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Domingo

En la jungla zaffaroniana

El caso Chocobar reavivó el debate sobre el rol del Estado ante el delito. La única respuesta del oficialismo sigue siendo un abolicionismo que amenaza con romper el contrato social.

Imaginemos a cinco jóvenes estudiantes que conviven en una casa. Un día, intempestivamente, uno de ellos empieza a golpear el televisor hasta destrozarlo. Cada uno de los restantes analizará el suceso a su manera y adoptará una actitud diferente. Uno declarará que no quiere vivir más con el primero; otro reclamará que se pague el daño o compre un televisor nuevo; otro afirmará que seguramente quien rompió el televisor se halla enfermo. Y el último observará que para que tenga lugar un hecho de esa naturaleza algo debe marchar mal en la comunidad, lo que exige un examen común de conciencia”.

Así ilustra mi ejemplar del Manual de derecho penal de Eugenio Zaffaroni los diferentes modos de resolver conflictos: el punitivo, el reparatorio, el terapéutico y el más importante para Zaffaroni, el llamado conciliatorio, el del muchacho que sobre los pedazos de plástico y vidrio se sienta a reflexionar sobre por qué el mundo anda tan mal al punto de que alguien haya roto su televisor.

En el margen del párrafo hay una vieja anotación mía con lápiz: WTF?”. Y es que yo mismo era estudiante cuando tuve que leer a Zaffaroni y por entonces compartía con dos extraños un departamento. La inclinación del autor por la solución de reflexión comunitaria anclada en un “todos somos un poco culpables” me parecía extravagante, pero, sobre todo, injusta. Que ante un hecho dañoso perpetrado por alguno de nosotros, todos debiéramos hacer un “examen de conciencia” para ver en qué fallamos como grupo sublevaba algo en mi interior.

Sin embargo, al poco tiempo entendí que dicha particular mirada sería la dominante en la universidad pública. Mi liberalismo era por entonces intuitivo y anclado en algunas lecciones de mi viejo, quien pese a no haber tenido el gusto de pasar por la facultad, contaba con esa suerte de sentido común liberal. “Tu libertad empieza donde termina la de los demás”, “siempre hacete cargo de las consecuencias de lo que hagas” y “lo de otro es sagrado, si te prestan algo cuidalo más que si fuera tuyo” se repetía en casa. Pronto vería que fuera de casa, en el mundo de la política, de los medios, del arte y, sobre todo, en el ámbito universitario se libraba un encarnizado combate cultural contra ese sentido común.

Tener liberalismo en sangre hacía que ésta hirviera una y otra vez entre cátedras de derecho laboral anticapitalista, sociología marxista, constitucionalismo peronista y hasta un bizarro curso de economía política en el que el texto central fue Las venas abiertas de América Latina. Ya ni siquiera el texto de un mal economista –están sobrados de stock en ese rubro– sino directamente el de un poeta. Claramente, la lucha era narrativa.

El tan brillante como dañino Zaffaroni se dedicó a anegar el derecho penal de miradas sociológicas en pretendida defensa de los “perdedores del capitalismo”.

Por supuesto, en la rama penal fulguraba–como en la mayoría de las universidades del país– la presencia de Eugenio Zaffaroni, académico ilustre, ministro de la Corte, rockstar y referente indiscutido de los demasiados funcionarios, intelectuales y periodistas que hoy bregan por el abolicionismo penal.

El hecho, proceso, reciente fallo y futuras apelaciones del caso Chocobar prometen mantener presión y debate respecto al rol del Estado, la policía y la correcta provisión de seguridad y justicia. Más allá de las particularidades del caso puntual, la llamada “doctrina Chocobar” se presenta como una tendencia opuesta al zaffaronismo (cuyas consecuencias Patricia Bullrich describe en su Guerra sin cuartel en un capítulo llamado “Zaffarrancho”) y una visión más amigable al sentido común de mucha gente que percibe que el Estado la ha abandonado frente a la delincuencia.

Y es que el tan brillante como dañino Zaffaroni se dedicó a anegar el derecho penal de miradas sociológicas en pretendida defensa de los pobres, marginados, “perdedores del capitalismo” o, como los llama hoy el Papa Francisco, “descartados”. En muy resumidas cuentas, el verdadero sentido del sistema punitivista –la solución de quien en el ejemplo no quiere vivir más con el que destrozó el televisor– sería castigar a los más vulnerables. Los poderes fácticos utilizarían el punitivismo para someter y alejar de sí a los pobres. El verdadero delito primigenio, el verdadero pecado original, está dado por soportar un sistema económico capitalista, de dominación global, que perpetúa las desigualdades y bla bla bla.

