Hace unas semanas, el periodista Juan Manuel Strassburger me dejó en casa su libro Tu ídolo es un ídolo. Nos seguimos en Twitter; él debe ser el único peronista al que todavía sigo y uno de los pocos que todavía me siguen a mí. Durante un tiempo lo tuve silenciado cuando ganó Alberto, ya se lo dije. Cuando me da un like, noto que toqué alguna fibra particular.
Es un libro chiquito, de 17×13 y 136 páginas. El día que llegó, me senté en la silla de la compu (muy incómoda, no compren esas cosas por internet) y lo abrí para hojearlo nomás: leer la primera línea, revisar el índice, ver la tipografía. Nadie recibe un libro y no lo abre siquiera. Y ahí me quedé, en esa silla, hasta que llevaba leídas como 40 páginas hasta que me obligué a dejarlo porque tenía mil cosas que hacer.
El libro habla de las personas que admira: músicos, actores, directores de cine, escritores, jugadores de fútbol. Lo hace con anécdotas, reales o inventadas, ubicándolos en lugares y momentos precisos. Los dos somos del ’77 y compartimos un mapa sentimental casi idéntico: Prix D’Ami, Shamrock, El Podestá, Arpegios, los años ’90 y tempranos 2000. Es un libro melancólico porque todos esos lugares ya no existen, y nosotros ya no tenemos 20 ni 30 años.
Prácticamente no toca la política, salvo como un telón de fondo. “Época de superávits gemelos”, se lee en algún momento. Pero hay un capítulo titulado «Trump», en el que imagina la reacción de varias celebridades norteamericanas a su victoria en 2016.
Sean Penn haciendo zapping con cara de culo, un Jack Daniels sin probar, y pensando: “Nos merecemos esto por putos y por cagones”.
Con Bon Jovi, canoso y demócrata, la imagen es distinta. Se quedó dormido y su mujer lo despierta al otro día con novedades: “Ya hay turno con el urólogo y ganó Donald Trump”.
Pero lo que más me interesa citar es el principio del capítulo, que dice:
La noche que contra todos los pronósticos ganó Donald Trump no pude dejar de pensar en mis ídolos, en los famosos, en todos los que allá, al norte, entraron en shock más allá de que después, cuando gobernó, no fue el terror que todos esperaban, e incluso generó más empleo y desató menos guerras que Biden o Bush.
Pero esa es otra historia.
Cuando empecé a escribir este newsletter —que en realidad es sobre Trump, no sobre el libro de Juan Manuel, aunque también—, me acordé de eso. En 2016, todos creíamos que Trump iba a ser una catástrofe, y no lo fue. No sé si fue un buen o mal presidente, no estoy en condiciones de juzgarlo (aunque lo de los Acuerdos de Abraham, que es lo que de alguna manera me compete, no es moco de pavo), pero no se tropezó sobre el botón rojo ni abrió campos de concentración para gays. Aun si se le achaca el ataque al Capitolio, cuando perdió, se fue a su casa y Joe Biden asumió sin problemas.
Una vez más, los artistas volvieron con la cantinela gastada de comparar a Trump con Hitler. Kamala Harris presentó la elección como una lucha entre democracia y dictadura, pero perdió por un margen todavía mayor que Hillary Clinton en 2016. ¿Acaso la gente votó por Hitler? No, simplemente no creyeron que Trump fuera Hitler.
El otro día vi The Apprentice, la película con Sebastian Stan y Jeremy Strong (Kendall de Succession). Stan interpreta a Donald Trump, y Strong es su abogado Roy Cohn. La película empieza en 1973, cuando se conocen. Trump trabaja con su padre Fred en la empresa de desarrollos inmobiliarios, y la división de Derechos Civiles del Departamento de Justicia les inicia una demanda por rechazar el alquiler a personas negras. Cohn es un abogado poderoso y sin escrúpulos, con amigos de la mafia neoyorquina y conexiones con políticos y jueces. De joven, había sido asistente del senador Joseph McCarthy durante su breve apogeo y se jactaba de haber mandado a la silla eléctrica a Julius y Ethel Rosenberg, el matrimonio acusado de ser espías soviéticos. Si no conocés esta historia, la podés ver en la excelente serie de Netflix Turning Point: The Bomb and the Cold War.
Cohn lo hace zafar de la demanda, lo convierte en su protegido y le enseña cómo ser un hijo de puta. Se transforma en su Maquiavelo. Trump lleva el negocio de su padre a otro nivel, aprovechando las exenciones fiscales que consigue gracias a las matufias que le enseña Cohn.
La película es divertida, aunque no muy buena, porque la metamorfosis de Trump de aprendiz a maestro es demasiado repentina. Hasta cierto momento, a pesar de todas sus tropelías, el personaje nos cae bien porque es una especie de Lobo de Wall Street. Incluso se levanta a Ivana, que es muy linda y para nada tonta, solo que le gusta mucho la guita, pero a quién no (la interpreta Maria Bakalova, la de la segunda Borat). Y, de repente, hace algo verdaderamente repulsivo, pero de manera inesperada, como si fuera solo para hacernos odiarlo.
Al final, cuando Cohn se está muriendo, Trump le regala unos gemelos de diamante de Tiffany’s. Cohn se emociona, porque Trump llevaba tiempo sin atender sus llamadas, y piensa que ese gesto demuestra que su amigo todavía le tiene aprecio y gratitud. Más tarde, en la cena, Cohn le muestra los gemelos a Ivana, y ella le dice: “Querido, esto es peltre barato. La piedra es zirconia. Son falsos. Donald no tiene vergüenza”. Cohn mira incrédulo a Trump, que está al otro lado de la mesa, y entiende que el alumno ha superado al maestro.
Hay algo atractivo en esa desvergüenza. Por su naturaleza, un político tiene que actuar, es decir, ser insincero. Kamala Harris llevó esa hipocresía al extremo, al punto de que casi no podía dar entrevistas. Trump, en cambio, fue al programa de Joe Rogan. No es que sea sincero, y menos que diga la verdad, pero es tan caradura que parece auténtico. Sin embargo, todos sabemos que miente. Como Tony Montana: siempre dice la verdad, incluso cuando miente.
Vi tik toks de jóvenes llorando porque los americanos votaron a un convicto. A Stephen King, el epítome del yanqui, tuiteando “—What borders on complete stupidity? —Canada and Mexico.” Y a Billie Eilish afirmando en una historia de Instagram que esto es “una guerra contra las mujeres”.
La realidad es que, en Missouri, Montana y Arizona, tres estados donde ganó Trump, se aprobaron plebiscitos a favor del aborto. ¿Las personas que votaron a favor de esos plebiscitos y a favor de Trump están en guerra contra las mujeres?
Según este gráfico del Financial Times, los únicos segmentos donde el voto a Trump disminuyó de 2020 a hoy fueron el de los mayores de 65 años y el de las mujeres blancas universitarias. En todos los demás, aumentó. Y en el grupo de las mujeres blancas no universitarias no solo creció: son más las que votaron a Trump que las que votaron a Kamala.
¿Esto significa que la gente está harta del wokismo? Es muy tentador decir eso. Hay estudios que lo respaldan. No sé si la gente está harta, pero lo que es seguro es que a nadie le importa. No influye, ni para bien ni para mal. Es probable que a la gente le moleste más escuchar a alguien que habla con terror a meter la pata que a alguien que dice lo que piensa. Y si le dice a un gay que “no parece gay”, bueno, tampoco es tan grave.
Nos vemos en quince días.
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