The Identity Trap: A Story of Power and Ideas in Our Time
Yascha Mounk
Penguin Press, 2023
416 páginas, US$13,99 (ebook)
Los cuatro abuelos europeos del ensayista y académico Yascha Mounk fueron enviados a prisión en algún momento de las décadas del 1920 o 1930 por sus ideas comunistas. A pesar de ello y de que luego serían perseguidos por ser judíos, decidieron quedarse en Europa. Lo hicieron, cuenta Mounk en su último libro, The Identity Trap (La trampa identitaria, aún no traducido), porque creían que nuevos gobiernos de izquierda harían del continente un lugar mejor, sin los prejuicios y los odios nacionalistas y tribales que habían causado dos guerras mundiales en lo que iba de sus vidas.
Estos mismos abuelos fueron cambiando algunos de sus pareceres mientras su nieto —nacido en Alemania— crecía y se educaba en los años ’80 y ’90. En lugar del marxismo revolucionario, pasaron a defender la socialdemocracia, esa forma de gobierno que en la Europa de segunda mitad del siglo XX había logrado, con éxito, humanizar las partes más cruentas del capitalismo del siglo anterior sin renunciar a la defensa de los derechos individuales y la libertad personal.
Pero, para sus abuelos, “un compromiso permaneció inquebrantable durante esas décadas trágicas y turbulentas”, escribe Mounk. “Como en su juventud, ellos creían que la misión histórica de la izquierda consistía en expandir el círculo de la simpatía humana más allá de los límites de la familia, la tribu, la religión y la etnia. Ser de izquierda era creer que los seres humanos importan de igual manera sin considerar el grupo al que pertenecen; que debemos apuntar a formas de solidaridad política que trasciendan identidades grupales enquistadas en la raza o la religión; y que podemos hacer una causa común en la búsqueda de ideales universales de justicia e igualdad”.
Mounk dice que, por ideales universalistas como ésos, sigue considerándose una persona progresista. Sabe, sin embargo, que ya la mayoría de los progresistas actuales no piensa así.
Mounk dice que, por ideales universalistas como ésos, sigue considerándose una persona progresista. Sabe, sin embargo, que ya la mayoría de los progresistas actuales no piensa así. En los últimos 50 años, una serie de desarrollos intelectuales, como el surgimiento del posmodernismo; y acontecimientos políticos, como la caída del muro de Berlín, hicieron que los progresistas dejaran de lado los ideales universalistas de solidaridad, tolerancia y ampliación de miradas. En su lugar, han abrazado la causa de la identidad (étnica, religiosa, de género o racial) para afirmar que los intentos para crear comunidad y entendimiento entre culturas o grupos identitarios son ingenuos o, incluso, malintencionados.
Muchos filósofos progresistas, como Richard Rorty, Michael Walzer, Nancy Fraser, Cornell West o Slavoj Žižek, han criticado este viraje de la izquierda hacia la identidad, diciendo, entre otras cosas, que divide a la sociedad innecesariamente, distrae de peleas más importantes para los vulnerables (por ejemplo, la desigualdad económica), oscurece principios valiosos como la justicia y la igualdad y crea victimización en lugar de acción. En The Identity Trap, Mounk hace un aporte muy importante a esta crítica, mostrando los orígenes de esta ideología, relatando cómo llegó a ser central en el mundo occidental, enseñando cuáles son sus problemas y las formas de combatirlos.
1. Lo que está en juego
Para mostrar lo dramático y relevante de esta discusión, el autor alemán, que se doctoró en Estados Unidos y vive hace años ahí, muestra que, en el gobierno demócrata de Joe Biden, por ejemplo, estas ideas han llegado a promover algunas políticas públicas muy controverstidas y preocupantes. Destaca, en particular, una política sanitaria propuesta durante la pandemia.
Cuando llegaron las primeras vacunas a Estados Unidos, el principal consejero del gobierno en la materia, el Comité Asesor en Prácticas de Inmunización (ACIP, por sus siglas en inglés) se opuso a lo que se hizo en casi todo el mundo: intntar salvar la mayor cantidad de vidas posible y administrar las vacunas a quienes más riesgos tenían de morir por la enfermedad, es decir, los mayores y el personal de la salud. El ACIP opinó que, en Estados Unidos, esa política era poco ética. ¿Por qué? Porque la población mayor norteamericana es desproporcionadamente blanca y administrar la vacuna en función de ese clásico principio no era el camino correcto. Lo que debía hacerse, en cambio, incluso contra los modelos que indicaban una clara suba en la cantidad de muertes totales, incluidas las de miembros de minorías raciales, era lograr que el primer grupo de receptores de la vacuna fuera lo más diverso posible. Por lo tanto, el ACIP recomendó aplicársela a los “trabajadores esenciales”, un grupo vago y amplio que incluía desde los conductores de Uber hasta los profesores universitarios, que estaban en sus casas.
