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Desde los comicios del 28 de julio, la situación de Venezuela se posicionó como un tema central de la conversación pública. No debe resultar tan extraño; Venezuela es hace tiempo uno de esos clivajes que clarifica la existencia de la grieta, otro paralelo 38 que divide dos formas –por ahora irreconciliables– de ver y entender el mundo. En lo que respecta a los partidos y sus principales referentes, la mayoría respondió acorde a las expectativas. El peronismo recurrió a una infértil demanda de hacer públicas las actas para evitar validar las elecciones y, al mismo tiempo, eludir una posición similar a la de sus rivales políticos. Parte del kirchnerismo respaldó este pedido, mientras que algunos de sus agentes más radicales entonaron con Nicolás Maduro la marcha peronista en la conferencia de prensa donde se celebraba su reelección. Por su parte, la UCR, el PRO y LLA coincidieron en el no reconocimiento de la victoria chavista, pero sólo los últimos dos (de forma implícita y explícita, respectivamente) manifestaron que la oposición, encabezada por Edmundo González Urrutia y María Corina Machado, había obtenido una clara victoria. En los márgenes, y bajo un asombroso escepticismo democrático, la izquierda aclaró que se oponen tanto al gobierno de Maduro como a la derecha representada por González Urrutia y Machado.
En este mejunje ideológico, un argumento esgrimido por el centro del arco político me llamó particularmente la atención. A partir del contundente involucramiento de Mauricio Macri en favor de una transición democrática en Venezuela, diversos periodistas marcaron una potencial contradicción entre estas intervenciones y la cercanía de Macri con la monarquías qatarí y saudí, Estados que indudablemente no pueden etiquetarse como democráticos. Una objeción similar se postuló respecto de Milei y su novedoso acercamiento con China. En este orden de ideas, la cordial relación diplomática que tejió Macri con esos estados de Medio Oriente invalidaría la defensa de la democracia en Venezuela, puesto que en ninguna oportunidad el expresidente habría condenado el estado de sus instituciones. Se trataría, entonces, de una impostura.
No existe una guía de buenas prácticas que nos oriente sobre cómo actuar ante cada quebrantamiento democrático, pero sí sobran razones que sustentan una ponderación distinta para el caso de Venezuela.
Más allá de cierta sintonía entre esa postura y la retórica inflexibilidad del núcleo de LLA con respecto al despliegue de las relaciones diplomáticas con el gigante asiático –una extraña exigencia de que prime el dogma en la política exterior–, no debe pasarse por alto que desliza una incómoda pero necesaria pregunta: ¿hasta dónde debemos defender la democracia? Por supuesto, no existe una guía de buenas prácticas que nos oriente sobre cómo actuar ante cada quebrantamiento democrático, pero sí sobran razones que sustentan una ponderación distinta para el caso de Venezuela. Esas razones se apoyan en nuestra pertenencia a una misma región, con los condicionantes y las consecuencias de esa pertenencia; la construcción continua de una cultura democrática en la región, que impone derechos y obligaciones para los gobiernos latinoamericanos; las evidentes diferencias entre la fractura de una tendencia –gobiernos democráticos en el continente– y la continuidad de esa tendencia –gobiernos antidemocráticos en otros continentes–, que implican una valoración distinta para cada caso.
En principio, una obviedad: la Argentina no puede escapar de su destino latinoamericano. Nuestra condición geográfica austral, en el borde inferior del continente americano, impone una serie de limitaciones. Sólo en América Latina nuestro país proyecta su voz internacional y participa de forma activa de las discusiones de la región, erigiéndose como un actor protagónico y con capacidad de influir en la agenda y en los consensos del Cono Sur. A pesar de las reiteradas crisis que atravesó la Argentina en los últimos 50 años, nuestro país ocupa los primeros puestos en términos económicos y sociales cuando se lo compara con el resto de los países latinoamericanos. Además, todavía posee un poder blando que se expresa en la gran variedad de productos culturales que son exportados a países de la región.
