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Vacunas. Una historia polémica
Stuart Blume. Traducción de Federico Cristante
Ediciones Godot, 2024
256 páginas, $23.999
Inocular una vacuna a un bebé es uno de los actos de confianza en el sistema más grandes que podamos imaginar. Tenés un hijo, está sano, pero, por su bien, hay que introducir en su cuerpito vigoroso una mínima dosis de una sustancia que, en otras circunstancias, en otra proporción o con otra virulencia, podría enfermarlo o incluso matarlo. Hasta ahora, la solución fue no dudar: los pediatras saben, nos indican qué vacunas hay que darles a nuestros hijos, se las damos, y listo. Pinchazo, lágrimas, curita con dibujos de los Paw Patrol, chupetín, y la vida sigue. Lo que la mayoría quiere –y es lógico que así sea– es no tener que pensar demasiado en el asunto, hacer lo que dicen los expertos y confiar en que “todo va a estar bien”. El problema es que a veces la vida, en lugar de imitar al arte, imita un ensayo de comunicación científica, o eso sentí mientras leía Vacunas. Una historia polémica: que yo era una encarnación del fenómeno contemporáneo que el autor, el investigador británico Stuart Blume, caracteriza como preocupante: el recelo en torno a la vacunación.
Con sencillez y elegancia, Blume reconstruye la apasionante historia de las vacunas procurando responder a la pregunta del título original: How Vaccines Became Controversial. ¿Cómo es posible que, pese a su demostrada efectividad para prevenir una amplia gama de enfermedades potencialmente devastadoras, nos enfrentemos a una creciente “reticencia a la vacunación”? La respuesta de los especialistas en salud pública es echarle la culpa a la ignorancia y a las fake news. ¿Por qué, si no, alguien se negaría a vacunar a sus hijos, poniéndolos en riesgo de manera irracional? Pero las cosas, señala Blume, no son tan fáciles, ya que en muchos casos son los padres los que deciden no vacunar a sus hijos, o lo hacen llenos de dudas, pertenecen a la clase media urbana instruida y tienen acceso al sistema de salud. El problema no es entonces la desinformación, o no es solo eso. Hay una crisis de confianza.
¿Pero qué sucede cuando, de manera gradual en la posguerra, pero definitiva a partir de los ’80, los gigantes farmacéuticos entran a jugar fuerte y la oferta de vacunas disponibles –y su costo– aumenta exponencialmente? Tenemos que decidir, tenemos que “evaluar nuestras opciones”, como consumidores en un supermercado repleto de ofertas y promociones. Es estresante y agotador. Quisiéramos que existiera alguna institución estable, algún ministerio o instituto al margen de los enfrentamientos políticos de turno, o algún ente transnacional, en quien confiar. Pero todos los actores parecen ser parte interesada de una pelea en la que se dirimen sumas de dinero abultadísimas, ¿por qué creerles?
¿Qué hacer?
Mientras escribo esta nota, soy uno de esos padres de clase media urbana instruida llenos de dudas neuróticas, que no sabe qué hacer con el tema dengue. Ni mis hijos ni yo lo hemos padecido hasta ahora, al menos no de manera sintomática. ¿Sería conveniente vacunarlos y vacunarme, antes de que vuelva el calor y regresen los mosquitos? La respuesta debería ser sencilla, pero no lo es. ¿A quién preguntar?
Llamo a uno de los vacunatorios privados más prestigiosos de la ciudad: me recomiendan hacerlo. Pero, claro… ¡ellos venden vacunas! Es como ir a Freddo a preguntar si debería tomarme un helado. Y un cucurucho de lujo: cada dosis cuesta 90.000 pesos; se necesitan dos para alcanzar la inmunidad. Hace unos días, el ministro de Salud de la Provincia de Buenos Aires, Nicolás Kreplak, advirtió que “se viene una epidemia de dengue muy grave” y que la situación podría volverse “desquiciante para la población” cuando llegue el verano. El ministro nacional salió a bajarle el tono. Pero, ¿cómo no pensar que ambas declaraciones están teñidas por sus intereses políticos?
Conozco amigos que han tenido dengue y no la pasaron nada bien. Les pregunto qué hicieron después. La indicación es clara: si tuviste dengue una vez, tenés que vacunarte. Pero, ¿y los que no tuvimos? ¿Conviene vacunarnos?
