LEO ACHILLI
Domingo

La dominatrix de la lengua

Milita Molina como antídoto.

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Eso es el poder: el poder es poder cambiar de tema.
–Milita Molina

La revista Seúl ha intentado cambiar de tema, aun sin tener el poder. Lo ha logrado en parte, o más bien por partes. Esas partes tienen que ver con la política, con la pregunta por lo que pasa en materia electoral, económica, científica, histórica. En cambio, Seúl no cambió de tema en lo que podría llamarse la sección cultural. En particular, su agenda literaria se orienta sobre todo al ensayo y en materia de ficción no se aparta de la agenda de lo conocido, de lo premiado, de lo que se habla y se reseña, de ese magma en el que predominan los discursos del yo, la no ficción ficcionada y las narraciones basadas en los debates de actualidad, que hacen de la literatura una especie de suburbio o casaquinta de la política, la ideología y la farándula. Para decirlo de un modo provocador, ese encierro en una literatura no literaria, no es culpa exclusiva de los editores y los colaboradores, sino también de los lectores, que suelen ser gente inteligente, cultivada, capaz de razonar finamente y de apreciar a Henry James, a Proust o a Borges, pero que no están muy inclinados a sacar los pies del plato del menú del mercado.

Por eso creo que es hora de hablar de Milita Molina para que sirva de antídoto, de estandarte, de talismán frente a la literatura no literaria. Y de hacerlo en Seúl, que demostró ser capaz de cambiar de tema y se espera que lo haga. La ocasión es propicia porque se publicó recientemente en España Destreza del desesperado (Cántico), una antología compuesta de fragmentos de los libros de Molina aparecidos en la Argentina (muy difíciles de conseguir), además de una pequeña obra de teatro inédita. Alguien tuvo la mala idea de poner en la tapa que se trata “de los mejores textos” de Molina, ignorando que con los escritores verdaderos, todos sus textos son los mejores (imaginen un disco que diga “las mejores sonatas de Mozart”). Pero, en fin, es lo que hay y es una buena noticia. Juana Emilia Molina nació en 1951 en la ciudad de Santa Fe, pero se mudó a Buenos Aires y también vivió un tiempo en Madrid con su marido Javier, que murió hace pocos meses. Estudió y enseñó letras, tradujo y publicó. En los ’90 fueron dos pequeños libros, Fina voluntad y Una cortesía, muy elogiados por la crítica. Después llegaron Los sospechados (2002), Melodías argentinas (2008), Mi ciudad perdida (2012) y la Trilogía (2021), compuesta por tres novelas breves, la primera de las cuales se llama también Destreza del desesperado. La selección de la editorial Cántico, a cargo de la argentina Agustina Pérez y del español Miguel Vega Manrique (también autores del prólogo), excluye los libros del siglo XX y se queda con los del siglo XXI, en el que Molina, como dice en Los sospechados, fue víctima del “Comité de Vigilancia” mientras los editores potenciales le pedían que “escribiera un poco, escribiera de verdad, de verdad, con historia, trama, intriga, argumento” mientras ella, en cambio, se transformaba irreversiblemente en Milita Molina, la que sabía lo que era eso de escribir como le pedían pero no quería.

Molina no es una desconocida en la Argentina (lo es, en cambio, en España o en Chile): su nombre resuena en las redacciones, en los corrillos, en las cátedras y tiene sus fervientes seguidores.

Molina no es una desconocida en la Argentina (lo es, en cambio, en España o en Chile): su nombre resuena en las redacciones, en los corrillos, en las cátedras y tiene sus fervientes seguidores aunque detesta que la cataloguen como escritora de culto. Tampoco es una escritora para cultos (académicos, sibaritas) y menos para mid-cultos, pero se podría decir que es una escritora con cultos: Molina practica el culto con su panteón de escritores, entre los que figuran Henry James, Kerouac, Reynaldo Arenas, Beckett, Mansilla, Scott Fitzgerald, Copi, Burroughs, Macedonio y, ante todo, Osvaldo Lamborghini, algo así como el Tupac Amaru de la literatura argentina porque varias capillas tironean de su cadáver descoyuntado. Molina practica esos cultos con devoción absoluta, lee y relee a sus escritores hasta que se apodera de ellos, hasta que los posee, los fagocita. Una vez dije algo en contra de Beckett y, desde entonces, me repudia por irrespetuoso. Molina es bravísima. Vean sus fotos: podría ser la de una dominatrix de la lengua.