Finalmente, la acción del gobierno no fue exactamente como quería este organismo. Frente a las críticas de muchos medios e intelectuales, incluido el propio Mounk, el gobierno nacional dejó que cada estado del país determinara su estrategia. La mayoría hizo un mix entre trabajadores esenciales y mayores, lo que, en los hechos, terminó dificultando el acceso a las primeras vacunas a los mayores y los más vulnerables porque, para acceder a su turno era necesario saber usar distintos tipos de tecnología y tener tiempo y recursos.
Este tipo de posiciones tienen todas las características de la “trampa identitaria” que Mounk revela en su libro. Provienen de una ideología que tiene buenas intenciones pero que, en un su obsesión por mirar al mundo a través del prisma de la identidad, terminan promoviendo peleas absurdas de suma cero entre distintos grupos, es contraproducente para el bienestar general de la sociedad y, para peor, ayuda a polarizar a la población y da de comer a las posiciones políticas que los progresistas desean combatir. ¿Qué regalo más grande para la derecha que una política woke para administrar el bien más preciado para salir de la mayor pandemia en un siglo?
El nombre y la primera piedra
El primer problema que enfrenta Mounk en su libro es cómo llamar a esta nueva ideología. Expresiones como identity politics, cultura woke o, incluso, “ideología de género”, ya están completamente polarizadas y la dinámica de la discusión a su alrededor ha hecho que todos quieran distanciarse de ellas. Pero la ideología es real y tiene características claras, por eso hay que nombrarla. Mounk, en un esfuerzo de hacerle justicia a una posición intelectual y política que, en su opinión, merece ser tomada en serio, le pone un nombre caritativo: la síntesis identitaria (the identity synthesis).
Mounk ilustra así que se trata de ideas que atañen sobre todo a la identidad grupal (raza, género y orientación sexual, entre otras) y que apuntan a decir que la identidad es la forma central de entender el mundo social. Y, además, como veremos, el autor encuentra en esta ideología una sorprendente síntesis de tres teorías/posiciones/ideologías que marcaron al pensamiento progresista en los últimos cincuenta años: el posmodernismo, el pos-colonialismo y la teoría crítica de la raza, la critical race theory.
En esta historia de la síntesis identitaria, el principal autor, y quien pone la piedra fundacional, es el célebre Michel Foucault. Aunque el francés es un extraño padre para esta ideología —porque mucho de ella probablemente no le habría gustado—, son principalmente dos de sus ideas las que dieron, según Mounk, inicio a este importante desarrollo.
En esta historia de la síntesis identitaria, el principal autor, y quien pone la piedra fundacional, es el célebre Michel Foucault.
En primer lugar, por su potente y tajante escepticismo frente a las grandes narrativas (o meta-narrativas) sobre la realidad social y el conocimiento. Para Foucault, esas nociones que, como el marxismo o la epistemología, pretenden estructurar al mundo y darle algún sentido, no tienen sustento fáctico alguno. La verdad, por ejemplo, concebida como algo neutral y objetivo, para él es una construcción teórica, un discurso que pretende otorgarle a la Historia una noción de progreso, sin ninguna credibilidad ni fundamento más que el poder de quienes la defienden. También es una ficción, para Foucault, el liberalismo, la idea de que si creamos una democracia, damos derechos y redactamos una constitución, haremos un mundo mejor.
La segunda contribución del francés es su innovadora forma de concebir el poder político. El poder, dice, no funciona como tradicionalmente creían los filósofos: es decir, como algo que se ejerce desde las instituciones formales, la burocracia y la policía, que están arriba, hacia la población que acata desde abajo. El asunto es más complejo, dice Foucault. Son, en realidad, los discursos informales los que ejercen el principal de los controles, de una manera más sutil que el poder formal. Las maneras en que conceptualizamos y hablamos del mundo, como esta publicación, por ejemplo, constriñe los pensamientos y las acciones de otros; el estilo en que los medios de comunicación informan sobre ciertos temas y evaden otros; la forma en que los programas de las escuelas eligen las materias que se dan y las que se dejan de dar. Esas son las principales herramientas a través de las cuales la sociedad habilita y limita a sus miembros. Y ahí se ve que el poder de unos sobre otros es mucho más difuso, y no está localizado en un lugar en particular, sino que es omnipresente.
