Durante el segundo y el tercer kirchnerismo (2008-2015), un artículo de fe entre consultores y analistas políticos era que el cruce entre edad y voto kirchnerista funcionaba como un relojito: a medida que disminuía la edad de las personas, más aumentaban sus chances de ser votantes de Cristina y, viceversa, a medida que aumentaba su edad mayor era la probabilidad de que le votaran en contra. El propio kirchnerismo parecía reconocer este fenómeno. Es imposible, por ejemplo, separarlo de su decisión de bajar a 16 años la edad mínima para votar, aun si fue presentada en el marco entonces hegemónico de la “ampliación de derechos”. También lo usaba para fanfarronear: aquellos patios militantes en Casa Rosada para vitorear a la presidente después de sus cadenas nacionales buscaban comunicar, entre otras cosas, que la energía de la juventud estaba con Cristina y que la oposición era una cosa de viejos vinagres. Este diagnóstico, por supuesto, generaba euforia en el kirchnerismo y depresión en la oposición, porque parecía haber un determinismo demográfico con efectos de largo plazo: a Cristina le nacían los votantes y a la oposición se le morían.
Contra todo pronóstico, y sin que nadie lo hubiera visto venir, esta tendencia parece haber declinado, según indican casi todos los estudios de opinión pública recientes. Los viejos continúan sin ser kirchneristas, a pesar de la machacona propaganda oficialista sobre su cariño por los jubilados. Pero los jóvenes tampoco ya lo son, al menos mayoritariamente. La única generación que mantiene su lealtad a Cristina es la de los que hoy tienen, con algún margen de error, entre 30-35 y 50-55 años. Es decir, mi generación: estoy rodeado. Nací en 1973 y el núcleo duro kirchnerista nació entre, más o menos, 1970 y 1990. En esa brecha siguen siendo mayoría; para arriba y para abajo, ya no lo son o nunca lo fueron.
En la última encuesta de Isonomía, por ejemplo, les preguntaron a los consultados (como les preguntan siempre) por quién habían votado en la elección de 2021. De los tres segmentos etarios, el Frente de Todos quedó lejos de Juntos por el Cambio entre los mayores de 50 años y empatado en el segundo puesto con las opciones “liberales o libertarias” entre los menores de 29. Donde sigue reinando es en la generación de los nacidos entre 1970 y 1990: ahí el Frente de Todos ganó la elección, cinco puntos por encima de JxC.
No es para nada arriesgado decir que la histórica hegemonía kirchnerista sobre el voto joven está en crisis o terminada.
Estos datos hay que tomarlos con pinzas, porque la gente cambia de opinión y porque muchos consultados (18% entre los jóvenes) se negaron a revelar a quién habían votado. Aun así, las diferencias en el voto de las distintas generaciones son significativas y no es para nada arriesgado decir que la histórica hegemonía kirchnerista sobre el voto joven está en crisis o terminada.
2001: odisea kirchnerista
Una explicación posible para esta tendencia, y cito acá a un consultor con el que peloteé estas ideas, es que para el mito de origen kirchnerista la crisis de 2001 fue muy importante. No tanto para la generación de kirchneristas senior, cuya libido política estaba puesta en recuperar la mística de los ‘70: terminar, con armas menos letales, la revolución inconclusa. Pero para la nueva generación de kirchneristas, dice esta hipótesis, los que eran adolescentes en 2001 y vieron cómo sus padres se quedaban sin trabajo y la economía se iba al suelo, nuestra gran crisis fue un momento fundacional de su despertar político, que ejercieron a pleno diez años después, con las patas en la fuente de Casa Rosada. Se hicieron kirchneristas porque el neoliberalismo y la globalización les habían fallado a sus familias tanto como decían Cristina y Néstor que les habían fallado al país.
En cambio, sigue el razonamiento, los primeros argentinos de la Generación Z, que en 2001 tenían dos o tres años, no recuerdan nada de la crisis. No hay bisagra simbólica para ellos. Para ellos lo único que hay es un país estancado, con problemas de otro siglo –inflación, cortes de luz, cepo cambiario–, que los tuvo encerrados durante dos de los años más importantes de sus vidas y con un gobierno que no les ofrece ni les vende una idea de futuro. Esos jóvenes, dice mi consultor amigo, ya no son kirchneristas. ¿Qué son?
Eso voy a tratar de responderlo un poco más adelante. Antes me gustaría llenar un hueco etario de la argumentación anterior, que es la de la gente de mi edad, que empezó a hacerse kirchnerista, cuando el nombre aún no existía, bastante antes de la crisis de 2001. Cinco años antes, si quiero ponerme específico: creo que 1996 fue un año bisagra en la relación de la juventud con el proyecto menemista de apertura con corrupción y consumo con exclusión. En marzo de ese año se cumplieron 20 años del golpe de Estado y hubo un gran festival en Plaza de Mayo, con bandas y las Madres de Plaza de Mayo, que para muchos marcó un antes y un después. Algo se encendió: las protestas contra el cierre histórico de los ‘70, impulsado por el menemismo, que hasta ese momento era una militancia de organizaciones de derechos humanos, periodistas y unos pocos políticos, empezaron a tener una audiencia mucho más amplia, con mucha energía, la energía de los jóvenes. No estuve ahí, pero sí un año después, en un festival similar en Ferro. Cuando subieron las Madres al escenario noté un consenso, entre mis compañeros de campo, que no había visto antes con tanta claridad y me pareció novedoso. Ahí sentí que el menemismo, al que no había votado pero criticaba más por sus abusos democráticos (la corrupción, la Corte, la persecución a periodistas) que por sus efectos económicos (desempleo, privatizaciones, apertura comercial), estaba terminado como relato político. Y veo, retrospectivamente, que esa energía fue absorbida fácilmente por el kirchnerismo unos años después.
