MARCELA AMAYA
Domingo

Verdes o pobres

En un mundo donde se acelera la agenda climática, el Gobierno comprometió al país a una meta de emisiones ambiciosa y exigente, pero imposible de cumplir con nuestro modelo productivo actual.

El triunfo de Joe Biden en las elecciones de Estados Unidos, en noviembre pasado, aceleró la agenda climática global, que se había empantanado o desacelerado durante la presidencia de Donald Trump. Este cambio tendrá enormes repercusiones en todo el mundo pero también en la Argentina, que en diciembre actualizó sus metas ante el Acuerdo de París y se comprometió a mantener de acá a 2030 sus emisiones de gases invernadero. El problema de esta saludable ambición ambiental, sin embargo, son sus consecuencias económicas. Con nuestro modelo productivo actual, basado en los combustibles fósiles y sin desarrollo de las energías renovables (frenado desde hace un año), no hay manera de que la economía crezca y se puedan alcanzar esos objetivos, que son de cumplimiento obligatorio. Si las cosas siguen como están, pueden pasar dos cosas: o la economía sigue estancada y cumplimos nuestros compromisos sobre emisiones, o la economía crece e incumplimos nuestra promesa con el mundo. Para cambiar esta situación hacen falta una planificación y una priorización sobre las cuales el gobierno de Alberto Fernández –que el lunes no mencionó este tema en su discurso de apertura de sesiones– no está dando ninguna señal.

Joe Biden empezó a desandar la agenda climática de Trump ya desde su primer día como presidente, con el decreto que regresó a Estados Unidos al Acuerdo de París y poniendo a la cuestión ambiental al tope de su agenda internacional. Además, nombró en posiciones clave de su equipo diplomático a figuras destacadas de la gestión Obama, como John Kerry, que oficiará de delegado presidencial en las negociaciones climáticas. La diplomacia de Obama había sido fundamental para llegar en 2015 al Acuerdo de París y alcanzar acuerdos históricos con China. Ambos países contaban con innumerables antecedentes obstruccionistas en materia climática. Por lo tanto, es muy probable que este año veamos un alineamiento entre la Unión Europea, China y los Estados Unidos para promover el despliegue de tecnologías limpias. El año pasado la Unión Europea logró una proeza: que Xi Jinping comprometa a China a la neutralidad de emisiones para 2060. Estados Unidos y Europa adoptaron esa meta para 2050, pero seguramente con la nueva situación política los tiempos se acelerarán.

Para cambiar esta situación hacen falta una planificación y una priorización sobre las cuales el gobierno de Alberto Fernández no está dando ninguna señal.

¿Cuál es la importancia de todo esto? ¿Qué es lo que está en juego en la lucha contra el cambio climático? ¿Por qué son tan importantes las decisiones que está tomando la Argentina en estos meses? Para empezar, recordemos que el Acuerdo de París es el segundo instrumento de Naciones Unidas (el primero fue el Protocolo de Kioto, de 1997), que busca que todos los países disminuyan progresivamente sus emisiones de gases de efecto invernadero. Para que tengamos chances de evitar un colapso generalizado de los ecosistemas, lo que trastocaría dramáticamente la economía global, la temperatura promedio de la Tierra no debe superar en 2°C respecto de su nivel preindustrial, dice el acuerdo, basado en la evidencia científica.

Además tiene dimensión política global, ya que enfrentar este desafío implica reducir drásticamente las emisiones generadas por la actividad humana, cuyo componente principal es el dióxido de carbono que se produce cuando quemamos hidrocarburos (gas, petróleo, carbón). En concreto, lo que marca el acuerdo es que debemos abandonar los combustibles fósiles en menos de 30 años y cambiar el sistema industrial basado en ellos. Estamos entonces ante una transición tecnológica de enormes implicancias sociales, económicas y geopolíticas que no ha ocurrido nunca antes en tan corto plazo. 

La novedad del Acuerdo de París es que determina un objetivo climático (los 2°C como límite) pero establece una lógica de negociación permanente para que la comunidad internacional vaya acordando acciones para alcanzar ese objetivo. La historia es larga, pero a diferencia del Protocolo de Kioto, que intentó decirle a cada país lo que tenía que hacer, el Acuerdo de París permite a cada país establecer su propio nivel de ambición.