La síntesis identitaria
El posmodernismo de Foucault, sin embargo, puede llevar a cierto inmovilismo político. Foucault nota que hay opresión de sectores poderosos sobre otros menos aventajados, que ciertos discursos mayoritarios limitan a comunidades minoritarias. Pero no cree que el cambio en esa relación sea posible o, en todo caso, positivo. Su pensamiento es coherente en ese sentido. Terminar con un discurso opresor puede dar un momento de mayor libertad, pero más temprano que tarde el nuevo grupo que desbancó al anterior ejercerá el lugar de creador de discursos mayoritarios y pasará a ser el nuevo opresor. El pesimismo de Foucault con respecto a la idea de progreso social es un rasgo central de su pensamiento.
Dos teóricos pos-colonialistas discuten parte de esta dinámica foucaultiana y dan, para Mounk, el siguiente paso en la síntesis identitaria: el palestino Edward Said y la india Gayatri Chakravorty Spivak. Ambos acuerdan con Foucault, y otros posmodernos, en que hay que usar las herramientas del análisis del discurso para desarmar ciertas ideas políticas (o narrativas), pero estos pensadores consideran que hay que darle una vuelta activista a ese pensamiento para que sirva en la batalla de ciertos grupos identitarios.
En su influyente Orientalismo (1978), Said lee el canon de la literatura occidental buscando las formas en que estos libros miraron el Oriente y sus características. Concluye afirmando que esas interpretaciones culturales, literarias y filosóficas, esos discursos, han servido para justificar el colonialismo sobre pueblos no occidentales. Pero, a la vez que afirma esto, Said propone que esa relación de opresión no debe quedar ahí, debe ser transformada, que el análisis discursivo tiene que ser una herramienta no sólo intelectual, sino también política para combatir la opresión y darles poder a quienes no lo tenían antes. A diferencia de su predecesor francés, Said sí dice que los grupos opresores (Occidente) son los malos y que los oprimidos (Oriente) son los buenos. Y aboga por que la teoría pos-colonialista sirva para que los buenos ganen y los que estaban abajo pasen arriba, algo que, a Foucault, en principio, no le interesaba.
A diferencia de su predecesor francés, Said sí dice que los grupos opresores (Occidente) son los malos y que los oprimidos (Oriente) son los buenos.
Por otra parte, Spivak, una teórica literaria como Said, formada en el posmodernismo francés y una de sus principales propulsoras en la lengua inglesa, abraza el escepticismo foucaultiano acerca de las grandes construcciones teóricas, incluida entre ellas la identidad. Para ella, como para Foucault, pertenecer a un grupo identitario, ya sea racial, étnico o sexual, no te otorga un conocimiento especial sobre esa identidad ni un derecho distintivo para hablar en nombre de ella.
Eso es filosóficamente acertado, piensa Spivak, pero políticamente no es útil. Los pensadores occidentales, por sus lugares de privilegio, reflexiona, no necesitan que alguien hable en su nombre; pero los pueblos oprimidos del Oriente sí necesitan que personas en los lugares centrales del mundo hagan avanzar su agenda. ¿Pero cuál es la agenda del mundo indio, por ejemplo, si es que ser miembro de ese grupo no te da un conocimiento preciso sobre sus problemas? ¿Quién hablará en nombre de los gays si sus identidades son una mezcla fluida de cosas distintas y no un aspecto esencial claro y distinto? ¿Tendrá que hablar cada mujer en nombre de sí misma?
Spivak, entonces, dice: en política hay que ser un esencialista estratégico con respecto a la identidad. Es decir, hay que decir que las personas somos oprimidas por una característica que compartimos, por ejemplo, adorar a ciertos dioses, tener una orientación sexual o tener ciertos órganos genitales, a pesar de que teóricamente el asunto es mucho más complejo. Políticamente, esa característica nos identifica de manera esencial, sugiere Spivak, nos otorga un saber sobre quiénes somos y debe convertirse en nuestra bandera militante.
Este giro a la politización (y hacia cierta laxitud teórica) caracteriza a esta segunda parte de la genealogía de la síntesis identitaria.
Este giro a la politización (y hacia cierta laxitud teórica) caracteriza a esta segunda parte de la genealogía de la síntesis identitaria. Y el último ingrediente que Mounk encuentra, la teoría crítica de la raza, una rama de estudios proveniente del pensamiento jurídico, profundiza el rasgo activista y revisionista del pos-colonialismo.
