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El Cable Francés

#2 | ¿Un wokismo de derecha?

La reacción contra las políticas identitarias y progresistas adopta las mismas narrativas de victimización que dice combatir.

¿Cuál es el nombre de la reacción al wokismo? Los tiempos están cambiando. El “shift”, “backlash”, efecto rebote, es innegable. Y para que no queden dudas de que de esto se trata, los primeros pasos de Donald Trump en la Casa Blanca fueron patadas a los tótems del legado de la izquierda identitaria: desmantelamiento y fin de las políticas y cargos ligados a la Diversidad, Equidad e Inclusión (DEI); afuera la participación de cuerpos biológicamente masculinos en competencias deportivas de mujeres.

Simultáneamente, Javier Milei en Argentina decretaba terminar con los tratamientos hormonales y quirúrgicos de cambio de género para los menores de 18 años, en consonancia con sus decisiones anteriores de cerrar el Ministerio de la Mujer o el INADI. Estas instituciones habían sido kiosquitos al servicio del kirchnerismo, haciendo la vista gorda cuando la violencia y discriminación venían del campo de Alberto Fernández o Victoria Donda, e instrumentalizándolas para perseguir a opositores.

Pero no fueron estos días las únicas movidas con alto valor simbólico en la batalla cultural. Ambos resolvían abandonar la Organización Mundial de la Salud (OMS), y Milei dejaba entrever su portazo al Acuerdo de París contra el cambio climático. La cooperación internacional estadounidense a cargo de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID) era clausurada bajo la misma premisa: cortar el financiamiento, argumentando que el erario americano no tenía por qué despilfarrarse en proyectos con una clara impronta woke.

La vocera de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, denunció USD 1,5 millones destinados a promover la diversidad, equidad e inclusión en Serbia; USD 70.000 para la producción de un musical sobre estos temas en Irlanda; USD 47.000 para una ópera transgénero en Colombia, y USD 32.000 para un cómic transgénero en Perú. Inexplicables resultaban para el gobierno de Trump los USD 2 millones para apoyar cambios de sexo y activismo LGBT en Guatemala, y USD 6 millones para financiar el turismo en Egipto.

La premisa del “¡afuera!” es que las instituciones, nacionales o internacionales, que se suponen políticamente consensuales, estaban en realidad cooptadas por un pronunciado sesgo identitario de izquierda que opera con una neutralidad de fachada y obedece a una agenda supranacional que nadie ha votado. El manejo de la pandemia por parte de la OMS bajo la tutela de Pekín y la pasión con que los gobiernos de izquierda abrazaron los encierros liberticidas han dejado huellas.

¿Hacia dónde soplan los nuevos vientos?

El volantazo está claro, ¿pero hacia dónde? Tanto Trump como Milei fueron aupados por coaliciones heterogéneas: derecha tradicional, nacionalista y cristiana; republicanismo liberal, y una parte no menor de ciudadanos no tan politizados que buscaban un retorno a cierto sentido común económico y sentido común a secas, hartos de que cada rincón de la existencia estuviese colonizado tanto por la burocracia estatal como por la propaganda desquiciada nacida en los márgenes de los campus universitarios de la Ivy League.

Tuve la oportunidad de cubrir varias campañas electorales en Estados Unidos, y recuerdo en particular la conversación en Arizona la víspera de la última elección con un camionero nacido en México. “¿No le preocupa lo que Trump dice de los mexicanos, de los inmigrantes, las acusaciones de racismo?”, le pregunté. “Nah, todos somos un poco racistas”, me respondió el hombre de tupido bigote, que votaría al día siguiente sin dudar a Trump “por la economía”. Como este veterano camionero, los varones latinos votaron por primera vez mayoritariamente por un candidato republicano, que les prometía lo esencial: mayor prosperidad.

El discurso de Milei en Davos, amalgamando homosexualidad y pedofilia, sembró consternación entre quienes querían mayor libertad económica y menos omnipresencia de un Estado paternalista, pero se preguntaban si este movimiento de reacción no anunciaba la restauración de viejas corrientes intolerantes y conservadoras, un comeback de corrientes tradicionalistas religiosas. ¿Había que comprar todo el combo?, se preguntaron en Seúl.