Estoy dando vueltas cuando se espera que esta nota lance al lector sobre la obra de Milita Molina. La tarea, naturalmente, me excede. Y también la de reseñar Destreza del desesperado, entre otras cosas, porque no tiene sentido hacer una antología de una antología. Pero aquí les mando una pequeña serie de pantallazos.

Maestros

Los sospechados es una colección de pequeñas reflexiones, provocaciones y confesiones a la manera de Pobre Bélgica de Baudelaire, idea que ya señalara Germán García en el prólogo de la edición original del libro. Al principio, Molina escribe: “Un héroe mi casi maestro”. Pero, ¿quién es el casi maestro? Nunca lo dice. A veces, Molina llamaba su maestro al crítico Nicolás Rosa, quien calificaba los escritos de Molina como “bodrios perdularios”. Una vez le dije que había intentado leer algo de Rosa y no entendí nada. Me contestó: “¿Rosa? Jamás se le entendía un carajo”. Molina escribió un ensayo sobre Rosa. No lo tengo, pero tengo dos libros de él. Efectivamente, son oscurísimos. Abro uno al azar y leo: “Borges practica —pone en escena— el nominalismo conjetural formulado en la retórica de los contrarios no excluyentes, derogando un propio placer de la refutación”. Me agarra un ataque de risa. Después me parece que tal vez Molina no haya dicho eso de Rosa sino de otro gran amigo, Luis Tonis, escritor y psicoanalista fallecido tempranamente, al que tampoco se le entendían mucho los ensayos. Pero lo de Rosa calificando las novelas de Molina de bodrios y Molina acusándolo de incomprensibles a los más cercanos tiene algo de desopilante, al mismo tiempo que deja asomar una corriente afectiva que es la savia de la escritura de Milita, nunca sentimental y tan frecuentemente cariñosa. De esto, acaso, se trata la literatura. Tomen nota. Yo primero que nadie. “Es una cuestión entre el amor y la música” dice ella. Dejemos por ahora la música, les prometo que se van a sorprender.

Lo de Rosa calificando las novelas de Molina de bodrios y Molina acusándolo de incomprensibles a los más cercanos tiene algo de desopilante.

En cuanto al amor, nada más revelador que este pasaje: “Pero esa tarde de primavera, joven lluviosa y cálida, también le dije poeta a Hugo Savino, Recién ahí se rió, me mandó a la mierda y: la lluvia, la tarde, la primavera, —Todo—quedó opacado por la realidad esplendente”. Savino es otro escritor cercano a Milita, otro salteado por la prensa y las editoriales. Hay un grupo ahí, que publica una página web llamada Cuarta prosa, donde escriben, entre otros, Savino, Mariano Dupont, Laura Estrin y otros amigotes de Milita. En Cuarta prosa se ofician misas para los escritores adorados por el grupo. Pero para hablar de amor también habría que hablar del padre de Milita, “Don Gregorio Molina”, para quien su hija era “La muñequita de papá”, personaje recurrente en su obra. Molina hace brotar el amor del padre de un modo original y, como siempre, pudoroso. “Nací el 22 de agosto de 1951. Era el día en que Eva Perón renunciaba a la vicepresidencia de la Argentina. Decía mi madre que los gritos de Evita por la radio opacaron mi nacimiento. Desde ese día odié el tonito femenino enfervorizado y chillón y preferí la voz silenciosa de mi padre”.

Poeta puto

“Nací poeta puto y muchos años después, caminando por Madrid tuve la revelación”. El pasaje es parte del texto “Poeta puto”, incluido en Melodías argentinas, que termina así: “Ni hombre ni mujer ni menos escritor: Poeta puto”, que se complementa con otro texto, “El putito asmático (Biografía de corte moderno)”. La definición es enigmática, aunque es necesario decir que Molina no intenta ninguna deconstrucción de género, sino establecer un yo radical, único, como escritora: una identidad fluctuante que opera como comodín en un juego en el que se puede ser la muñequita de papá pero también el poeta puto. Molina es mujer, también es puto-poeta. Ese es el lugar que elige en la literatura para tomar la posta de Osvaldo Lamborghini, a quien glosa, imita, incorpora, le hace de ventrílocuo, continúa. Pero lo de referirse a sí misma como el poeta puto es un hallazgo notable. No creo que nadie haya hecho algo semejante. Molina habla del Pibe Barulo, personaje lamborghiniano y se pone a discutir si era culón o nalgudo. Juega a que la diferencia es esencial y el que no la entiende se va a Berlín. Y hablando de la cuestión trasera…