Así, el teórico afroamericano Derrick Bell, por ejemplo, descree por completo de la entera tradición de lucha por las reivindicaciones de la población negra en Estados Unidos que tenía, según Mounk, una clara marca del progresismo universalista. Bell afirma que logros celebrados y esenciales del movimiento por los derechos civiles, como la desegregación de las escuelas públicas, no deben ser razón de orgullo para su grupo identitario. En un estilo posmodernista, dice que, por su ingenuidad y su ciega creencia en la maquinaria de las instituciones norteamericanas, el hecho de que las escuelas, antes segregadas, pasaran a tener alumnos de ambas razas no fue un progreso para los negros, sino que significó, en realidad, el predominio de los intereses de los blancos, que necesitaban lavarse la cara del racismo ante el mundo por razones geopolíticas.
Bell llega a decir que, en más de un sentido, habría sido mejor defender la causa de las escuelas segregadas, porque a los grupos identitarios hay que, prioritariamente, tratarlos por separados. Sugiere que escuelas negras con mejor financiación que escuelas blancas sería una mejor forma de hacer justicia social que la propuesta universalista y pluralista del movimiento de derechos civiles. La idea de aquel progresismo, defendido por figuras como Martin Luther King, que abogaron por soluciones solidarias y consensuadas entre los grupos es, en la mirada de Bell (influenciada por Foucault), simplemente la permanencia de los opresores sobre los oprimidos, pero por medios más sutiles.
2. ¿Quién tiene razón?
Así llegamos a la síntesis identitaria, la ideología que, centrada en la identidad, piensa a la sociedad como un campo dividido en grupos que no pueden reconciliarse ni comprenderse mutuamente, que compiten por la dominación y que, implícita o explícitamente, se sumergen en un juego de suma cero. Esta ideología, además, mantiene una visión pesimista acerca de las políticas del antiguo progresismo universalista, políticas que, aunque en la mirada de una gran mayoría de la población sí hicieron avanzar a grupos desventajados, sus progresos son, bajo este prisma, sólo espejismos.
Sin embargo, hay algo que Mounk no deja de remarcar en The Identity Trap: los autores que contribuyeron a la construcción de esta forma de ver el mundo social sí tienen razones atendibles para pensar lo que piensan y muchas de sus ideas son teóricamente interesantes y fácticamente relevantes. Por ejemplo, es cierto que la educación de la mayoría de la población negra en Estados Unidos sigue siendo inferior a la de los blancos, y que sus oportunidades en la vida se ven decididamente afectadas por ello. La política de desegregación, con su perfil universalista, en cierto sentido, no terminó de hacer todo lo que prometía. También es cierto que, probablemente, alguna versión de una política que trate a un grupo identitario por separado, como la discriminación positiva o los cupos, pueda ser necesaria. Y tales opciones, aunque debatibles, en grados razonables pueden convivir con nociones como la igualdad ante ley y la solidaridad mutua entre grupos diferentes.
Mounk, por supuesto, acuerda con estos pensadores en que, a pesar de los logros del progresismo universalista en los siglos XX y XXI, las injusticias persisten y en que ciertos grupos identitarios las sufren en particular. El problema, sin embargo, es que los modos que ha adoptado la síntesis identitaria para enfrentar esas desigualdades llevan a una trampa. Es decir, sus buenas intenciones no sólo no provocan los fines que pretende, sino que incluso producen más problemas sociales y políticos. Además del caso de la pobre propuesta sanitaria del gobierno estadounidense, Mounk evalúa otras aplicaciones desafortunadas de estas ideas en su libro. Antes de terminar, quiero traer el caso del mundo educativo, al que encuentro particularmente ilustrativo.
Educación segregada
En Estados Unidos, como en muchos países del mundo, la educación, en niveles tanto inferiores como superiores, es manejada principalmente por grupos de educadores progresistas. En los últimos años estos educadores han adherido a las ideas de la síntesis identitaria y, guiados por ellas, han aplicado una versión de ella a la educación. Mounk la llama “separatismo progresista”. En un estilo similar al de las críticas de Bell, estos grupos han dejado de creer, como lo hacían los antiguos progresistas, que educar a las personas enfatizando lo que tenemos en común sea una forma de combatir las injusticias de la sociedad. Al contrario, creen que los miembros de grupos marginados deben ser separados y protegidos de los daños simbólicos y psicológicos que puede provocar vivir en un ambiente dominado por culturas y etnias mayoritarias.
