ELÍAS WENGIEL
Domingo

El largo adiós de la TV

Mil veces anunciada, la muerte final de la televisión sucederá luego de la agonía actual: envejece a la par de su público y su lógica es incomprensible para las nuevas generaciones.

Mi hijo Andrés tiene siete años. Es complicado, tanto para la madre como para mí, trabajar con él en casa. Sin embargo, tiene dos entretenimientos básicos: jugar con bloques de construcción y “ver dibujitos”. Vaya uno a saber de dónde sacó el término “dibujitos”: papá es fanático del cine de animación y odia esa forma despectiva de referirse a un arte excelso. Y más aun porque lo que ve en general, casi siempre en YouTube, no son dibujos animados, sino —en los últimos tiempos— videos donde se arman Legos o partidas de Minecraft. Es cierto, en el segundo caso el videojuego es en sí una animación y hay youtubers que narran historias a través de esas partidas. Esos sí le gustan. Pero digamos que la denominación excede con mucho lo que nosotros, de chicos, considerábamos “dibujitos”. De hecho, mostrarle un corto de Tom y Jerry representa para él una visita obligada al dentista. Cada generación tiene los humores y las modas que condicen con su idiosincracia.

Lo que Andrés no hace jamás —o lo hace obligado si va a la casa de la abuela, que no tiene on demand ni apps conectadas al televisor— es ver televisión de aire o cable. Ni Andrés ni, por lo que hablé con los papás de sus compañeritos de colegio, ninguno de sus amigos. Buscan directamente en apps cuando no les roban el celular a los padres. Eso ya es otro tema, pero lo que aquí importa es que no comprenden el concepto de tanda publicitaria, de corte, de banda horaria ni, mucho menos, de no poder disponer del contenido que quieren ver cuando quieren verlo. Es un problema para comunicarse con ellos: tienen todo disponible a cualquier hora por el tiempo que quieran verlo sin interrupciones. Nacido en los tiempos donde sólo había canales de aire y la salida al cine implicaba una hora de cola fuera del cine Los Ángeles (ponele), fui educado en la escasez de contenidos para mi edad, la paciencia y el contrabando para quedarme viendo Moby Dick en El mundo del espectáculo hasta las 12 de la noche sosteniendo una antena hecha con una papa y dos agujas. Por eso los programas infantiles eran muy exitosos: estaba todo acotado y era “lo que había”. Las modas infantiles giraban alrededor de ese “lo que había” que, en ocasiones, quebraban épocas. Los clásicos animados que habían deleitado a mis viejos de chicos ahora eran mi pan diario (a 30 años de distancia, por lo menos) y fueron los de mi hermano (12 años menor que yo).

Nos habíamos educado en la lógica de la grilla horaria y de la publicidad cada cinco minutos. El resto de nuestro tiempo de ocio implicaba salir a jugar a la puerta, leer o juguetes físicos. Recién tuve una consola de videojuegos o algo parecido a los 17 años, la primera “cosa” que me permitía quebrar la lógica horaria y disponer de mi propio tiempo para entretenerme. Aún entonces, los ratings televisivos eran altos. El mito cuenta que el pico histórico fue la pelea Alí-Bonavena en diciembre de 1970, con máximos de 90 puntos y una media de entre 75 y 80. El último récord fue el discurso de Milei en la apertura de sesiones de este año, 50,2 puntos, superando los 48 que llegó a tener Nuevediario, el mítico noticiero del Canal 9 de Alejandro Romay. Pero son excepciones: es obvio que tuvo muchísimo más rating la final del Mundial de Qatar, pero para eso primero hay que sumar las tres emisoras —aire más cable— que lo pasaron; segundo, Francia; y tercero, tener en cuenta a quienes accedieron vía Internet. Los números son relativos.

Es claro que la TV de aire está languideciendo, justamente porque hay muchas más formas de acceder al contenido audiovisual que no la incluyen.

Pero es claro que la TV de aire está languideciendo, justamente porque hay muchas más formas de acceder al contenido audiovisual que no la incluyen. En 1990, primer año con datos más o menos homologados y con canales plenamente privados, la señal de aire con más rating promedio anual fue Telefé, con 16,2 puntos. En 2023, también fue Telefé, con 8,2. El promedio de dos dígitos se mantiene hasta 2012; de allí en más, fluctúa entre 7,7 y 9 puntos promedio anuales (salvo en 2010 y 2011, cuando encabezó Canal 13, en todo el período de 1990 a 2023 ganó siempre Telefé). Pero lo impactante es que en 30 años se redujo la audiencia a la mitad. Y que la baja de dos a un dígito ocurrió en 2012, justamente cuando fue lanzado Netflix en muchos mercados —incluyendo el nuestro— y comenzó la era del streaming. Hay otros hitos, como el lanzamiento de Flow de Cablevisión, que permitía —ya lo tenían otros servicios, pero menos masivos— ver programas de TV ya emitidos o grabar emisiones para volver a verlas. En todo caso, se festeja hoy que un programa tenga 10 puntos de rating (cada punto equivale en el AMBA a 100.000 espectadores, ojo porque es diferente el promedio de acuerdo con la región o provincia) cuando, al comenzar el siglo, era una cifra buena pero para nada espectacular.