Narrativas de la victimización

Por estos días, empieza a circular con insistencia la expresión “woke right” para describir un presunto wokismo de derecha. Uno de los pensadores que más reflexiona sobre este concepto es James Lindsay, teórico que supo poner en ridículo las estafas académicas del wokismo de izquierda. Junto a Peter Boghossian y Helen Pluckrose, dejó al descubierto memorablemente en 2017 la corrupción y falta de rigor científico en todos los “grievance studies” (estudios de victimización) de los departamentos de estudios de género o descolonización.

Para Lindsay, existe hoy una reacción que calca la estructura de las políticas identitarias y las “narrativas de la victimización”. Como en un espejo simétrico, describe a ciertos grupos que se autoperciben como una tribu asediada: hombres blancos heterosexuales o cristianos siendo víctimas de una opresión sistémica oculta. Adoptarían así marcos analíticos similares a los de la izquierda woke, pero centrándose en los prejuicios percibidos contra los blancos o los cristianos. Cabe entonces preguntarse si es principalmente el fin de la discriminación positiva institucionalizada una vuelta al “color blind” —el juzgar a la gente por lo que hace y no por sus determinismos étnico-sexuales—, o se trata en realidad del revés de la moneda woke.

Buena parte de la derecha nacionalista occidental ha visto en Vladimir Putin y, en una escala más pequeña, en el húngaro Viktor Orbán, a defensores del hombre blanco cristiano, último baluarte de la familia tradicional en un mundo corrompido por agendas globalistas. El influyente periodista estadounidense Tucker Carlson es sin duda uno de los representantes posibles de este wokismo de derecha fascinados por Putin. Comparte las reticencias republicanas y de la derecha radical del Viejo Continente a seguir apoyando al invadido Volodimir Zelenski, prefiriendo líderes autoritarios y enemigos declarados del liberalismo, en el sentido europeo.

Este polo también tiene un fuerte componente conspiracionista y antisemita, lo que explica, por ejemplo, el giro y ruptura de la comentarista Candence Owens con Ben Shapiro. En esta galaxia también prosperan los nefastos masculinistas Dan Bilzerian o Andrew Tate, publicitando lo peor del machismo con la modernidad de las redes sociales. El propagandista y artífice del Pizzagate, Alex Jones, es otra de las figuras más ruidosas de este wokismo de derecha, así como algunos de los “patriotas” que participaron en el asalto al Capitolio el 6 de enero. El influencer marxista-leninista de extrema derecha Jackson Hinkle y el rapero Kanye West merecen una categoría aparte para su estudio.

Este juego de espejos impone una mecánica perversa. Así, las Greta Thunberg que han hecho del cambio climático una bandera anticapitalista y apocalíptica, atribuyendo cualquier cosa al calentamiento global y vinculándolo al racismo, supremacismo blanco y machismo, han engendrado una réplica equivalente, igualmente dogmática, que niega por principio la posibilidad de que el ser humano esté incidiendo en un desbarajuste climático. Es llevarle la contra al otro porque es de la tribu de enfrente; la verdad científica no tiene lugar en una batalla donde cada quien tiene una verdad “de autopercepción” o de “hechos alternativos”.

Hoy, el cambio está en una encrucijada: salir de la banquina para volver a la razón, el republicanismo institucional con separación de poderes, la lucha universalista contra todo tipo de discriminación —negativa o positiva—, celebrar una democracia necesariamente imperfecta; o una restauración de un pasado idealizado por la nostalgia (Make America Great Again), donde la demagogia y el imaginario “diálogo directo del líder con su pueblo” sin división de poderes, con una prensa señalada como “enemigo del pueblo”, busca vengarse del régimen anterior bajo el modelo retro de familia, patria y propiedad.

Los libertarios deberán decidir si creen en la libertad solo cuando se trata de economía, sabiendo que los “liberales de galera”, como llaman despectivamente a sus aliados republicanos en la victoria, no están dispuestos a acompañarlos cruzando todas las líneas rojas. El derecho al aborto podría ser un punto de fractura.

Para los liberales old school, el desafío es volver a convertir en sexy el sentido común, la tolerancia, el laicismo y, sobre todo, seducir con un proyecto que, por sus matices, siempre va a ser menos atractivo que las utopías reduccionistas. A estas últimas les es provechosa esta dialéctica en la que el péndulo pasa de una punta a otra rozando nuestras cabezas. No será tarea fácil.

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Alejo Schapire

Periodista especializado en cultura y política exterior. Reside en Francia desde 1995. Su último libro es El secuestro de occidente (Libros del Zorzal, 2024).

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