En definitiva, a pesar de décadas de descrédito, contamos un prestigio relativo que permite que nuestras opiniones y posiciones de Estado penetren en los asuntos de interés de la región. No obstante, resulta claro que este poder y la región misma comparten fronteras. Pretender que nuestro accionar incida en la política doméstica de un Estado africano, europeo, asiático u oceánico es tan utópico como creer que Serbia o Madagascar, por citar dos ejemplos de países que reconocieron la victoria de Maduro, puedan afectar el amperímetro del régimen chavista. En tal pretensión incurrió Alberto Fernández cuando se postuló para mediar en el conflicto entre Rusia y Ucrania, mediación que, por supuesto, no prosperó.
Hipótesis de conflicto
A esta lógica efectista debe agregarse que, por la proximidad geográfica, lo que sucede en Venezuela repercute en el resto de los países de la región, incluyendo a la Argentina. Y si bien nuestro país se encuentra en el otro extremo del continente, existen alertas apalancadas en la realidad geopolítica que deberíamos atender con especial interés. La primera de estas alertas es la histórica controversia territorial que Venezuela mantiene con Guyana y que ha sido reavivada a partir del descubrimiento de petróleo en el territorio conocido como el Esequibo. Esta disputa interestatal, motivada a su vez por la drástica reducción en la producción hidrocarburífera de Venezuela que mermó su capacidad de negociación, representa una hipótesis de conflicto armado en una región cuyo principal activo es la ausencia de este tipo de tensiones bélicas. Las consecuencias de una escalada de la disputa –factible de continuar Maduro en el poder– son difíciles de predecir, aunque es importante destacar que Brasil comparte 800 kilómetros de frontera con el Esequibo y que a finales de 2023 movilizó tropas hacia ese límite.
Otra de los acontecimientos que amenaza con sacudir la relativa estabilidad de la región es la posibilidad de una nueva oleada migratoria de proporciones por ahora desconocidas. Aproximadamente 8 millones de venezolanos abandonaron el país en la última década, superando la migración causada por los conflictos bélicos en Ucrania (6 millones) y Siria (5,5 millones). Según una reciente encuesta, casi la mitad de la población venezolana estaría analizando buscar nuevos destinos si la recuperación democrática se torna inviable. Una nueva migración masiva de refugiados venezolanos podría saturar la capacidad de respuesta de los países que los reciban, generando graves problemas de gobernabilidad. Colombia y Brasil son dos de los Estados que más refugiados venezolanos alojaron, y tal vez de allí se desprenda la tibia posición de los presidentes Petro y Lula, históricos aliados del régimen chavista. Argentina no resulta ajena a este fenómeno: más de 200.000 venezolanos han arribado al país desde 2014, y hoy encabezan la población migrante de la ciudad de Buenos Aires. Vale aclarar que si bien en nuestro país la integración de la población venezolana no ha traído mayores traumas, en otros países (Colombia, Perú, Chile y Ecuador, principalmente) este proceso ha sido acompañado por un incremento en el sentimiento antiinmigrantes.
La expansión del crimen organizado, uno de los principales desafíos del subcontinente, es otra de las implicancias de la continuidad de Maduro al mando de Venezuela.
La expansión del crimen organizado, uno de los principales desafíos del subcontinente, es otra de las implicancias de la continuidad de Maduro al mando de Venezuela. Desde su base de operaciones en Venezuela, el Tren de Aragua ha evolucionado rápidamente de ser una pandilla dentro de prisiones a convertirse en una influyente organización criminal con presencia en varios países de América Latina. En Perú, ha sido designado como el “enemigo número uno”. En Colombia, ha disputado el control fronterizo con guerrillas y grupos paramilitares. Mientras tanto, en Chile, se ha establecido firmemente en el norte, siendo catalogada como un riesgo para la seguridad nacional. Entre sus diversas operaciones trasnacionales se encuentran el narcotráfico, el sicariato, la extorsión, el secuestro y la trata de personas, en muchas ocasiones con la aquiescencia del gobierno venezolano. En un contexto en el que el combate contra el narcotráfico se ha convertido en una prioridad nacional, la exportación de este know-how delictivo ejerce una presión extra para las fuerzas de seguridad de nuestro país.