Dado que el poder punitivo sería siempre irracional, eficaz y selectivo, pero habida cuenta de que abolirlo es casi imposible, lo que propone Zaffaroni es contener el castigo y reducirlo a su mínima expresión. El piso estaría dado por el momento en que la gente no dé más y comience a aplicar venganza privada, en forma de linchamientos o “justicia por mano propia”. Hasta ese intolerable límite social es que deben los jueces evitar la punición.

Para el exministro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, la Policía responde a la presión social que genera la por él llamada “criminología mediática”. En consonancia con el manual kirchnerista, Zaffaroni sobreestima y aborrece el poder de la prensa. “Las personas que todos los días caminan por las calles y toman el ómnibus y el subte junto a nosotros tienen la visión de la cuestión criminal que construyen los medios de comunicación, o sea, que se nutren –o padecen– de una criminología mediática”. Entonces, frente a una sociedad que se deja llevar por los medios y una policía que se dejan llevar por la sociedad, Zaffaroni propone que el Poder Judicial debe servir como contención y freno del malvado ejercicio del poder punitivo.

Cuando mucha gente se pregunta azorada “¿Cómo puede ser?” frente a alguno de los muchos casos en los que un homicida o violador es liberado sin más, es muy probable que la respuesta apunte a Zaffaroni. El académico ha hecho escuela en una vasta generación de operadores judiciales que creen que comprimiendo el poder punitivo hasta la insignificancia no sólo están haciendo uso de las herramientas teóricas que aprendieron en la universidad sino, sobre todo, aplicando un criterio ético pretendidamente superior.

Bienvenidos a la jungla

Hobbes pintaba el estado de naturaleza como una jungla caótica y violenta, en la que los hombres se agredían por competencia, desconfianza o búsqueda de gloria. Sin una autoridad fuerte que amenace con una espada afilada, las personas viviríamos con miedo. Quien quisiera algo de otro, sólo debería arrebatarlo. Las vidas no valdrían gran cosa. Como en la distópica La purga, todos serían potenciales enemigos. La vida se volvería necesariamente “solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta”. Ante esta perspectiva mejor ponernos bajo un poder terrible y desatado que nos cuide de la anarquía.

Sin suscribir del todo con el pesimismo antropológico hobbesiano, la visión liberal clásica propone otro tipo de pacto social. A partir de Locke, se sostiene que los gobiernos se yerguen como una forma de proteger derechos individuales. La justificación misma del gobierno radicaría en su capacidad para proteger los derechos a la vida y a la propiedad de los individuos, considerados igualmente dotados de estos derechos. Si hay separación de ese gobierno en departamentos independientes y recíprocamente controlados es porque de este modo se limita mejor su poder. Si se desarrollan mecanismos de publicidad y control popular de los actos de gobierno, es porque se subraya el principio de que los funcionarios son empleados de los ciudadanos y deben rendir cuentas ante ellos. Los Gobiernos, entonces, se instituyeron para proteger al hombre de los criminales y las Constituciones, por su parte, se escribieron para proteger a los hombres de los Gobiernos.

Este sentido común ha sido trastocado por la propuesta zaffaroniana, cuyos efectos son, en algunos casos, la existencia de un estado de cosas peor que el de la ley de la jungla.

Pero más allá de las diferencias, tanto el liberalismo de Locke como el autoritarismo de Hobbes coinciden en el derecho de conservación que toda persona tiene y esto coincide con las intuiciones morales más básicas. Si una persona se enfrenta con otra que amenaza su vida, puede acabar con ella “por las mismas razones por las que se puede matar a un lobo o a un león”, dirá Locke. “Ninguno, por cualquier cosa que haya pactado, se puede obligar a no oponerse a quien quiera asesinarlo, herirlo, o causarle cualquier lesión”, sostendrá Hobbes.

Sin embargo, este sentido común ha sido trastocado por la propuesta zaffaroniana, cuyos efectos son, en algunos casos, la existencia de un estado de cosas peor que el de la ley de la jungla. Y es que en la ley de la selva al menos las personas pueden usar toda su fuerza –y la de los aliados que consigan– para repeler a quien amenace su vida. En la jungla zaffaroniana, en cambio, muchos argentinos no sólo están impedidos de contar con la policía –ausente o impedida de actuar–, sino que deben cuidarse también de rechazar las agresiones de los delincuentes, dado que el derecho a legítima defensa es una institución mirada con desconfianza –cuando no con franco desprecio– por muchos jueces de la escuela de Zaffaroni. No son pocas las personas que terminaron con causas penales por repeler a un ladrón que había entrado a su propia casa o comercio.