Así, en lugar de enfocarse en integrar a las distintas identidades, los progresistas ponen sus esfuerzos en crear espacios de formación y organizaciones educativas para que los miembros de distintos grupos identitarios permanezcan entre ellos. Escuelas y universidades de renombre crean aulas y clases a las que asisten solamente alumnos negros, construyen edificios de departamentos para estudiantes latinos y organizan ceremonias de graduación exclusivamente para “alumnos de color”, sólo por nombrar algunas políticas. Últimamente, los educadores han empezado incluso a insistir en que los alumnos blancos “abracen su raza”, en la idea de que los miembros blancos de la sociedad sean conscientes de sus privilegios raciales.
El objetivo del separatismo progresista es, en principio, el mismo que el de los viejos progresistas: una sociedad en la que a la larga las identidades no importen. Pero en el medio, consideran que, como Spivak, deben ser esencialistas identitarios, subrayar que sólo los miembros de un grupo pueden empatizar entre sí y entenderse en sus dramas sociales, y que sólo manteniendo esa estricta separación se cuida a las minorías de los abusos de las mayorías. Mientras las minorías son protegidas, los blancos, consideran estos educadores, deben ser entrenados en reconocer sus propias (e injustas) ventajas. La pregunta que Mounk se hace es: ¿esto ayudará realmente a sanar a la sociedad de sus prejuicios y diferencias, y a que las identidades raciales, étnicas y religiosas, en un futuro, sean menos importantes? ¿O, por el contrario, hará que las minorías sean más desconfiadas de las mayorías y las mayorías más atentas a su autodefensa?
Las ciencias sociales, hace décadas, afirman que las personas que pertenecen a distintos grupos identitarios vencen prejuicios acercándose, conociéndose mutuamente y compartiendo ámbitos.
Mounk asegura categóricamente que la respuesta es que esto no ayuda. Las ciencias sociales, hace décadas, afirman que las personas que pertenecen a distintos grupos identitarios vencen prejuicios acercándose, conociéndose mutuamente y compartiendo ámbitos. Y, aún más, la experimentación muestra que construir marcos institucionales que promuevan objetivos comunes y la cooperación para lograrlos hace que la dinámica entre grupos distintos mejore y las relaciones sean más estrechas.
Cualquiera que quiere crear buenas relaciones intergrupales en la sociedad, afirma Mounk, tiene que tomarse en serio esto. Lamentablemente, el progresismo separatista, inspirado en la síntesis identitaria, lo pasa por alto. En lugar de incitar a que los grupos identitarios tengan ideales y proyectos comunes, esa ideología promueve que los alumnos se conciban a sí mismo como seres identitariamente irreconciliables, y los organiza de tal manera que compartan el menor tiempo posible entre ellos. Probadamente, eso no ayuda, en absoluto, a que los alumnos se piensen miembros de una comunidad amplia, sino que, por contrario, los atrinchera en sus particularidades y los hace propensos a la rivalidad, la desconfianza y la oposición.
Conclusión y final incierto
The Identity Trap construye un sólido argumento sobre por qué deben resistirse las ideas de la síntesis identitaria. Si lo que uno desea, como lo hace Yascha Mounk, es crear una sociedad más tolerante, menos prejuiciosa y más abierta, ideas como el progresismo separatista no son el camino. Son una trampa. No sólo no logran esos objetivos, sino que agravan los problemas: crean más separación, menos solidaridad y promueven dinámicas de suma cero entre los distintos grupos sociales.
En un campo donde prolifera la polarización y la falta de escucha, Mounk ofrece un libro sin sesgos que, si bien defiende una posición, lo hace de manera fundamentada, siendo justo con sus rivales y mostrando sus mejores versiones. La obra del alemán se convertirá en un libro imprescindible para tratar este tema de ahora en adelante.
En estos días, mientras escribía esta nota, una periodista estadounidense acusó a Yascha Mounk de violación. La denuncia no se hizo en los tribunales sino a través de un ensayo literario y un posteo en X. Mounk rechazó la acusación categóricamente, pero la marea de las redes sociales ya se desencadenó y condenó prematuramente al autor. En reacción, la prestigiosa revista The Atlantic, donde Mounk publicaba regularmente, decidió cortar su relación laboral con él.
Algunos colegas lo han defendido en los términos razonables en que puede defendérselo (y que humildemente replico): hay un proceso para probar estas cosas y Mounk, para recibir castigo, tiene que ser declarado culpable de algún delito. Hasta entonces es inocente. El castigo que está recibiendo es, paradójicamente, una de las formas de justicia —sin acusaciones formales ni hechos claros ni pruebas— que existe hoy luego de que ciertos valores universales, como el debido proceso y la igualdad ante la ley, hayan sido erosionados por la ideología que el propio autor se dedicó, con mucha seriedad, a estudiar y criticar.
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