Culo

El culo ocupa un lugar importante en los textos de Molina. En más de un sentido. Por un lado, el culo une a varones y mujeres: todos tienen uno y por eso se puede escribir en femenino y en masculino, aunque no a la manera de Orlando. Para usar la terminología actual, podría hablarse de “personas con culo”, que serían todas. Por el otro, en los textos hay unas cuantas referencias, incluso alguna apología, al sexo anal entre hombres o entre hombres y mujeres. Tal vez me equivoque, pero esta supo ser una obsesión lacaniana (además de argentina en general, como descubrió V. S. Naipaul en su visita al país). Y Milita tuvo su período lacaniano (inevitable en cierto momento “para los que respiramos el aire de la Casa Lamborghini”). Molina andaba entre los integrantes de alguna de esas escuelas y estuvo a punto de ser psicoanalista. “Tan al bardo estuve por años, tan bajo caí —voy a volver a escribirlo— que yo también fui un ‘casi’ analista. Soy de los tipos que nunca leyó en la Escuela. Y sin embargo fui un casi analista”. Fue una renuncia vital para las letras argentinas. Nótese de nuevo, de paso, el uso del masculino.

Las guerras de Puán

Como dije, no sabemos si el maestro es el casi maestro, si es éste o es otro. En Los sospechados aparecen una serie de personajes con nombres en clave, por ejemplo, el Gran Lector. “El Gran Lector era adorable”. “El gran lector repetía la divisa del Maestro: ‘nunca quise gustarle a nadie'”. Pero después, parece que el Gran Lector se la creyó y devino en un personaje nefasto: “Para hacerla corta (y me expreso a la altura de estos tiempos de estulticia) el maestro (si pudiera haber uno lo sería) plantó su obra y el Gran Lector (al día de hoy), degustado por nadie, paladeado como licor almibarado, sorbido sin miramientos por bandas de adolescentes ansiosos, aterrado por el rumbo de su fama, retratado en los periódicos (corroboró, además, encima, que de verdad era feo, que no eran (ejem)… ideas)”. Una vez le pregunté a Milita quién era este Gran Lector. Me contestó que cómo no me daba cuenta de que era Fulano. Pero no me acuerdo de quién era Fulano. Molina participó de las guerras de Puán en tiempos de fervores críticos, de batallas por el canon, cuya intensidad se nota en sus embestidas. Eso fue antes de que la literatura se pasteurizara, se hiciera homogénea y, al mismo tiempo inabordable, antes también de que los engranajes editoriales colocaran a Milita en el “box de los escritores ilegibles”, un lugar que no se merece en lo más mínimo. Hagan la prueba.

Antes también de que los engranajes editoriales colocaran a Milita en el “box de los escritores ilegibles”, un lugar que no se merece en lo más mínimo. Hagan la prueba.

En esas páginas divertidas y acaloradas se menciona al Testigo de oficio, a la Profesora, al Enemigo de la Literatura Argentina, al Sabio Loco, al Filósofo Portátil, al Hijo de Mil Putas, todos anónimos, aunque algunos personajes tienen nombre: “el farmacéutico Viñas”, Josefina (que se adivina Ludmer). También a César Aira. En la página 31 se lee: “Es una vergüenza que Yo, la persona menos cosmopolita de su tiempo, sea la única que puede demostrar que nuestra literatura siempre fue universal como la obra extraordinaria de César Aira”. Flor de elogio. Pero en la página 71 habla de “el tarado de César Aira”. No se trata solo de un cambio de opinión, sino de la voluntad de escritura y de libertad. No se trata de coincidir con Molina. Ella no quiere que el lector coincida con ella: “No quiero que comulguemos en nuestras ideas. Sacá la mano de mi bolsillo”. No hay traje que le quede mejor que el de la reina de la intransigencia: “Se paga muy caro tener un solo sueño y tanta extrema disposición para la esperanza”. El sueño, claro, es la literatura. Pero también la vida y todo lo demás. Tal vez la relación con el misterioso editor, que se narra en Melodías argentinas, sea la mejor exposición de esa batalla homérica que libran los que creen en ese sueño.

