Hace tres semanas tuve un accidente doméstico. Estaba cortando queso parmesano con una mandolina, se me piantó la mano y me rebané el dedo pulgar de la mano derecha.
Fui muy imprudente. No usé el protector de manos, ese utensilio diseñado para apoyar sobre los alimentos y empujarlos para cortarlos en láminas que, como su nombre lo indica, ayuda a proteger de accidentes las manos. Y no lo hice porque no estaba cortando muchas láminas a repetición, solo unas pocas para ir comiendo en el momento, de gordo nomás, a las 5 de la tarde, a modo de merienda.
Me quedaba un pedacito de queso y, para hacerme el goumet, en lugar de cortarlo con cuchillo, se me ocurrió usar la mandolina, para que los trozos resultantes fueran más finos. “Escamas de parmesano” suena mucho mejor que “pedazos de queso de rallar”.
Yo sabía que lo que estaba haciendo era peligroso y podía terminar muy mal. Mientras cortaba las primeras “escamas” pensaba “no debería estar haciendo esto”. Soy proclive a los accidentes hogareños. Me corto y me quemo al menos una vez cada cinco que cocino. En mi casa no puede faltar gasa, Rifocina, Platsul e Ibuprofeno. Una vez cambiando la lamparita de la heladera recibí una patada que me hizo volar un metro para atrás. Veces que me caí de un banquito haciendo algo en alturas: demasiadas. Tengo una mesa ratona con dos paneles de vidrio: dos veces me apoyé en ellos y los atravesé. La tercera los compré un milímetro más gruesos. Ese milímetro hizo toda la diferencia. Viene resistiendo bien. Igual trato de no apoyarme.
La cosa es que mientras pensaba en que lo que estaba haciendo era peligroso porque se podía resbalar el queso y yo podía cortarme, eso fue exactamente lo que pasó. No tuve mucho tiempo de sentirme un pelotudo, porque los minutos que siguieron estuvieron llenos de dolor y desborde emocional.
Los dedos de las manos tienen muchos vasos sanguíneos y una presión arterial alta, por eso sangran con una potencia inusual. Yo siento una fascinación morbosa por la sangre. No solo me gustan las películas de terror gore, sino que también soy de esa clase de gente infame interesada en ver escenas de crímenes o de accidentes reales. Una vez me pasaron unas imágenes de alguien a quien un perro le había comido prácticamente toda la cara, era una calavera sanguinolenta con un tubo de oxígeno inserto en la boca. No podía creer que siguiera viviendo, pero sí. Parece que uno puede vivir sin cara.
Claro que una cosa es la sangre ajena y otra es la propia, así que lo primero que hice fue envolverme el dedo en un repasador y apretar fuerte. Sentí que faltaba algo, el dedo no estaba completo. Sentía como si me hubiera rebanado una “escama”, con uña y todo.
Fui al baño a ponerme una gasa. Lo hice sin mirar, ni ponerme agua, ni Rifocina, mucho menos alcohol, porque realmente me dolía mucho y yo soy muy cagón. El dedo quedó envuelto un poco torpemente, pero lo suficientemente apretado como para que parara el sangrado y el dolor amainara un poco. Me tomé un Ibu, me acosté en la cama, puse la mano hacia arriba y fingí demencia.
Al día siguiente, cuando me quise sacar la venda, me di cuenta de que la cosa no era tan sencilla. Estaba toda pegoteada por la sangre, y cuando intenté despegarla volvió a sangrar. Entendí que tenía que ir a la guardia y que eso era lo que tendría que haber hecho el día anterior.
Al médico de la Trinidad de la calle Juncal le dije que me dolía mucho, con la esperanza de que me pusiera algún tipo de anestesia. “Y sí, como no te va a doler si te cortaste”, me dijo. Me pidió que me acostara en la camilla y procedió a arrancarme la gasa con la ayuda de un chorro que salía de una bolsa de agua oxigenada. Ese fue el peor momento de todo este baile. Ese y el inmediatamente posterior, cuando me apretó el dedo con fuerza, supongo que para unir los bordes de la herida, o quizás solo por el placer de verme sufrir. Me dijo que me diera la vacuna antitetánica y que tomara Dorixina y Dosulfín Forte toda la semana.
Al día siguiente me empecé a sentir bastante mal. El dedo casi no me dolía gracias a la Dorixina Forte, pero sentía todos los síntomas de una fiebre que se avecinaba. Pensé si no se me habría infectado el dedo. Mi hermana es médica y, en general, bastante serena, cuando le decís que tenés determinado síntoma suele tranquilizarte y decirte que no es nada. Y, sin embargo, esta vez, cuando le dije que no había ido al hospital esa misma noche, me dijo: “Sos un boludo”. ¿Sería grave?
Empecé a hacerme la cabeza. No es una boludez si me amputan el pulgar de la mano derecha, es prácticamente como no tener mano. Y sería todo por una pavada tan grande que me arrepentiría toda la vida de no haber tomado los recaudos pertinentes. Primero, de no haber usado el protector de manos con la mandolina. Después, de no haber ido al hospital esa misma noche. Ahora, de no llevarle el apunte a la fiebre. Me tomé la temperatura: 37,2. Poco, pero hace diez minutos estaba en 36,8.
Le comenté a mi hermana y me hizo unas preguntas: “¿Estás con algún otro síntoma? ¿Mocos? ¿Dolor de garganta? ¿Lo que se ve del dedo está colorado? ¿Hinchado?”. No a todo. “Tomá Ibu y listo. 37,2 no es fiebre”.