Metas argentinas

La Argentina presentó su primera meta de reducción de emisiones en 2015, durante el gobierno de Cristina Kirchner, como un ensayo inicial antes del Acuerdo de París. Esa primera meta establecía un aumento de las emisiones del 60% entre 2015 y 2030, una meta muy poco ambiciosa que fue corregida en 2016, ya en el gobierno de Mauricio Macri (después de la firma del Acuerdo de París) a un aumento del 33% en el mismo período. Macri además comprometió a la Argentina a adoptar el objetivo de neutralidad de emisiones para 2050.

En 2020 estaba prevista una nueva ronda de negociaciones y actualizaciones de las contribuciones nacionales, y estaba claro que la Argentina tenía que volver a aumentar la ambición de su meta, para no quedar fuera de tono con el mundo y con nuestros socios regionales. Pero la incertidumbre sobre el resultado electoral en Estados Unidos demoró las respuestas de varios países, porque la continuidad de Trump habría significado avances moderados y claramente insuficientes. El triunfo de Biden, en cambio, ya está acelerando la política climática global y una saludable tendencia a mayores ambiciones en las metas de todos los países.

La nueva meta es más ambiciosa que las de 2015 y 2016, porque prevé que la Argentina no aumentará sus emisiones de gases de efecto invernadero de acá a 2030.

Estas especulaciones seguramente estuvieron presentes durante el año pasado en la evaluación que realizó el Gobierno para adoptar una definición con respeto a la nueva meta de emisiones para Argentina, que finalmente se dio a conocer en diciembre pasado. La nueva meta es más ambiciosa que las de 2015 y 2016, porque prevé que la Argentina no aumentará sus emisiones de gases de efecto invernadero de acá a 2030. Esta nueva contribución formaliza, además, el compromiso de neutralidad de emisiones a 2050 anunciado por Macri. 

Aunque saludable en su ambición climática, esta nueva meta tiene implicancias muy importantes para el desarrollo de la Argentina en los próximos años. Si el país se comprometió a no emitir más gases de los que está emitiendo ahora, eso quiere decir que todo el crecimiento de la próxima década deberá ser “verde”. Pero nuestra matriz productiva no está preparada para un cambio tan rápido. Con nuestro modelo productivo actual, muy dependiente del gas y el petróleo, cualquier crecimiento de la economía implicará un aumento de nuestra emisión de gases.

un compromiso difícil de cumplir

Recordemos que esta contribución nacional (o NDC, por Nationally Determined Contributions) es un compromiso legalmente vinculante y que deberá ser cumplido por el actual y los próximos gobiernos. Incumplirlo sería un papelón diplomático internacional, con repercusiones que excederían por mucho lo estrictamente climático. Pero para que el crecimiento económico de los próximos años sea neutro, todo aumento de emisiones en un sector de la economía deberá ser compensado, casi de manera inmediata, por reducciones en otro sector. En el sector de la energía, por ejemplo, si se pone en marcha la usina de carbón de Río Turbio habrá que cerrar luego plantas térmicas de electricidad que compensen esas nuevas emisiones. Y, además, incorporar nueva generación renovable para compensar el retiro de capacidad de la generación térmica. En cualquier caso, una ecuación muy cara.

Si queremos gastar menos dinero y cumplir con la meta de emisiones estables, toda nueva incorporación de generación eléctrica deberá ser renovable o de cero emisiones. En un escenario de crecimiento moderado, el país necesitará incorporar anualmente entre uno y dos gigawatts de potencia eléctrica. Es un desafío de enorme magnitud, que por sus compromisos debería ser el eje principal de la política productiva del Gobierno.

Sin embargo, no se ven señales de que el Gobierno tenga ni siquiera una planificación básica al respecto.

Sin embargo, no se ven señales de que el Gobierno tenga ni siquiera una planificación básica al respecto. La presentación de la NDC argentina carece por completo de una hoja de ruta o de parámetros que den cuenta de cómo se cumplirá este compromiso asumido internacionalmente. Las indicaciones no llegan a precisar ni políticas, ni medidas ni instrumentos.