El elusivo Yo

“Acá no se inventa nada”, dice Molina. Su escritura no es una apuesta a la imaginación banal de los que “cuentan historias”. Por el contrario, está hecha de la materialidad de un yo sólido como una roca, un yo comprometido con la verdad que no necesita amucharse en el yo de los otros (eso hace la llamada “literatura del yo”), sino que representa la literatura misma. Los escritores del panteón de Milita pueden hablar desde un yo absoluto y autobiográfico como Kerouac o desde un no-yo igualmente absoluto como James. O afirmar, como Beckett, que en su obra había logrado evitar el yo, pero sospechaba que no había hecho otra cosa que hablar de él. El yo del escritor es el yo de la literatura: un yo sin sexo, sin determinaciones pero rebosante de particularidades. El encanto de la escritura de Milita tiene que ver con una sorprendente facilidad para ser al mismo tiempo todos sus personajes y todos sus momentos sin caer nunca en la pesada imposición del autor que nos inflige el relato de su mente en interacción con el mundo. Hay una ligereza en Milita que le permite oscilar entre insistencias, saltar entre ellas gracias al humor y a una atormentada inspiración que nunca se torna solemne. “A estos extremos me lleva este estilo mío, que no encontrará su forma, ni dependerá de ningún lector”. Tal vez sea todo una cuestión de música, de melodías que se alternan.

Rock and pop

No insistí lo suficiente en lo entretenida que es la prosa de Molina. Es más, es posible que el lector piense que se trata de una escritora oscura, complicada, elitista. Bueno, elitista parece ser alguien que, como Milita, dice que el arte es cosa de pocos. Pero el truco es que elegir ser parte de esos pocos es una posibilidad para todo el mundo. En particular, basta correr el telón de mediocridad y de conformismo con el que la industria editorial la oculta, para saber que hay una escritora al alcance de la mano. Milita no es sólo una escritora musical, una escritora que tiene su melodía particular, su ritmo, su puntuación. También es sensible a la música popular, es una rockera con un gusto finísimo. A Milita le gusta Morrissey. De hecho, habla de él en dos textos. Uno es un chispazo breve y muy gracioso: “Morrissey fue captado por los putos de Los Ángeles. Usa un traje amarillo con lentejuelas en las solapas, se compró la casa de Clark Gable, ama la luz chillona y el erotismo mexicano”. El otro es mucho más serio, habla de una canción suya y de su propia vida. Se llama “Used to be a sweet boy (Reguetón, patria, infancia)”. Como ni el reguetón ni la patria son lo mío y la infancia me quedó lejos (para Milita es una presencia constante), les dejo la tarea de descubrirlo. Está en Melodías argentinas.

Mucho más cercano a mis propios gustos es el texto que se llama “El hombre de negro”. Allí habla de la canción Me and Bobby McGee, uno de los grandes temas del country y del rock de todos los tiempos. Cito el principio del capítulo:

Muchos grandes intérpretes cantan la canción de Bobby McGee. Su propio autor, incluso, el extraño Chris Kristofferson; Janis Joplin que la hace como hacía todo: a lo desesperada; el extraordinario Jerry Lee Lewis que hace una locura de teclado, una perfección de ritmo, una versión extraña y, más modernamente, con su voz deliciosa de ronca graciosa y saludable la canta la atlética Pink demostrando que cuando deja de dar vueltas en las cuerdas revoleándose, puede cantar su canción folk y hacer su Bobby McGee. Pero es cuando escucho cantar esa línea a Johnny Cash, que: ¡Ya está!, ahí estoy metida en el paisaje y es good enough for me, y es suficiente para mí si es suficiente para Él y para Bobby McGee.

Les acabo de presentar uno de los grandes momentos de la crítica musical contemporánea. Y, como les anticipé, ustedes no estaban preparados para leer esto de una escritora que dice de sí misma que es “una mendiga asustando a los turistas de la literatura”. Aunque tal vez los asusta justo por eso, por la precisión y la sensibilidad con la que puede hablar de Bobby McGee y de Johnny Cash. El resto del texto, que refina la búsqueda del momento en el que la canción se le hace gloriosa, es extraordinario. Consíganlo si no tienen el libro a mano, debe estar en alguna parte, bájenlo de Internet. No puedo dejar de citar otro fragmento de un lirismo abrumador que sirve, de paso, para marcar la distancia que hay entre Milita y, no sé, su contemporáneo Piglia, para no hablar de los de ahora:

Y si me miran directo a los ojos pueden confiar que aunque no uso de brillo ni colores y la mirada sea una cortina, hay una rendija enorme (si ustedes quieren) por donde pasa el alma. Y si son ustedes mismos un good enough, no hay tal cortina sino el relampagueo fulminante del hombre que fue feliz una tarde de verano después de la tormenta en Denver y en tantos recodos de la carretera y que dice sin el menor aspaviento: Love was good for me.

Creo, modestamente, que le abrí una puerta a Seúl. Efectivamente, hay una rendija enorme por la que se puede pasar al otro lado. Gracias, Madame Molina.

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Quintín

Fue fundador de la revista El Amante, director del Bafici y árbitro de fútbol. Publicó La vuelta al cine en 50 días (Paidós, 2019). Vive en San Clemente del Tuyú.

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