Pero yo me sentía mal. Me volví a medir al rato y me dio 37,8. Consideré que no importaba tanto el valor absoluto sino la tendencia, que mi hermana no estaba en mi cuerpo y no sabía cómo me sentía y que no podía arriesgar mi pulgar, es decir mi vida como able-bodied person, por no tomarme un Uber de 7.000 pesos y menos de 2 km. de distancia. Ese fue mi razonamiento y me parecía completamente racional.
Por supuesto que cuando llegué a la guardia y la médica me tomó la temperatura, yo ya estaba en 37,2 otra vez (la noche estaba fresca) y ni siquiera me sacó la venda para ver cómo estaba la herida. Me dijo que la antitetánica suele dar un poco de fiebre y me mandó a mi casa.
Mientras esperaba el taxi entendí cuán estúpido había sido al temer que por 37,8 de fiebre existía la posibilidad de que me amputaran el dedo. Cuántas cosas tenían que salir mal antes para que eso pasara. Y pese a que estaba un poco herido en mi masculinidad (la médica era joven y bonita), o quizás justamente por eso, me reí de cómo siempre pienso lo peor ante estos casos.
Ayer me topé con un video que habla de hipocondría en el que entrevistan al actor Martín Slipak y al guionista Leo Calderone, que sufren de este trastorno. Slipak dice algo que resume bien el motivo por el cuál nunca le di mucha bola al asunto: “No sé si por las películas o por Woody Allen, está tomado como una neurosis un poco cómica, la caricatura del hipocondríaco, y en realidad es muy heavy”.
Agrego otro motivo: la hipocondría es el white people’s problem de los trastornos psicológicos, porque los que están enfermos de verdad querrían que sus enfermedades fueran imaginarias. Por eso nunca me dio para planteármelo como un problema real. Tampoco lo sufro con la intensidad que cuentan Slipak y Calderone. No me produce síntomas reales ni ataques de pánico. Solo creo que cualquier síntoma puede ser la señal de una enfermedad grave (generalmente terminal, cancer is the king).
Por eso me hago chequeos generales dos veces por año y una vez por año un foto finder, que es un escaneo total del cuerpo que mapea todos los lunares para detectar posibles melanomas. Un lunar es un melanoma hasta que se demuestre lo contrario. Cuando me hago una ecografía abdominal y el técnico empieza a marcar muchos puntos en la pantalla, pienso si no estará marcando los tumores. A veces te dicen que está todo ok, pero otras veces no te dicen nada, solo que pases a buscar los resultados otro día, y yo trato de adivinar en su mirada si están observando a un enfermo terminal. ¿Si hubiera encontrado algo grave no me lo diría? ¿O al revés, si es grave no es cosa de un simple técnico comunicarlo? ¿Es más grave si no me dijo nada o es menos grave?
Una vez me hice una placa de tórax un viernes. En esa época fumaba tres atados de cigarrillos diarios. La sacó en el momento, pero me la iba a entregar con el informe a la semana siguiente. Yo al día de hoy estoy seguro de que vi una mancha. No me animé a preguntar nada, y estuve todo el fin de semana con la certeza de que tenía cáncer de pulmón. La única duda era cuán avanzado podría estar. Cuando fui a buscar los resultados, no había ninguna mancha; había visto mal o me la había imaginado.
Siempre que me entero de alguien que muere joven por una enfermedad, necesito saber cuál es y trato de averiguar qué estudios hay que hacerse para agarrarla a tiempo. Trato de tranquilizarme: seguro se dejó estar y no fue al médico. También sé que a veces te toca igual, por más estudios que te hagas. Es una ruleta. ¿Por qué no me puede salir el 0? ¿Qué tengo de especial?
Six Feet Under es una de mis series favoritas. Cuenta la historia de una familia que tiene una casa funeraria. Al principio de cada capítulo, hay una muerte. Siempre me acuerdo de una: muerte por hemorragia nasal. A una mujer de 39 años le empieza a sangrar la nariz y no para hasta que se desvanece y cae muerta. Cuando llega el cadáver a Fisher & Sons, uno de los dueños, Nate, dice: “¿No es una locura? ¿Perder tanta sangre por la nariz?”. Federico, el empleado más antiguo, dice: “No es tan raro como podrías suponer. Tu padre y yo tuvimos un par de estos casos en su momento. Probablemente nació con el tabique desviado y en algún momento se lo arreglaron”. Abre la bolsa mortuoria y la mira a la mujer: “Sí, y de paso le hicieron una nariz bonita. A veces la cirugía plástica genera cicatrices internas que pueden terminar obstruyendo una arteria principal, hasta que un día simplemente explota”. Y Nate hace una reflexión que hoy, más de diez años después, recuerdo: “Jesus, we’re all just walking time bombs”.
Somos bombas de tiempo ambulantes. Siento que es tanto lo que puede fallar que estar sano es la excepción y estar enfermo debería ser la regla. Probablemente pasa lo mismo que con los aviones: si uno sabe bien cómo funcionan, tiene menos miedo de que se caigan. Pero una cosa es una máquina y otra un tejido vivo. Las máquinas se rompen por razones físicas, no desarrollan tumores porque sí. A un avión no le agarra ELA (una nueva paranoia que me agarró últimamente cada vez que se me cae algo de las manos).
Igual no quiero exagerar. No quiero ser como esa gente que flashea ser autista, que recorre psiquiatras hasta que le gana a alguno por cansancio y consigue el certificado que atestigua que está “en el espectro”. Mi condición de hipocondríaco no interfiere en mi vida cotidiana. Solamente le cuesta plata a mi prepaga y me trae algunos dolores de cabeza a mí. Ojalá que no sean tumores cerebrales.
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