El mayor riesgo para Argentina, sin embargo, reside en la infiltración de células terroristas que desde hace tiempo vienen operando en la región, con la asistencia del eje venezolano-nicaragüense-boliviano. Las relaciones bilaterales entre Venezuela e Irán se han intensificado en los últimos años a través de una serie de pactos celebrados en respuesta a las sanciones económicas que enfrentan ambos países. En 2022, establecieron un acuerdo de cooperación para los próximos 20 años que abarca los sectores de ciencia y tecnología, energía, agricultura y educación. En 2023, durante la visita a Caracas del fallecido ex presidente iraní, Ebrahim Raisi, se firmaron 25 acuerdos económicos por un valor aproximado de 3.000 millones de dólares.
Tal y como suele suceder con la opacidad de los pactos entre regímenes totalitarios, los términos y las cláusulas de los contratos adoptados se desconocen. No obstante, el vínculo entre Venezuela e Irán ha tomado tal dimensión que Raisi ha llegado a señalar que “la relación entre Irán y Venezuela no es una relación diplomática normal, sino una relación estratégica entre dos países que tienen intereses comunes, visiones comunes y enemigos comunes”. El actual gobierno argentino podría tratarse de uno de los apuntados por la proclama. Además de los encontronazos públicos entre Milei y Maduro, debe recordarse que hace poco más de un mes el Tehran Times, periódico creado en 1979 para oficiar de portavoz de la Revolución Islámica, amenazó por medio de un editorial con hacerle lamentar a nuestro país “su enemistad con Irán”.
Solidaridad democrática
Si las justificaciones ligadas a la seguridad e intereses nacionales no resultan suficientes para observar la situación en Venezuela con un prisma especial, el compromiso (moral y jurídico) que nos une con los países de la región en orden a la gobernanza democrática emerge como único en su especie. En efecto, esta cuestión ha sido un objetivo constante de los países latinoamericanos desde principios del siglo XX, cuando la Conferencia de Washington de 1907 formalizó el principio de gobernanza democrática en la región de América Central. Ese año, Carlos Tobar, ministro de Relaciones Exteriores de Ecuador, argumentó que los gobiernos en el poder por medios “extraconstitucionales” no deberían gozar del reconocimiento de otras naciones. Algunas décadas después, en 1936, se celebró en Buenos Aires la Declaración de Principios sobre la Solidaridad y Cooperación Interamericana, mediante la cual se distinguió a la democracia como “causa común en las Américas”.
Lo que siguió a este auspicioso comienzo fue una serie de instrumentos jurídicos internacionales que consagraron a la democracia como un principio del sistema interamericano, con la Carta de Bogotá –que estableció formalmente la Organización de los Estados Americanos (OEA)– como principal ejemplo. Esta fue la primera vez que una convención internacional estableció que cualquier golpe de Estado o interrupción ilegal de procesos democráticos socava la solidaridad de los Estados hemisféricos y representa un claro desafío a uno de los propósitos esenciales de la OEA. Además, dio la justificación legal para que Cuba fuera expulsado de la organización en 1962. Si bien Argentina se abstuvo de votar la exclusión de la isla del sistema interamericano y la imposición de sanciones, pocos meses después el gobierno de Frondizi rompió relaciones diplomáticas con el gobierno cubano.