En la jungla zaffaroniana, los ciudadanos respetuosos de la ley están de un lado y quienes delinquen –y buena parte de la Justicia– del otro. Tamaña asimetría se justifica con premisas clasistas tan resentidas como erradas (ni todos los delincuentes son pobres ni todas las víctimas no lo son) que omiten los efectos negativos que tiene para todos, incluso para los más vulnerables, la inseguridad descontrolada.

¿Para qué te tengo?

Un Leviatán hobbesiano formados por calaveras y dibujado por Rep ilustra la tapa del célebre La cuestión criminal, de Eugenio Zaffaroni. Uno puede coincidir con el autor en el rechazo al autoritarismo y a un punitivismo sin cortapisas. De hecho, el bien llamado garantismo es un desarrollo de filosofía liberal. Derechos tales como a ser oído en juicio, no ser penado sin previo juicio fundado en ley anterior al hecho del proceso, ser juzgado por juez imparcial, no ser perseguido más de una vez por el mismo hecho o gozar de la presunción de inocencia hasta que se demuestre lo contrario en un juicio son instituciones que emergen como formas de proteger a los ciudadanos contra la arbitrariedad estatal y que están consagrados en las democracias liberales del mundo.

Ahora bien, el zaffaronismo no es garantismo sino un abolicionismo ideal que por lo pronto se conforma con un minimalismo punitivo y que lleva a que el Estado desprecie su rol principal de brindar seguridad. Y si un Estado no da seguridad ¿para qué sirve? Puede decirse, acaso con razón, que la seguridad no puede ser la única tarea del Estado. Pero sería difícil negar que es acaso la más importante junto con la justicia.

Imaginemos que, por algún conjuro misterioso, de pronto se esfumara en el aire todo el aparato estatal del país. Lo cierto es que en muchos casos apenas nos daríamos cuenta. Digamos que si desaparecen todos los funcionarios del Ministerio de Turismo la gente igual se las arreglaría para saber dónde queda Mendoza o cómo conseguir alojamiento en Puerto Iguazú. Si toda la plantilla de Cultura desaparece, de algún modo los ciudadanos lograrían seguir viendo cine y escuchando música. Incluso, aunque parezca increíble, habría trabajo y producción a pesar de la misteriosa ausencia de los funcionarios de dichos rubros. Por cierto, la pandemia dejó claro que la carencia de porciones no menores del Estado no afectó en nada a la sociedad. Y dado que esas porciones no se pagan solas, sería bueno aprovechar para evaluar la grasa corporal del Estado. Pero, volviendo, lo que sí sería un problema sería la certeza de que ha desaparecido la fuerza pública. Más tarde o más temprano, esta certeza generaría caos generalizado. La vuelta a la jungla.

No son pocos los distritos del país que ya viven en contextos más parecidos a la selva que a un estado de derecho.

No obstante, no son pocos los distritos del país que ya viven en contextos más parecidos a la selva que a un estado de derecho, donde es más probable encontrar un unicornio que un patrullero y donde el “Estado presente” y elefantiásico –cuyas funciones van desde determinar el precio del aceite hasta escribir los guiones de Paka-Paka– desaparece a la hora de brindar policías, enforcement legal, disuasión del delito y justicia penal.

Como en su momento el caso Blumberg, en la actualidad el caso Chocobar volvió a azuzar el debate social en torno al rol del Estado, la policía y la correcta provisión de seguridad y justicia. Los promotores de cerrar la grieta y tender puentes consensuales con el rival político deberían tomar como primerísima tarea el sondeo de este punto.

Y es que mal podrán consensuarse las reformas necesarias para que Argentina corte su espiral descendente –reformas fiscales, laborales, de funcionamiento del Estado, de sistema electoral, etc– con un espacio político que cree que cuando alguien mata o viola, en tanto sociedad, todos tenemos una responsabilidad conjunta; que las causas del delito son más relevantes que los causantes; que al delincuente hay que entenderlo antes que sancionarlo, y que la víctima es irrelevante y anecdótica frente al hecho social.

Si no nos podemos poner de acuerdo en algo tan básico y de sentido común, como que el delito debe castigarse y el Gobierno debe proteger la vida y propiedad de los argentinos, tal vez no haya mucha grieta pasible de ser cerrada. Quizás haya que asumir que el otro no propone conversar sobre el contrato social sino romperlo en mil pedazos.

 

 

 

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Alejandro Bongiovanni

Diputado nacional.

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