En un estudio reciente de Kantar-Ibope, que es la consultora que mide el rating, hay un tono optimista respecto de la televisión. Indica que el 32% del público sigue optando por la TV de aire, mientras que hay un 38% más que usa el cable tradicional (desagregado: 17% señales de noticias, 6% deportes, 13% el resto de la TV paga, 2% de visionado diferido). Es decir: hay un 30% del público que opta por el streaming en cualquiera de sus formas. Visto de otro modo: la TV tradicional pierde respecto del cable, y el streaming crece a la par del acceso a Internet: el dato es que en 2023 había 40,1 millones de personas con acceso. De ellos, dos tercios pagan por lo menos un servicio de streaming, aunque la estadística no es del todo confiable. Suponiendo que este último dato sea verdad, hay otra variable a considerar: la demografía.

Casi la mitad de quienes consumen TV de aire (el 49% ) son mayores de 50 años; si se suma el 21% de público entre 35 y 40 años, es el 70% de la audiencia. Ese otro 30% lo representa el público de 4 a 34 años. Y ese porcentaje es el que crece. Si vamos a la franja que va de 4 a 19 años, tenemos una buena cantidad de personas que no ve nunca televisión de aire ni lo va a hacer. El público de la tele envejece y no se renueva, y esto es la gran novedad del asunto. Cuando se habla —cada tanto, pero con razones— de la “muerte de la TV”, no hablamos de la muerte del acceso al audiovisual, de que la gente no va a consumir noticieros o deportes (que son el 23% del público del cable, y creciendo), o que no le va a prestar atención al nuevo videoclip, o cosa por el estilo. Nada de eso: el público sigue consumiendo contenido audiovisual hoy más que nunca. Sólo que lo hace cuando se le canta y busca lo que quiere. Las noticias y el deporte —algo que venimos diciendo desde hace dos décadas, más o menos, cuando Internet empezó a volverse viable para el gran publico— necesitan el visionado en vivo y directo, por lo que la televisión —cable, porque es específico— sigue funcionando. Para todo lo demás, existen las herramientas OTT, over the top, por encima de la linealidad televisiva y su tiranía de grillas y tandas.

El público sigue consumiendo contenido audiovisual hoy más que nunca. Sólo que lo hace cuando se le canta y busca lo que quiere.

Vuelvo al principio: Andrés y sus amigos siguen “modas” exactamente igual que mis amigos y yo cuando teníamos su edad. Durante algunos meses éramos todos fanáticos de Titanes en el Ring y comprábamos las figuritas. Después, volvía El Zorro y todos éramos el Zorro; había un Mundial y juntábamos desesperados las tapitas de la Coca con dibujos alusivos. Pasa exactamente lo mismo: el año pasado, eran todos fanáticos de Skibidi Toilet. Es la historia de unos seres que son un inodoro con una cabeza que sale de dentro y cantan una canción horrible, en guerra apocalíptica con unos tipos con cabeza de cámara, de bafle, de radiograbador ochentoso, etcétera. Es una animación gratuita en episodios de un minuto o poco más, hechas por un ruso llamado Alexey Gerasimov en 3D, digital, muda y súper violenta (aunque tiene su cosa satírica). Todos querían peluches, muñequitos, figuritas y el largo etcétera de los Skibidi Toilet. La fiebre duró menos de un año. Hay otros fenómenos, como los videos de juegos de Roblox o Minecraft, y youtubers que viven en la opulencia y se dedican a romper sus propias casas. En cualquier caso, no son cosas demasiado novedosas, sino que tiene un estilo cercano a nuestro tiempo. El problema no es lo que ven (no se conocen casos de niños con la cabeza metida en un inodoro por influencia de YouTube) sino que no tiene límites: no hay un horario específico de contenidos para ellos, ni hay restricciones para que encuentren sin problemas lo que quieren ver. Es un show continuo que, digamos todo, nos plantea a los padres desafíos muy grandes. Por lo demás, un estudio muy reciente que publicó Variety señala que los chicos entre 2 y 12 años prefieren sobre todo YouTube (en un 81%) por encima del streaming (62%/) y, aunque no tengan edad para consumirlo, TikTok por encima de la TV de aire, que prácticamente no consumen.