Un aspecto particularmente preocupante es que, a pesar de los fuertes condicionantes que significa esta meta para la economía y el desarrollo, no haya instancias de validación entre los diferentes actores políticos (oposición, bloques parlamentarios, sociedad civil). La NDC va camino a convertirse en un factor mucho más determinante para nuestra economía del que hoy tienen el Fondo Monetario Internacional, la deuda externa o el precio de la soja. Pero nos comportamos como si no la tuviera.

Bosques y energía

La meta a 2030 de la nueva NDC solo será cumplible con aportes significativos de dos sectores clave: bosques (reduciendo la deforestación) y energía (limitando el crecimiento de sus emisiones). Existen numerosos beneficios que justifican frenar la deforestación de manera urgente. Permitiría una reducción rápida de emisiones a muy bajo costo y permitiría compensar a sectores para los cuales mitigar emisiones es más lento y costoso.

El sector energético tendrá que basar su crecimiento centralmente en energías renovables, cuyo desarrollo tomó un gran impulso entre 2015 y 2019 pero que hoy, por diversos factores, está estancado. Además, se deberán definir de forma muy cuidadosa las inversiones en infraestructura (electricidad y gas) teniendo en mente el escenario de descarbonización total en 2050. Todo el desarrollo del gas natural deberá pensarse atendiendo su estrecha ventana de oportunidad, ya que existe el serio riesgo de realizar inversiones irrecuperables. Y el desarrollo de Vaca Muerta deberá ajustarse a estos tiempos, es decir, diseñarse para abastecer una demanda interna y externa que debería empezar a declinar.

En este contexto, resulta extremadamente incoherente la meta presentada por el Gobierno con la ausencia de un programa de energías renovables. En la gestión de Cambiemos el sector renovable estuvo por primera vez en alta prioridad en la política energética. El desarrollo del programa RenovAr multiplicó la participación de las renovables en el mercado eléctrico del 2% al 12% del consumo. Se hicieron inversiones por unos 5.000 millones de dólares, se crearon 9.000 empleos y se promovió la generación de una serie de proveedores locales para la construcción de torres eólicas, estructuras para parques solares y dos fabricantes de turbinas. Todo eso está ahora discontinuado y sin ninguna política de reactivación.

En este contexto, resulta extremadamente incoherente la meta presentada por el Gobierno con la ausencia de un programa de energías renovables.

En esta discusión no se puede soslayar que Argentina atraviesa severas dificultades económicas y financieras, que no se resolverán en el corto plazo. Pero además existen serios problemas conceptuales en el actual gobierno que se reflejan en medidas como el congelamiento de tarifas, una incertidumbre regulatoria permanente y en un bajísimo aliento a las inversiones. Todo estos elementos son verdaderas barreras para la transición energética, que requiere innovación e inversión. 

Más allá de los bosques y la energía, el desafío más severo que enfrentaremos será preparar a la sociedad y a la economía argentina para la transición rápida hacia la neutralidad de carbono. Se trata no solo de un desafío tecnológico, sino también social y económico. Tendrá sus particularidades y dificultades en cada una de las regiones del país. Provincias petroleras como Neuquén, Chubut y Santa Cruz deberán protagonizar una transición económica sin precedentes. Nadie está imaginando cómo se hará eso.

El compromiso de reducción de emisiones que adoptó la Argentina nos coloca en el camino correcto de la transición hacia una economía de cero emisiones. Sin embargo, hay un abismo entre la ambición planteada en la NDC y la política doméstica necesaria para cumplirla. Tenemos por delante una agenda de descarbonización a desarrollar en base a energías renovables, bio-insumos, hidrógeno, redes inteligentes, movilidad eléctrica, integración energética regional y otras tantas posibilidades. Necesitamos generar en torno a ese programa de descarbonización un consenso político de alto nivel. Por su magnitud y velocidad, por sus impactos territoriales y económicos, se trata sin duda del programa de desarrollo más desafiante que tenemos por delante.

 

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Cali Villalonga

Especialista en ambiente y energías renovables. Diputado nacional por Cambiemos (2015-2019) y ex presidente de la Agencia de Protección Ambiental de la CABA. Fundador de Los Verdes y ex director de Greenpeace.

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