Cada vez estoy más informado sobre el tema… ¡Pero yo no quería ser un experto en dengue!
Busco en las redes, le pregunto a Chat GPT. Me dice lo siguiente: la vacuna disponible en Argentina, la japonesa Qdenga, se elabora, como muchas, con virus vivo atenuado. Existen cuatro “serotipos” del virus. La vacuna del laboratorio japonés Takeda contiene el genoma completo del serotipo 2, pero su proteína de envoltura fue reemplazada para que pueda incluir los otros tres, de esta manera su inoculación genera anticuerpos neutralizantes contra los cuatro serotipos. ¿Cuán efectiva es? Según los estudios, su efectividad contra los serotipos 1 y 2 es superior al 80% (bien). Pero contra los 3 y 4, está entre el 40% y el 50% (not so good). Además, se observaron reacciones diferentes entre quienes habían tenido dengue previamente y aquellos que no. La respuesta inmune generada por la vacuna protegió para todos los serotipos a las personas que ya habían padecido la enfermedad. En quienes nunca estuvieron expuestos, la mayor protección se da contra los serotipos 1 y 2, pero no hay datos concluyentes con respecto a los otros dos. Es más, hay quienes afirman que, si uno se vacuna y luego se contagia de alguno de los otros dos tipos, la enfermedad podría tornarse más virulenta, como sucede, en ocasiones, con quienes se contagian por segunda vez.
Cada vez estoy más informado sobre el tema… ¡Pero yo no quería ser un experto en dengue! Yo solo quería que un experto confiable me dijera qué hacer. Interrumpo mis investigaciones para ir al súper (hay descuento con una billetera virtual), y aprovecho para seguir stockeándome de repelente, antes de que vuelva a escasear. Me parece que no nos vamos a vacunar con la bendita Qdenga (y aclaro que siempre le di todas las vacunas habidas y por haber a mis hijos). Igual me queda la inquietud: si alguno de nosotros se contagia, ¿sentiré que fue mi culpa?
Cómo todo se fue al pasto
La historia de los orígenes de las vacunas es tan asombrosa que parece una novela, con sus héroes y mártires. La conocemos de oídas, pero queremos que nos la vuelvan a contar, con detalles y cifras que desconocíamos. Empieza con la vacuna contra la viruela, la madre de todas las demás. En la segunda mitad del siglo XVIII, morían en Europa por este flagelo más de un millón de personas por año, en su mayoría niños. Otros muchos quedaban minusválidos o desfigurados. Hasta que el médico rural inglés Edward Jenner se propuso validar la creencia popular según la cual contraer viruela bovina (una variante leve de la enfermedad) inmunizaba contra el mal mayor. Jenner descubrió que, si se tomaba fluido de una lesión de viruela bovina, y se lo frotaba contra un rasguño en el brazo de una persona sana, ésta quedaba protegida contra la viruela. La aplicación de este descubrimiento llevó a que, en los primeros años del siglo XIX, la mortalidad se redujera drásticamente. Había nacido uno de los avances tecno-científicos más conmovedores de la humanidad, destinado a salvar millones y millones de vidas. En 1980, la Organización Mundial de la Salud anunciaba que la viruela había sido erradicada. Pero no nos apresuremos. Había muchas otras enfermedades que causaban estragos en ese momento: el cólera, la tuberculosis, la rabia, la difteria, la fiebre amarilla. Entre fines del siglo XIX y los comienzos del XX se producen avances vertiginosos, con el Instituto de Luis Pasteur en París y el de Robert Koch en Berlín como sus epicentros.
Pasteur desarrolló en esos años una vacuna contra la rabia, cuyo principio activo eran virus de la enfermedad “atenuados”. Nadie entendía muy bien cómo funcionaba esa “atenuación”, lo que no dejaba de resultar inquietante, pero funcionaba. El procedimiento, propio de una bizarra película sci-fi con toques de terror, era así: se infectaba a conejos, se esperaba a que murieran, se les extraía la médula espinal, se la dejaba secar durante dos semanas en aire estéril y luego se la reducía a polvo. La vacuna se preparaba emulsionando un poco de esa médula pulverizada en solución salina. Suena horrible, sí, pero si te mordía un perro con rabia, y te inyectaban rápidamente ese preparado, tenías muchas más chances de sobrevivir, lo que siempre es bueno.