Pergolini se reía de todos los personajes públicos, pero no de Hebe.
Hebe de Bonafini, hasta ese momento una figura reconocida pero no en el nivel de celebrity que tuvo después, empezó a ir a los programas de la Rock&Pop a ser entrevistada por jóvenes babeantes, rebeldes contra todo menos contra ella. Pergolini se reía de todos los personajes públicos, pero no de Hebe. En 1996 entré a trabajar a TyC Sports y en la redacción/producción, compuesta por chicos salidos de DeporTEA unos años más grandes que yo, no había ningún menemista. Tampoco había peronistas: si alguno se definía políticamente, decía “progresista”, una marca de la época. Su mentor, en lo profesional pero en muchas cosas más, era Alejandro Fabbri, 15 años mayor que ellos. Iban a ver a Los Piojos y a La Renga, nuevas bandas barriales, como se decía en ese momento, opuestas al cosmopolitismo y la sofisticación de Soda Stereo o Charly García, otra señal de que una época estaba terminando y otra estaba empezando. No lo sabía en ese momento, tampoco lo sabían ellos, pero varios de aquellos compañeros, ubicados demográficamente en el corazón de la generación K, con el tiempo se hicieron kirchneristas. Fabbri también. Y con el tiempo, a medida que envejecieron o maduraron –hoy tienen todos poco más de 50–, algunos de ellos dejaron de serlo.
Jóvenes viejos
Con esto quiero decir que la crisis de 2001 sin duda influyó en la kirchnerización de parte de una generación, sobre todo la del borde inferior de la generación K. Pero que para el borde superior, los nacidos a principios de los ‘70, el proceso había empezado antes, en la segunda mitad de los ‘90, con una desilusión, un cansancio: un alejamiento de las luces del centro y un acercamiento a la autenticidad del barrio; una desconfianza creciente por lo extranjero y una valoración por lo nacional; una creciente sensación de que el pasado, al revés de la propuesta futurista del menemismo, no estaba cerrado; y un desencanto con la política profesional que incluía al Partido Justicialista, al que en ese momento (y durante años, incluido el kirchnerismo de Néstor) los progresistas llamaban pejotismo. Todo eso fue explotado por el primer kirchnerismo post-crisis.
Esta generación me interesa también porque es la de los fundadores de La Cámpora, que se metieron en política como el brazo joven del kirchnerismo pero para quienes, como para todos, ha pasado el tiempo. Máximo Kirchner, Wado de Pedro y el Cuervo Larroque tienen 45 años. Axel Kicillof y Mariano Recalde tienen 50. Ya no son jóvenes ni para ser obispos. Para un pibe o una chica de 20 años, son –ay– personas mayores, no muy distinguibles de un político de 55 o 60. Y son, además, parte del paisaje político desde hace varios años, por más esfuerzos que quieran hacer para mantenerse rebeldes y anti-sistema. Con un agregado, y esto es una opinión personal: ya no tienen un relato de futuro para ofrecer o una visión de transformación del país. Encuentran energía en su oposición al neoliberalismo, pero cuando hablan de los temas son inmovilistas: Aerolíneas funciona mal pero su propuesta es dejarla como está, la legislación laboral deja afuera a la mitad de los trabajadores pero exigen dejarla como está, la política energética es un desastre pero igual hay que mantener las tarifas congeladas.
Máximo Kirchner, Wado de Pedro y el Cuervo Larroque tienen 45 años. Axel Kicillof y Mariano Recalde tienen 50. Ya no son jóvenes ni para ser obispos.
Todo esto, sumado a que el kirchnerismo lleva dos décadas de oficialismo casi ininterrumpido y eso lo transforma en la voz de la autoridad, el partido de papá y mamá; y a que, como puse antes, son responsables ineludibles de la mediocridad actual, hace que muchos jóvenes de clase media con espíritu contrera canalicen su rebeldía contra el populismo. Para los jóvenes de clase media-baja, en cambio, su alejamiento viene más de un desengaño con la clase política en su conjunto, según las hipótesis de los expertos en opinión pública. Esto, ponen como ejemplo, es lo que explica los buenos resultados electorales de Javier Milei en el sur de la ciudad de Buenos Aires y su creciente imagen positiva en el conurbano.
No creo mucho en las estrategias de los partidos políticos para conquistar el “voto joven”. Son cosas que uno tiene o no tiene: una actitud. Milei la tiene, pero se la encontró, no creo que haya ido a buscarla. Los esfuerzos por parecer joven, tanto usando los formatos o las causas de les pibis, en el mejor de los casos son irrelevantes y, en el peor, papeloneros. Por eso el desafío no es sólo para el kirchnerismo, que tendrá que inventarse algo si no quiere que el determinismo demográfico se le vuelva en contra. También lo es para Juntos por el Cambio, que a medida que se consolida y se profesionaliza también se vuelve “parte del paisaje”. El año pasado, la consultora RDT hizo una encuesta entre menores de 29 años y les preguntó cómo se definían idológicamente. Casi la mitad dijo que no tenían “ninguna” ideología, pero la respuesta más habitual entre los que sí tenían fue “centro-derecha”, con el 22%, muy por delante de “peronismo” (9%) o “izquierda” (5%). A veces, por más aciertos o errores que cometa un partido político, los vientos generaciones soplan para su lado y puede aprovecharlos. Otras veces soplan en contra.
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