A principios de los años ’80, con el fin de los regímenes militares de la mayoría de los países latinoamericanos, la solidaridad democrática volvió a ocupar un lugar central en las relaciones interestatales de la región. En 1985, se aprobó el Protocolo de Enmienda a la Carta de la OEA, añadiendo la siguiente redacción al preámbulo original: “[…] la democracia representativa es una condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de la región”. Este espíritu democrático regional encontró su momentum en los primeros años de la década del ’90. Entre 1989 y 1990, catorce países celebraron elecciones presidenciales que resultaron en cambios de gobierno que marcaron el fin de regímenes militares o la consolidación de regímenes democráticos. Además, en esos años, casi todos los países latinoamericanos adoptaron nuevas constituciones o introdujeron reformas significativas. La mayoría de estas reformas estaban orientadas a ampliar y fortalecer la democracia y los espacios de participación ciudadana.
Con el fin de los regímenes militares de la mayoría de los países latinoamericanos, la solidaridad democrática volvió a ocupar un lugar central en las relaciones interestatales de la región.
Es en este contexto que la Asamblea General de la OEA adoptó en 1991 la Resolución 1.080, que instruye al secretario general a convocar una reunión inmediata del Consejo Permanente en caso de una interrupción abrupta o irregular del proceso institucional democrático en cualquiera de los estados miembros. En octubre del mismo año, la resolución fue utilizada para recomendar a sus integrantes “una acción que busque el aislamiento diplomático de quienes detentan de facto el poder en Haití” ante “la abrupta, violenta e irregular interrupción del ejercicio legítimo del gobierno democrático”. La OEA actuó en tándem con la ONU con el fin de deponer al gobierno de facto a través de sanciones económicas y diplomáticas. Una vez demostrada la ineficacia de estas sanciones, el Consejo de Seguridad de la ONU autorizó una incursión militar en Haití, en la que Argentina tuvo un rol destacado al participar del bloqueo naval, en la que fuera conocida como la Operación Talos. Estos antecedentes normativos se nutrieron con la incorporación de cláusulas democráticas en todos los procesos de integración de la región: En el MERCOSUR, a través del Protocolo de Ushuaia en 1998; en la Comunidad Andina, con el Protocolo Adicional al Acuerdo de Cartagena del 2000; y en la Alianza del Pacífico, mediante su acuerdo marco de 2015. Estas cláusulas supeditan la admisión y permanencia de los estados en los organismos regionales a la condición esencial de que estén gobernados por instituciones democráticas.
Asimismo, lejos de tratarse de una mera declaración de voluntad, este corpus jurídico regional ha sido aplicado con sorpresiva asiduidad. A las suspensiones de Cuba y de Haití de la OEA se le agregó, en 2009, la expulsión de Honduras, tras el golpe de estado que derrocó al presidente Manuel Zelaya, mientras que en 2023 Nicaragua se retiró unilateralmente de la organización, ante las denuncias de irregularidades de las elecciones de 2021. Además, en 2012, los países miembros del MERCOSUR condenaron públicamente la “ruptura del orden democrático ocurrida en la República del Paraguay” y decidieron suspender al país sudamericano hasta la plena restauración del orden institucional. Un enfoque similar se utilizó en 2017, cuando se decidió la suspensión de Venezuela, después de que los miembros del MERCOSUR tomaron nota de la ruptura del orden democrático. En todas estas ocasiones, nuestro país votó por excluir a los estados dominados por regímenes antidemocráticos de las organizaciones regionales.
Es importante remarcar que estas fórmulas legales que nos ligan vis-a-vis con el resto de los países del continente no se replican con países de otros continentes. En efecto, el Derecho Internacional ha sido reacio a priorizar un modelo de gobierno en específico, y es por eso que la Carta de la ONU no contiene ninguna mención de la palabra “democracia”. Tan sólo en el proceso de integración europeo la adopción de la democracia como forma de gobierno es un requisito esencial para formar parte de la Unión Europea. Como resultado, nuestro país no posee vínculos legales circunscritos al modelo de gobierno con estados de otros continentes.