Lógicas de consumo y narrativas

Una primera conclusión sería entonces que las conductas son las mismas de siempre, pero han cambiado los medios e incluso la propia noción de tiempo de uso. Es lo que le pasa también al adulto con el streaming: mira una serie hasta que se cansa, puede ser a mitad de un episodio incluso. Corta y sigue cuando puede o quiere. Es decir, se acerca a esos contenidos no ya con la pauta y la agenda que imponía el aire, sino con la propia, como nos relacionamos con un libro. Esto —tampoco vamos a desarrollarlo acá, pero es apasionante— cambió la poética audiovisual, que ya no está atada a bloques cortados por las tandas ni continuidades restringidas o la autoconclusión como norma. Los más chicos también se han acostumbrado a estas narrativas nuevas para lo que ayer fue la TV. Por eso era pertinente la cita de Andrés molesto con las grillas y las propagandas que sufre en la casa de la abuela: es un público formateado de un modo diferente y con exigencias muy distintas. Es un público que no va a ir a la televisión tradicional nunca más.

Uno puede decir que las empresas televisivas de Estados Unidos siguen produciendo y creando series para el aire, y es cierto, sucede. Pero les cuesta cada vez más vender los stocks publicitarios. Por otro lado, comienzan a optar por la sindicación de contenidos que funcionaron muy bien en streaming, y el medio acompaña porque tiene que amortizar un lustro de competencia cada vez más feroz y crecimiento a pérdida. Pero, otra vez, es para la demografía más grande, los que ya no van a acostumbrarse o no quieren acostumbrarse a la labilidad de las plataformas. Hay otro dato en ese estudio de Kantar-Ibope, y es la correlación entre el acceso a la TV y el nivel socioeconómico. No es sorpresa: el 60% del público de aire es de NSE bajo. Es decir, es muy fuerte entre jubilados y quienes no tienen otra opción porque no pueden pagarla. Lo de los jubilados tiene toda la lógica si se piensa en el decil demográfico mencionado más arriba. Dicho mal y pronto: la televisión tiene un público cada vez más viejo y más pobre. Lo segundo es central porque el aire se sostiene en la publicidad, y el poder adquisitivo de los potenciales clientes es lo que sostiene el costo del segundo televisivo y, por ende, los ingresos para producir.

Queda claro que la “gran producción” para TV, sobre todo en lo concerniente a espectáculos y ficciones, es cosa del pasado. No hay quien la mire ni quien la sostenga.

No son cosas que vayan a revertirse, por cierto: la tendencia es clara y la pregunta que podemos hacernos es cuándo la TV de aire llegará a su expresión final, su tamaño de enana blanca. Aún falta bastante tiempo, pero queda claro que ese camino es ineludible. Lo que es lícito preguntarse es si hay alternativa. Seguramente la inclusión de la publicidad en el streaming sea una mutación de la televisión, así como los canales FAST (una tendencia que crece: web TV por rubros temáticos en la PC, algo que se parece bastante al aire salvo que tiene un vivo y un on demand, y son gratuitos, sostenidos por ingresos publicitarios) también lo son. Pero queda claro que la “gran producción” para TV, sobre todo en lo concerniente a espectáculos y ficciones, es cosa del pasado. No hay quien la mire ni quien la sostenga, más allá de una eventual transmisión por aire de un evento específico (para lo que, de todos modos, está Internet). Otro detalle: televisores que se conecten directo a Internet hoy son lo corriente. Ante tantas barreras rotas, ¿quién optaría por la tanda y la grilla?

Así, es divertido ver cómo la TV se volvió su propio tema, algo que ya se entendió con Gran Hermano en 2001, pero que se ha exacerbado al punto de que lo más parecido a una ficción hoy es ese reality, que implica nada más que la televisión mirándose a sí misma. Incluso así, el reality funciona por las interacciones en las redes sociales y el visionado —diferido o no— vía web. Todo termina yendo por fuera de aquello que inaugurara Guillermo Brizuela Méndez (a quien hoy no se le podría decir “el Negro Brizuela Méndez”, como lo hacía el público que más lo quería) y cuyo futuro es ser un apéndice más, quizás el pariente más pobre, del universo audiovisual. En la medida en que Internet llegue cada vez más lejos y a más gente, menos influencia tendrá. Por eso, lo que diga Marcelo Tinelli en la tele es irrelevante: en general lo conocemos porque alguien lo tuiteó o lo comentó en redes. Preocuparse por la influencia real de un Jorge Rial es incluso anacrónico. Los nuevos espectadores están absolutamente en otra cosa, mientras que la TV —vean los próximos premios Martín Fierro— se quedó en un mundo que terminó hace décadas. Era un poco su destino, no deberíamos llorar por eso.

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Leonardo D'Esposito

Crítico de cine, periodista, docente. Edita en BAE Negocios, escribe en Noticias y Brando y publicó cuatro libros, entre ellos "50 películas para ser feliz".

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