de la coalición que aunque está perdido, agobiado, enojado, confundido, igual que Mauricio en 2019, tampoco se rinde (¡mierda!).
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