La foto y la película
Hasta aquí me encargué de plasmar algunos de los elementos que obligan a tratar la situación en Venezuela con un énfasis especial, diferenciado de lo ocurre en otras latitudes alejadas del continente americano. El primero de ellos podría ordenarse alrededor de los riesgos regionales que implica la continuidad de Maduro en el poder, que amenaza con dañar la estabilidad y la gobernabilidad de los países latinoamericanos y levantar serias alertas sobre la seguridad interior de nuestro país. El segundo se basa en que la gobernanza democrática se ha convertido en un compromiso legal que obliga a los Estados de la región a adoptar esa forma de gobierno para participar de forma plena de las relaciones diplomáticas latinoamericanas. Además, esta norma regional ofrece una gran variedad de medidas para persuadir a los gobiernos antidemocráticos a recuperar la senda institucional. Subsidiariamente, la obviedad de que es en América Latina donde la Argentina puede aprovechar sus credenciales para influir en los consensos y en las disputas hemisféricas.
A esta altura, quiero agregar un último argumento, mucho menos complejo y mucho más intuitivo. En nuestra región, la democracia es una característica central de los gobiernos, que a lo largo de los años han constituido una tradición de gobernanza institucional dejando atrás décadas de irrupciones militares y de inestabilidad política. En rigor, la democracia en la región goza de un estado mucho más saludable que hace 100, 50 o 30 años. Indudablemente, Venezuela, Cuba y Nicaragua son excepciones a esta práctica, aunque presentan sustanciales diferencias entre sí. Mientras que en Venezuela y Nicaragua las instituciones democráticas se han ido deteriorando desde el comienzo del nuevo milenio, la realidad política en Cuba no se ha visto alterada de forma significativa, más allá de los cambios que se produjeron en la cadena de mando y en algunos intentos aperturistas que terminaron fracasando. Además, Venezuela ha pasado de ser uno de los países más ricos de la región medido en PBI per cápita al más pobre, quizás sólo por delante de Haití. Esto quiere decir que lo alarmante es el cambio de la trayectoria de Venezuela, tanto en materia institucional como económica y social.
En América Latina, la emergencia de una dictadura es considerada un retroceso, un quiebre en una tendencia democrática positiva.
Esta cultura democrática continental contrasta con lo que ocurre en otras regiones, como en Medio Oriente o en el Sudeste Asiático. Allí los regímenes autoritarios son la regla y no la excepción, y por lo tanto la existencia de sistemas cerrados y dirigistas, en donde las libertades individuales cumplen un papel secundario o inexistente, representan más una continuidad que un cambio. No produce la misma perplejidad enterarnos de acciones que en nuestro esquema liberal consideraríamos totalitarias en países como Qatar, China o Singapur que en estados que, con distintos ritmos, parecen haber afrontado procesos democratizadores. En América Latina, la emergencia de una dictadura es considerada un retroceso, un quiebre en una tendencia democrática positiva. Una sensación similar nos produciría si las instituciones democráticas fuesen vulneradas en un país occidental, acostumbrado a regirse por la voluntad popular. Este punto es crucial si tomamos dimensión de la extensión de los procesos históricos y del grano de un reloj de arena que supone el último siglo en la civilización humana.
De ningún modo deben entenderse estos argumentos como una especie de relativismo cultural, que esconde una indiferencia por la expansión de los valores democráticos. No obstante, es evidente que, tanto por los riesgos geopolíticos y en materia de seguridad que la existencia de un régimen totalitario implica para la región, como por la tradición democrática común en América Latina que impone derechos y obligaciones para los gobiernos, no puede analizarse con las mismas gafas la situación de Venezuela y la de países de otras regiones, como Qatar, Arabia Saudita, o China. Sólo a través de un prisma dogmático puede exigirse una única respuesta frente a la amplia gama de gobiernos autoritarios y dirigistas establecidos en todo el mundo. Por estos motivos, una política exterior inteligente debe ser lo suficientemente hábil, en lo retórico y en lo factual, como para armonizar las posiciones intransigentes frente a las dictaduras de la región con el pragmatismo propio del relacionamiento con países distantes en términos geográficos, culturales y políticos.
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