Los detalles cambian, cada vacuna presentó desafíos diferentes. Recién en la década del ’20, Calmette y Guérin terminaron de desarrollar la B.C.G., una vacuna efectiva contra la tuberculosis, aunque en 1882 Robert Koch ya había logrado identificar el bacilo que causaba la enfermedad. La poliomielitis todavía despertaba terror a mitad del siglo XX. En 1955 se registraron 29.000 casos y 1.000 muertes solo en Estados Unidos. A fines de la década del ’60, gracias a la vacuna inactivada de Jonas Salk, y a la atenuada de Sabin, ya no había prácticamente más casos. Claro que estas historias tenían sus momentos oscuros. A mediados de 1962, con tres millones de dosis de vacuna oral Sabin ingerida por niños estadounidenses, surgió un indicio de que, en un número muy reducido de casos, el propio virus atenuado de la vacuna se había tornado virulento, causando la enfermedad. Esto llevó a inclinarse por la vacuna de virus inactivado de Salk, que es la que se siguió usando. Así avanza la ciencia, y sin disminuir la tragedia personal de esos casos aislados, resulta evidente que el balance era y es altamente positivo.
La salud pública se volvió cada vez más dependiente de la vacunación; hoy son casi sinónimos.
Hasta mediados del siglo XX, el desarrollo de nuevas vacunas, dirigido por instituciones de salud pública vinculadas a los estados nacionales, se correspondía de manera evidente con las necesidades sanitarias. Una nueva vacuna se desarrollaba con el objetivo concreto de salvar muchas vidas, y eso era lo que hacía. La salud pública se volvió cada vez más dependiente de la vacunación; hoy son casi sinónimos. Las otras medidas se consideran meros paliativos “hasta que llegue la vacuna”. Recordemos la última pandemia: todas las otras medidas (aislamiento, barbijos, lavado de manos, ventilación) se hacían de mala gana, “aguantando” hasta que llegara la verdadera solución que nos permitiera “volver a la normalidad”, seguir con nuestra vida como si nada hubiera pasado. Nadie parece dispuesto a “cambiar su modo de vida” –movilizarse menos, aislarse más– para hacer frente a una epidemia. Queremos “darnos la vacuna y ya”, para poder continuar con nuestra vida, incluso si intuimos que esa vida es un infierno desquiciante de sobreexplotación y excitación nerviosa del que no sabemos muy bien cómo bajarnos. Una pandemia podía ser la oportunidad que estábamos necesitando, así lo anunciaba esperanzado el intelectual italiano Bifo Berardi en marzo de 2020, pero nadie parece haberle llevado el apunte.
Algo cambió durante la segunda mitad del siglo XX, y terminó de cristalizarse, como tantas cosas, en la década del ’80. Los Estados se han ido retirando del juego, todavía regulan la aprobación, pero ya no desarrollan ni producen. En paralelo, las vacunas han sido el principal factor de crecimiento de la industria farmacéutica en los últimos 30 años. Desde la lógica comercial, una nueva vacuna es una inversión de alto riesgo. Esto orienta todo el proceso de producción, distribución y fijación de precio. También las campañas publicitarias. En Estados Unidos, por ejemplo, las compañías pueden anunciar sus vacunas en la televisión y las revistas. De acuerdo con Blume, no resulta para nada evidente que las numerosas vacunas surgidas en las últimas décadas (varicela, paperas, gripe, HPV) respondan a una necesidad apremiante de la población, exactamente como sucede con la aparición de cada nuevo modelo de auto o de celular. Para las industrias, se trata de lanzar un nuevo producto al mercado y generar demanda. Una lógica que, aplicada a las vacunas, favorece a la larga este efecto de desconfianza. Sucede también que las campañas de vacunación, para la población en general, simbolizan a las instituciones que las proveen. No vacunarse se vuelve así una forma de protesta o de crítica contra esas instituciones. Si hay desconfianza o enojo hacia el Estado, no vacunarse es una manera de expresarlo. La reticencia a la vacunación, concluye Blume, constituye un problema serio para la salud pública, pero sus causas exceden ampliamente ese ámbito, y se entrecruzan con algunos de los grandes dilemas y desafíos que enfrentan hoy nuestras sociedades.
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